Otra noche, también borracho, terriblemente borracho, sintiéndose sensible y añorante, había pensado en llamar a su última novia, la cogelona de Darlene… Darlene Nicholson… ¿dónde demonios estaba?… ¡ah, sí!, en Kansas City… y pedirle perdón y llevársela de nuevo a su cama. Randall no dudaba que ella abandonaría a su amigo, el chico ese de Roy Ingram, y que iría corriendo. Pero cuando se dispuso a tomar el teléfono recordó que la tonta de Darlene había querido casarse y que ésa había sido la causa de su ruptura en Amsterdam, y se olvidó del teléfono para agarrar la botella.
En su enfermiza búsqueda había incluso corrido el riesgo de perder a Wanda, la estupenda secretaria que había tenido durante tres años, al hacerle proposiciones una noche antes de salir de la oficina, sintiéndose en onda y al mismo tiempo por los suelos, y deseándola a ella, a alguien… esa noche a ella. Y ella, una estupenda, esbelta e independiente muchacha negra, que lo conocía tan bien y que no le temía, le había dicho: «Sí, jefe, estaba esperando que me lo pidiera.»
Y ella le había acompañado todas las noches… Ese magnífico cuerpo de ébano, sus largos brazos extendidos hacia él, la belleza agresiva de su torso incitándole, despertándole, aguijoneándole incansablemente… y noche tras noche, durante todo un mes, habían compartido el rito gozoso y milenario de la vida. Había sido suya no por un deseo de conservar el empleo, ni por adoración femenina que le tuviera, sino por una profunda, conmovedora comprensión humana de su necesidad y su estado, así que su amor había sido por compasión. Y al cabo de un mes él lo había notado, avergonzado, pero agradecido, y la había liberado de su intimidad, conservándola en su oficina como amiga y secretaria.
Por fin, la semana pasada, había llegado un sobre que. decía posta aerea y que traía un timbre sellado: ROMA. Dentro iba una delicada tarjeta de felicitación (Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo), y en el lado blanco de la tarjeta había una nota. Su mirada se dirigió a la firma. Decía simplemente: «Ángela.»
Ella había pensado en él con frecuencia, preguntándose qué era lo que estaría haciendo y rezando porque estuviera bien y en paz. Su padre estaba como antes, vivo y muerto, totalmente inconsciente de la maravilla que su pala había desenterrado. Su hermana estaba bien, y los niños también. En cuanto a sí misma, estaba ocupada, tan ocupada ahora que había salido la Biblia, respondiendo centenares de cartas que le llegaban a su padre, escribiendo artículos y concediendo entrevistas en nombre del profesor Monti. Sea como fuere, Wheeler la iba a llevar a Nueva York para presentarla en programas de televisión. Llegaría el día de Navidad por la mañana. Se hospedaría en «El Plaza». «Si crees que puede servir para algo, Steven, me gustaría verte. Ángela.»
Él no había sabido qué contestarle, así que no había contestado, ni siquiera para explicar que estaría fuera de Nueva York, que había prometido ver a sus padres durante la semana entre Navidad y Año Nuevo, y verse con su hija, que llegaría de California para encontrarse con él en Wisconsin, y que le era imposible verla en Nueva York, aunque quisiera… o se atreviera a hacerlo.
La nota de Ángela había sido la primera cosa tranquilizante que le ocurriera en cinco meses y medio. La segunda había sido su regreso a casa, a Oak City, la noche anterior, para reunirse con la familia alrededor del resplandeciente pino navideño y para beber el tradicional ponche de huevo ligeramente cargado con ron y para intercambiar y abrir los regalos alegremente envueltos y escuchar con Judy al grupo que cantaría villancicos navideños afuera, en la nieve, frente a la puerta de la casa.
Y el tercer momento tranquilizante había surgido allí, en el banco delantero de la Primera Iglesia Metodista.
De repente, Randall se dio cuenta de que estaba en el banco, que el sermón de Tom Carey había concluido y que aquellos que tenía a ambos lados, sus seres queridos, familiares y amigos, se estaban levantando de sus asientos.
Lo que vio en ese momento de iluminación fueron los ojos de todos, brillantes de esperanza… su madre, agradecida y feliz, y su padre, transportado y radiante, ambos más jóvenes que como los había visto últimamente, los dos emocionados por haber vivido hasta ver y oír la Palabra; y su hermana Clare, más resuelta y segura de lo que nunca la había visto, con renovada fe en su decisión de no arrastrarse hacia su amante y patrón casado y de buscar su propio camino hacia algo y alguien nuevo; su hija Judy, compuesta, pensativa y transformada por un discernimiento que le había procurado el sermón, una madurez que nunca antes había visto en ella.
Miró hacia atrás. Los ochocientos o más feligreses, en grupos de dos y de tres, iban saliendo del templo. En toda su vida no había visto seres humanos, sus semejantes, como aquellos, tan cálidos, tan amables, tan reconfortados y tan seguros de sí mismos y de los demás.
Este comienzo era el fin que justificaba los medios, según le había dicho Ángela la última vez que estuvieron juntos.
Los medios no importaban. El fin lo era todo.
Eso había dicho ella.
Y él había dicho que no.
Ahora, en este instante… porque era Navidad, porque él estaba en casa, porque había sido el momento más sereno de todos aquellos meses, atestiguando la visión del cielo sobre la Tierra reflejada en aquellos muchos cientos de ojos humanos… en este momento se podría sentir inclinado a decirle a Ángela que tal vez… tal vez el fin fuera lo único importante.
Nunca, nunca estaría seguro.
Se inclinó hacia delante y besó a su madre.
– Maravilloso, ¿verdad? -dijo él.
– Pensar que he vivido para ver esto, hijo -dijo ella-. Aunque nunca tengamos otro día como éste, tu padre o yo, es suficiente.
– Sí, mamá -repuso él-. Y feliz Navidad otra vez. Mira, regresa tú a la casa con Clare, el tío Herman, Ed Period y Judy. Tengo un auto arrendado ahí afuera, y yo llevaré a papá. Tomaremos el camino largo, como cuando yo era pequeño y él manejaba el coche viejo; ¿recuerdas? Pero no nos demoraremos, mamá. Llegaremos antes de que se enfríe la comida.
Se volvió a su padre, que estaba apoyado en su bastón, encorvó un brazo para pasárselo por el sobaco y darle más apoyo, y lo condujo hacia el pasillo alfombrado de rojo.
Su padre le sonrió.
– Debemos al Señor nuestros corazones, nuestras almas, nuestro confianza, por Su bondad al revelarse a nosotros en este día, y por reunimos a todos sanos de cuerpo y espíritu para recibir Su mensaje.
– Sí, papá -dijo Randall suavemente, aliviado al ver que su padre hablaba ahora casi con tanta claridad como antes del ataque.
– Bien. Ahora, hijo -dijo el reverendo Nathan Randall con una chispa de su antigua sinceridad-, creo que basta de iglesia por este día. Será un placer ir contigo en el auto hasta la casa, como en los viejos tiempos.
Fue como en los viejos tiempos, pero Randall intuyó que ahora era diferente.
El largo recorrido a casa fue por la carretera de tierra y grava, cubierta de nieve fresca, que bordeaba el lago que todos llamaban estanque, y que estaba a sólo diez o quince minutos más que el camino corto a través del distrito comercial de Oak City.
Randall conducía lentamente para saborear aquel nostálgico interludio.
Ambos se veían divertidos, pensó Randall; como dos grandes querubines disecados. En el vestíbulo de la iglesia, conscientes de que la temperatura había descendido y que el brillo del sol, semioculto, era engañoso, se habían arropado con sus abrigos y bufandas, y se habían puesto sus guantes de lana. Y ahora, en el auto arrendado (cuya calefacción no funcionaba, como era natural), estaban aislados del frío exterior y se sentían a gusto.
Como en tiempos pasados, su padre hablaba, con alguna que otra palabra farfullada por su achaque, pero con una energía reanimada, y Randall se sentía complacido con callar y escuchar.