Su primer impulso había sido tomarla en sus brazos, apretarla contra sí y hablarle con el corazón.
Pero su corazón estaba corroído por la desconfianza. Wheeler le había dicho que podría pasar sus diez minutos con alguien que pudiera influir en él. Ángela estaba allí para ejercer esa influencia.
No le dio la bienvenida.
– ¡Qué sorpresa! -dijo él.
– Hola, Steven. No tenemos mucho tiempo.
Ángela atravesó la oscura pieza. Como Randall seguía sin hacer esfuerzo alguno por saludarla, ella se dirigió a la silla que estaba frente a él y, quedando en suspenso, se sentó.
– ¿Quién te envió aquí? -preguntó él ásperamente-. ¿Wheeler y toda su mafia de Galilea?
Ángela apretó los dedos sobre su bolso de ante.
– Ya veo que nada ha cambiado, salvo que estás más amargado. No, Steven, yo vine aquí desde Amsterdam porque quise hacerlo. Supe lo que había sucedido. Anoche, después de que te detuvieron, Naomí me telefoneó para pedirme alguna información, y me lo explicó. Al parecer, el dominee De Vroome había llamado a los editores desde París. Todos iban a salir de inmediato para reunirse con De Vroome. Como Naomí se sumó al grupo, yo pregunté si también podría venir.
– ¿No estuviste en la sala de audiencias?
– No. No quise estar ahí. Yo no soy la Virgen María. No me gustan los gólgotas. Sospechaba lo que pasaría. Anoche, ya tarde, después de que el señor Wheeler terminó su entrevista con De Vroome, me fue a ver y me dijo todo lo que él y los demás editores habían escuchado decir a De Vroome. Luego, hace un rato, cuando el señor Wheeler estaba contigo, Naomí me puso al corriente de lo que había ocurrido durante la audiencia.
Randall se sentó.
– Entonces ya sabes que están tratando de crucificarme. No sólo Wheeler y sus cohortes, sino De Vroome también.
– Sí, Steven; como te dije, ya me temía que eso iba a suceder. Me lo dijo Naomí.
– ¿Sabes que Wheeler acaba de pedirle al hereje que se retracte para que quede libre para volver a Resurrección Dos?
– No me sorprende -dijo Ángela-. Te necesitan.
– Lo que necesitan es unanimidad. No quieren aguafiestas -Randall notó que Ángela estaba a disgusto, y quiso desafiarla-. Y tú, ¿qué quieres?
– Quiero que sepas que, decidas lo que decidas, mis sentimientos por ti no cambiarán.
– ¿Aunque continúe yo atacando el descubrimiento de tu padre? ¿Aunque logre desenmascararlo y destruirlo… y con él la reputación de tu padre?
El hermoso rostro italiano se puso tenso.
– Ya no se trata de la reputación de mi padre. Se trata de la vida o la muerte de la esperanza. Sé que hallaste a Robert Lebrun y que te pusiste de su lado, como De Vroome al principio. Eso no me hizo volverte las espaldas. Aquí estoy.
– ¿Por qué?
– Para hacerte saber que aunque tú no tengas fe (fe en lo que mi padre descubrió, en aquellos que lo apoyan, o siquiera en mí) todavía puedes hallar el buen camino.
– ¿El buen camino? -repitió Randall con enojo, alzando la voz-. ¿Quieres decir que como lo encontró el dominee De Vroome? ¿Quieres decir que te gustaría que yo me vendiera como De Vroome se vendió?
– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que De Vroome se vendió? -Ángela trataba de ser razonable-. ¿No crees que De Vroome es un hombre honesto y de buena fe?
– Tal vez lo sea -concedió Randall-, pero de todos modos obtuvo su recompensa… el Consejo Mundial de Iglesias. Claro que tú puedes decir que es honesto si te parece que un fin valioso, cualquiera que sea, justifica los medios, sin importar cuáles se utilicen.
– ¿No crees eso tú también, Steven? ¿No crees que el fin es lo que verdaderamente cuenta… si los medios empleados no perjudican a nadie?
– No -dijo él firmemente-, no si el fin es una mentira. Porque entonces lo que se logra perjudicará a todos.
– Steven, Steven -suplicó ella- no tienes evidencia alguna, ni la más remota prueba de que lo que dicen Santiago y Petronio acerca de Jesús son mentiras. Sólo tienes sospechas. Y tú eres el único.
Randall se estaba exasperando.
– Ángela, si yo no hubiera estado solo en Roma… si tú hubieras estado conmigo en esos últimos días… ahora estarías de mi parte. Si tú hubieras visto y oído a Lebrun, y hubieras presenciado lo que pasó después, se te habrían abierto los ojos y tu fe ya no sería ciega. Te habrías planteado preguntas difíciles, como lo hice yo, y habrías descubierto respuestas difíciles. ¿Cómo es posible que a Lebrun, un hombre que había sobrevivido a toda clase de brutalidades, que había llegado activo y vigoroso a los ochenta y tantos años de edad y que había vivido en Roma durante tanto tiempo, lo sorprendiera vagando un automovilista que huyera después de atropellado, y que el anciano muriera accidentalmente justo el día en que iba a recobrar, para entregármela después, su prueba de la falsificación? Ya me imagino cómo sucedió aquello. Wheeler y los editores, o De Vroome (ya puedo ponerlos juntos) me tenían vigilado. Así como De Vroome sabía que yo había visto a tu padre en el manicomio, también tenía manera de saber que yo intentaría hallar a Lebrun. Probablemente me estaban siguiendo. Estoy seguro de que supieron de mi encuentro con Lebrun en el Doney y en el «Excelsior». A Lebrun probablemente lo siguieron desde el «Excelsior» hasta su casa, y el día siguiente fue atropellado y eliminado sin piedad. Ángela, no vivimos en un mundo dulce, amable, de cuento de hadas cuando entran en juego intereses tan poderosos. La vida de un oscuro ex presidiario no vale nada cuando se trata de promover la gloria de Cristo, de salvar a la Iglesia, de reforzar la venta de millones de Biblias nuevas y de elevar a un nuevo conspirador al más alto sitial de la jerarquía protestante.
– Steven…
– No, espera. Déjame terminar. Hay otra cuestión… es decir, hay varias cuestiones más. ¿Quién sabía que yo había ido a Ostia Antica, quién sabía que yo había hallado el fragmento de papiro, y quién hizo que el Gobierno italiano avisara a la aduana de París que yo llevaba conmigo la prueba de la falsificación? Las respuestas son claras ahora. De Vroome sabía que Lebrun poseía ese fragmento. Después, por mi conducto, De Vroome se enteró de que yo lo tenía en mi poder. De Vroome fue a ver a Wheeler, Deichhardt, Fontaine y los demás e hizo su trato (o lo remachó) y se dispusieron a atraparme en Orly y a eliminar la prueba de la falsificación, eliminándome a mí de paso. Ésas son las cuestiones. No me digas que tampoco te inquietan, Ángela…
Durante algunos segundos, ella jugueteó nerviosamente con sus lentes.
– Steven, ¿cómo puedo hablarte? Hablamos dos idiomas distintos: el tuyo es el del escepticismo, y el mío el de la fe… por eso nuestras respuestas a la misma pregunta se traducen de manera diferente. ¿La muerte de Lebrun la víspera del día en que iba a ayudarte? ¿Acaso es tan insólito que un anciano de más de ochenta años, vagando por las transitadas calles de Roma, sea atropellado por un automóvil? Steven, yo soy romana. Eso sucede en nuestra ciudad todos los días. Allí hay un coche por cada cuatro habitantes, y los chóferes son los más salvajes y temerarios de toda Europa. ¿Que uno de ellos atropellara a un anciano? Es cosa común y corriente; un accidente normal, no un complot ni un asesinato. ¿De Vroome y Wheeler y el doctor Jeffries asesinos? Es absurdo imaginarlo. En cuanto a que a ti te hayan cogido en la aduana, el Gobierno italiano tiene muchos agentes y espías que vigilan los tesoros nacionales. Te vieron salir huyendo de Ostia Antica. Eso hubiera sido suficiente para poner sobre aviso a cualquiera. Pero suponiendo que hubieran sido los de Resurrección Dos quienes prepararon tu detención, ¿sería eso malo o ilógico? Ellos tenían que ver lo que habías descubierto, antes de que tú sacaras tus propias conclusiones e hicieras mal uso de ello. Tenían que confiscártelo y someterlo a pruebas, examinarlo. Si hubiera sido prueba de una falsificación, sin duda habrían cedido, se habrían dado por vencidos y habrían pospuesto o suspendido la publicación del Nuevo Testamento Internacional. Pero cuando la mismísima persona que tú habías elegido como experto les dijo que el documento era tan auténtico como los papiros que mi padre había ya descubierto, tenían que detenerte, que proceder en tu contra e impedir un escándalo inmerecido. ¿No lo comprendes, Steven? El lenguaje de la fe ofrece respuestas diferentes.