Aquella radiante mañana del viernes en que salió de la cárcel, la noticia estaba ya por todas partes. Era el relato más estupendo que había oído en toda su vida, pensó Randall.
En todos los años que llevaba sobre la Tierra, estaba seguro de que nunca nada había superado la difusión y atención que se habían concedido a este evento. Ciertamente, cuando se anunciaron el ataque japonés a Pearl Harbor, la caída de Berlín y la muerte de Hitler, el lanzamiento del Sputnik I al espacio exterior, el asesinato de John F. Kennedy, el primer paso dado por Neil Armstrong sobre la Luna, habían sido momentos grandes y trascendentales… pero, por lo que recordaba Randall, la sensación pública que cada uno de esos acontecimientos había generado había sido igualada por la noticia electrizante y atronadora emitida desde el palacio real de Amsterdam: Jesucristo, sin duda alguna, había vivido sobre la Tierra, como ser humano y mensajero espiritual del Hacedor.
Durante todos aquellos días, Randall había estado tan ocupado en los tecnicismos y dilemas de la autenticidad y la verdad, y en su propia supervivencia, que casi había olvidado el impacto que el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio podrían producir en los millones y millones de frágiles y anhelantes mortales.
Pero a través del recorrido desde el Dépôt del Palais de Justice hasta el Aeropuerto de Orly, en las afueras de París, Randall había observado pruebas de la reacción de este milagro histórico en cada esquina, en cada café, en cada aparador o escaparate. Franceses y extranjeros por igual estaban en las calles, arrebatando periódicos, pegados a las radios de transistores, apiñados en torno a los televisores de las tiendas, arrastrados por el apasionamiento.
En el «Citroen» de la Policía en el que viajaba con tres oficiales franceses de uniforme azul, Randall era sólo un jugador de menor importancia, desdeñado en medio de una representación dramática que ya estaba en marcha.
Randall se había sentado atrás, entre dos de los policías, Gorin, de la Sûreté Nationale, y un agent de police llamado Lefèvre, y estaba esposado a Gorin, que iba a su izquierda. Los dos policías se habían sumergido en sus ediciones especiales de Le Figaro, Combat, Le Monde y L'Aurore, y casi la mitad de las primeras páginas estaba dedicado a el Acontecimiento. Randall alcanzó a echar un vistazo a dos enormes encabezados. Uno decía: LE CHRIST REVIENT PARMI NOUS! (CRISTO VUELVE ENTRE NOSOTROS), y el otro: LE CHRIST RESSUSCITE PAR UNE DECOUVERTE NOUVELLE! (CRISTO RESUCITADO POR UN NUEVO DESCUBRIMIENTO). Debajo de los gigantescos titulares había fotografías de tres de los papiros originales de Santiago, el Pergamino de Petronio, el lugar de la excavación en las afueras de Ostia Antica, el retrato de Jesús, tal y como había sido realmente en vida, y la cubierta del Nuevo Testamento Internacional.
En el asiento delantero del automóvil, el policía que conducía había ido callado todo el camino, fascinado por los comentarios preliminares al anuncio principal, que estaban siendo difundidos en francés desde Amsterdam.
De vez en cuando, los policías que iban a uno y otro lado de Randall se habían leído en voz alta, mutuamente, algún trozo de información, y a veces, conscientes del escaso conocimiento que Randall tenía del idioma francés, se lo habían traducido al inglés. Por lo que Randall pudo colegir, los informes periodísticos acerca del Nuevo Testamento Internacional, con la historia de Jesús escrita por Su hermano y la historia del proceso escrita por un centurión, se basaban en un breve comunicado transmitido a la Prensa después de la medianoche. Los detalles completos estaban siendo proporcionados desde un estrado en la Burgerzaal (la enorme Sala de los Ciudadanos) del palacio real de Amsterdam. La revelación íntegra se hacía ante dos mil miembros de la Prensa llegados al auditorio desde todas las naciones civilizadas de la Tierra, así como ante varios centenares de millones de televidentes de todo el mundo, a quienes la noticia les estaba siendo transmitida por medio de Intelsat V, un satélite de comunicaciones de 1.900 circuitos que giraba en torno a la Tierra junto con otros satélites anteriores, y que retransmitía las imágenes y los comentarios.
Sólo una vez, durante el recorrido, tuvo el policía llamado Lefèvre un intercambio personal con Randall. Había hecho una pausa en su lectura, mirando a Randall con incredulidad y diciéndole:
– ¿De veras tuvo usted parte en esto, Monsieur?
– Sí.
– Pero entonces, ¿por qué lo deportan?
– Porque están locos -había dicho Randall. Y después añadió-: Porque yo me negué a creer.
Los ojos de Lefèvre se agrandaron.
– Entonces debe ser usted el que está loco.
Se habían estacionado frente a la terminal de Orly. El policía llamado Lefèvre había abierto la puerta trasera del vehículo; bajó y trató de ayudar a bajar a Randall. Puesto que estaba esposado a Gorin, Randall se había visto forzado a echarse atrás, magullándose la muñeca y recordando dolorosamente lo que era y lo que le estaba sucediendo.
La planta baja de la terminal de Orly, siempre ruidosa, estaba ahora en silencio. Para comodidad de los pasajeros y visitantes, y de sus propios empleados, Air France había colocado aparatos de televisión de pantalla grande a todo lo largo y lo ancho de la zona principal de recepción. Alrededor de los aparatos, la gente se apiñaba en filas de hasta diez y veinte personas. Incluso en los mostradores de venta de billetes y de información, los clientes y el personal de servicio hacían sus quehaceres o atendían sus asuntos distraídamente, con la atención concentrada en los televisores cercanos.
El oficial de Policía, Lefèvre, se dirigió a recoger el billete de Randall y confirmar la hora de abordar el aparato. Mientras tanto, Gorin se acercó a un grupo de gente para ver el televisor más cercano, y Randall, ligado como estaba a él por las esposas, tuvo que seguirlo.
Atisbando entre las apiñadas cabezas de los televidentes,
Randall trató de ver las imágenes que aparecían en la pantalla mientras escuchaba al comentarista, que hablaba primero en francés y después en inglés, las dos lenguas oficiales utilizadas en ese día del anuncio.
En el interior de la Burgerzaal, la Sala de los Ciudadanos del palacio real de Amsterdam, una cámara seguía un movimiento panorámico horizontal, mostrando fila tras fila de periodistas y dignatarios visitantes, así como acercamientos del majestuoso lugar. Había unas ventanas de arco, con postigos color café, que tenían rosetones dorados en el centro. En lo alto había seis arañas de cristal, que originalmente habían sido lámparas de aceite de colza dejadas por el emperador Luis Napoleón. Se veían algunas porciones del piso de mármol, con incrustaciones de tiras de bronce que representaban la esfera celeste. Había interminables grupos de estatuas, y fue al ver el último de los grupos (la Virtud pisoteando a la Avaricia y la Envidia… la Avaricia representada por Midas y la Envidia por la cabeza de Medusa) que Randall perdió la ecuanimidad.
«La Avaricia», pensó él amargamente, y casi como si le hubieran dado una señal al camarógrafo, la cámara recorrió la plataforma y allí estaban todas las bêtes noires de Randall, una tras otra.
La cámara fue mostrando a cada cual en su silla de terciopelo, y el comentarista los iba identificando. En el semicírculo del estrado, reverentes, espirituales, ultramundanos, estaban el doctor Deichhardt, Wheeler, Fontaine, Sir Trevor, Gayda, el doctor Jeffries, el doctor Knight, Monsignore Riccardi, el reverendo Zachery, el doctor Trautmann, el profesor Sobrier, el dominee De Vroome, el profesor Aubert, Hennig y, finalmente, la única bella entre las bestias, Ángela Monti (en representación de su enfermo padre, el profesor Monti, el arqueólogo italiano, según explicaba la voz de la Unión de Radiodifusión Europea).