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Amén.

Randall entró a la cabina del avión y la solemne azafata cerró firmemente la puerta tras él.

Sólo se oía el estruendo de los motores de propulsión a chorro.

Randall ocupó su asiento. Estaba listo para volver a casa.

Habían pasado cinco meses y medio.

Otra Navidad en Oak City, Wisconsin; y sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que ésta no era igual a las otras.

Steven Randall estaba cómoda y tranquilamente sentado en el banco delantero de la Primera Iglesia Metodista, rodeado por los de su sangre y su pasado, aquellos que lo querían y a quienes él quería. Desde el rayado púlpito de encina que estaba arriba a su derecha, el reverendo Tom Carey estaba iniciando su sermón, basado en una viva visión de Jesucristo y Su calvario, tomada de las páginas del Nuevo Testamento Internacional; sermón que se repetía y se repetía en esta Navidad desde miles de púlpitos similares en templos de oración similares alrededor del globo. La oratoria de Tom Carey, al igual que su propia persona, había adquirido una nueva seguridad, una nueva convicción y una nueva fuerza que reflejaban el resurgimiento y el fortalecimiento de su fe a través del mensaje de esperanza que había encontrado en la existencia, el ministerio y las parábolas sociales y espirituales del Cristo Resurrecto.

Escuchando a medias el relato y el mensaje que para ahora se le habían vuelto tan conocidos (a él más que a ningún otro de los centenares de fieles que se apretujaban en la vieja iglesia de su padre), Randall miró hacia ambos lados del banco.

Estaba sentado en el asiento de madera de fresno, entre su madre, Sarah, cuyo rostro suave y regordete resplandecía de bienaventuranza, pendiente de cada expresión que brotaba del púlpito, y su padre, Nathan, cuyos rasgos de caballero anciano habían recobrado una parte de su antiguo vigor y cuyos ojos de azul claro seguían la cadencia de las palabras que pronunciaba su protegido desde el púlpito. Sólo el bastón apoyado a su lado y la densa lentitud de su habla reflejaban las huellas del ataque que había padecido. Junto a su padre, Randall vio a Clare, su hermana, y al lado de ella, con su prominente mandíbula echada hacia delante, a Ed Period Johnson. Moviéndose ligeramente sobre el banco, Randall examinó a los que estaban sentados más allá de su madre; primero Judy, con el largo cabello sedoso, dorado como el trigo, cubriéndole el rostro angelical, su vivaracha hija de ojos claros; y después el tío Herman, más gordo, pero menos vacuo que en otros tiempos.

Todos estaban atentos, absortos por completo en el sermón del reverendo Tom Carey, oyendo lo que todavía era nuevo para ellos: la señal, la maravilla de Cristo resucitado.

Pero Randall ya la había oído, había convivido con ella, la había creído, la había cuestionado, la había dudado, la había impugnado, y había sido derrotado por ella; y ahora su atención divagaba. Nadie de los allí presentes había sabido que él, el hijo pródigo, había sido parte de Resurrección Dos, y todavía no lo sabían. Randall había resuelto decírselo después del servicio religioso, primero a su padre y después a los demás. Les relataría cuál había sido el propósito de su viaje al extranjero y algo de lo que habla sucedido. Hasta dónde podría revelarles, no lo sabía. Su cerebro todavía no lo había decidido.

Randall miró por encima de las cabezas que ahora se hallaban inclinadas. Observó uno de los altos vitrales que había en la iglesia; contempló las sombras que proyectaban desde fuera las ramas de los árboles, carentes de hojas, pero todavía cargados con la fresca blancura de la nieve caída en la noche invernal de ayer. Buscaba un destello de su pasado, de los años inocentes, pero éstos se hallaban demasiado distantes, y todo cuanto podía distinguir claramente en su imaginación era su pasado más reciente, el inquieto, enojoso y agobiante pasado de los últimos cinco meses y medio.

Se hundió en el cenagal de la introspección, y aquel pasado cercano, aquel recuerdo tan atormentador, se hizo más real que el presente.

Volvió a vivir aquellas semanas transcurridas después de haber sido eliminado de Resurrección Dos y deportado de Francia.

De vuelta en Nueva York, a las oficinas de Randall y Asociados, Relaciones Públicas, a las presencias reconfortantes y eficientes de Wanda, su abnegada secretaria, Joe Hawkins, su activo ayudante, Thad Crawford, su habilidoso abogado, y todos los demás, su personal técnico, quienes dependían de la creatividad y las energías de Randall.

Había vuelto a la normalidad, a la rutina, donde el teléfono se convertía en el quinto miembro. Pero a Randall le faltaban las energías, porque no sentía interés, era indolente y carecía de un objetivo.

Quería huir, y durante tres de los cinco meses y medio, lo hizo. Thad Crawford tenía un lugar de veraneo en Vermont, una granja con un cuidador, ganado, un arroyuelo que serpenteaba por las cuatro hectáreas de terreno y una cómoda casa restaurada, de tiempos de la Guerra de Secesión, que se hallaba desocupada. Randall había ido allí a apaciguar el fantasma, el fantasma que era un collage de pesadilla, mezcla de Amsterdam, París, Ostia Antica, Wheeler, De Vroome, Lebrun y Santiago el Justo. Había llevado sus cintas grabadas, sus anotaciones, sus recuerdos recientes y una máquina de escribir portátil. Había tratado de vivir como un ermitaño y casi lo había logrado. El teléfono funcionaba, y había conservado una línea delgada y tenue con el mundo exterior, para las decisiones que le solicitaban sus subordinados de la oficina, para su hija Judy en San Francisco, para sus padres en Oak City. Pero, principalmente, había dedicado sus horas de vigilia al libro que estaba escribiendo, el anti-Buen Libro, como lo había denominado perversamente en su cerebro.

No lo pasó del todo bien en aquellas semanas. Estaba confuso, iracundo, y sentía compasión de sí mismo; pero, sobre todo, estaba confuso. Escribía y bebía, y trataba de sacarse el veneno que llevaba dentro. Llenó páginas y páginas, legajos de páginas, soltándolo todo, haciendo la denuncia total de Resurrección Dos, narrando su implicación en el proyecto, el desenlace con Lebrun en Roma, la traición del poderoso De Vroome, su propia expulsión de Francia; todo, excepto Ángela. Con ella no se metió.

Al hacerlo, a veces sentía que estaba escribiendo la mejor novela detectivesca de todos los tiempos. Otras veces estaba seguro de que nunca había habido una denuncia de la mendacidad religiosa, la perfidia y la traición como aquélla que sus sádicos dedos sacaban a teclazos de la máquina. Y otras más, estaba seguro de estar poniendo sobre el papel la más descarnada autobiografía de un cínico enfermo de paranoia.

Bebía y escribía, y el libro se acercaba a su desenlace flotando sobre un río de escocés.

Cuando hubo terminado, la catarsis había consumido hasta la última gota de hiel que había en él. Lo que quedaba era la cáscara hueca de su soledad y su permanente confusión.

Abandonó la casa de campo de Vermont cuando la llegada del otoño comenzó a secar la hierba y la tierra, y volvió a la ciudad de Nueva York con su manuscrito. Lo puso en la caja fuerte de su oficina, cuya combinación sólo conocían Wanda y él. No sabía si dejarlo como parte de una obra inédita que representaría su esfuerzo para exorcizar a las fuerzas satánicas que habían residido dentro de él, o si al final lo publicaría para contrarrestar al monstruo de Frankenstein que tenía a todo el país y a la mitad del mundo en sus garras.

Estaba seguro de que en la vasta historia de la literatura moderna nunca había habido un éxito tan completo como el del Nuevo Testamento Internacional. Dondequiera que uno mirara, se encontraba con el Libro de los Libros, que intentaba convertirlo a uno, y enredarlo, y tragárselo. Las estaciones de radio, las pantallas de televisión, día y noche, según parecía, estaban ocupadas en el testamento. A Randall le parecía que era poco lo que transmitían aparte de eso. Los periódicos y las revistas no dejaban pasar un día sin llenar páginas enteras con largos relatos o artículos ilustrados o anuncios. Si uno iba de compras, visitaba un bar, cenaba en un restaurante o concurría a un fiesta, oía hablar de ello.