Plummer había estado escudriñando el interior, y ahora señalaba hacia el centro.
– Ahí está. En la fila delantera, al otro lado del púlpito.
Randall enfocó la mirada y detectó la solitaria figura de un clérigo vestido de negro, encorvado en una silla, con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza escondida entre las manos.
– Está meditando -susurró Plummer respetuosamente.
La lejana figura se movió. Irguió la cabeza y se volvió en dirección a ellos, pero la luz era demasiado tenue para que Randall estuviera seguro de que el reverendo los había visto.
Plummer asió a Randall de un brazo.
– Ya sabe que usted está aquí. Vamos a esperarlo en su oficina. Sólo tardará un momento.
Regresaron al vestíbulo de la casa del guardián y subieron una pequeña escalera. Arriba había dos letreros. El de la izquierda decía: WACHT KAMER. El de la derecha decía: SPREEK KAMER.
– La Sala de Espera y la Sala de Audiencias -dijo Plummer, conduciendo a Randall hacia la derecha-. La Sala de Audiencias es la que usa como su oficina. ¿Ve usted la luz roja sobre la puerta? Se enciende cuando el dominee no quiere que lo molesten.
La oficina asombró a Randall. A pesar de lo que Plummer le había dicho, él se esperaba un despacho apropiado para un príncipe de la Iglesia, internacionalmente conocido. La oficina del señor era modesta y acogedora. Había una sala con un sofá, una mesita para café y dos sillones. Había una chimenea, un escritorio sencillo, una silla de respaldo recto, una hilera de libros en unos anaqueles, un cuadro con varios escudos heráldicos y una modernista pintura al óleo de La Última Cena. Media docena de lámparas iluminaban la oficina.
Randall no quiso sentarse. La tensión nerviosa se había apoderado de él. Le preocupaba que Deichhardt, Wheeler y los otros editores pudieran considerar temeraria esta entrevista. El inspector Heldering, con toda certeza, no la habría permitido. Randall no tenía idea de qué tanto sabía su anfitrión acerca de Resurrección Dos. Era obvio que algo sabía a través de sus espías, pero ignoraba si De Vroome estaba al tanto del contenido del Nuevo Testamento Internacional o de los detalles del descubrimiento del profesor Monti. Además, tenía que prevenirse de la posibilidad de que el dominee intentara hacerlo caer en una trampa. Sintiéndose perturbado y arrepentido de haber venido a la guarida del enemigo, Randall se acercó inquietamente a la ventana que estaba cerca del escritorio. En ese instante, la puerta se abrió rechinando y Randall se volvió rápidamente.
El dominee Maertin de Vroome se encontraba parado junto a la puerta acariciando a dos gatitos siameses de color castaño.
La estatura y la edad aparente del reverendo asombraron a Randall. Era alto (medía por lo menos 1,90 metros) y bastante joven para su posición (seguramente no tendría más de cuarenta y cinco o cuarenta y ocho años). Vestía una larga sotana negra, sencilla y de corte recto. Su cabello era extraño; muy rubio, casi azafrán, grueso y largo. Sus facciones eran ascéticas y cadavéricas, con cejas altas y delineadas, ojos en forma de capucha y de un ingenuo color azul, mejillas hundidas, una boca que apenas denotaba los labios, y una quijada larga y delgada. A pesar de estar cubierto con una sotana, Randall supuso que su cuerpo era musculoso y delgado.
Desde el otro lado del despacho, Plummer balbuceó con zalamería:
– Dominee…. le presento al señor Steven Randall. Señor Randall… el dominee De Vroome.
Con toda informalidad, De Vroome dejó caer los gatos a la alfombra, dio unos pasos adelante, extendió el brazo, y rápida y brevemente estrechó la mano de Randall.
– Bienvenido a la Westerkerk -dijo. Su voz era baja, ronca y vibrante-. Es muy gentil de su parte que haya venido a esta hora. Trataré de no retenerle mucho tiempo. Ya había oído hablar acerca de usted, por supuesto, y pensé que una entrevista sería ventajosa para ambos. Yo sugeriría que se sentara usted en el sofá. Es el lugar más cómodo en toda la habitación y quizá lo ayude a vencer su resistencia.
«Un tipo interesante -pensó Randall, mientras se sentaba en el sofá-. Sereno, cortés, formidable.»
– ¿Qué le hace pensar que tengo alguna resistencia? -preguntó Randall.
El reverendo De Vroome no respondió. Le hizo una señal a Plummer, indicándole que podía permanecer en la oficina. El periodista se sentó nerviosamente en un sillón junto a la librería y pareció perderse entre los libros. De Vroome echó un vistazo a la cubierta de su escritorio, como para ver si había algún mensaje. Luego, satisfecho, se acercó a un sillón frente a Randall, se recogió la sotana y se sentó. En seguida se dirigió a Randall.
– Supongo que, siendo usted colaborador reciente en Resurrección Dos (sea cual fuere el significado de ese estúpido nombre clave, aunque ya me lo imagino), ha tenido ya referencias acerca de mi persona y de mi postura como enemigo de la ortodoxia religiosa que sus patronos representan. Por lo tanto, estando enterado de sólo una de las dos versiones y debido a su lealtad natural para con sus compañeros, usted pensará que soy el diablo encarnado. Está usted alerta. Está usted oponiendo una comprensible resistencia.
Randall no pudo evitar una sonrisa.
– ¿Acaso no lo estaría también usted, dominee? Mi negocio es el de guardar un secreto, y el suyo el de tratar de averiguarlo.
Los delgados labios de De Vroome esbozaron una indulgente sonrisa.
– Señor Randall, yo dispongo de otros medios para descubrir el objetivo de Resurrección Dos, así como el contenido exacto de la reciente traducción del Nuevo Testamento. Usted es mi invitado, y no tengo intención alguna de incomodarlo sondeando aquello que usted ha jurado encubrir.
– Gracias -dijo Randall-. Entonces, ¿puedo preguntarle qué cosa desea obtener de mí?
– Principalmente, su atención. El propósito lo sabrá pronto. Primero, es vital que usted sepa cuál es mi postura y cuál la de sus patronos y lacayos. Usted cree saberlo, cuando en realidad lo ignora.
– Trataré de ser receptivo -prometió Randall.
Los huesudos dedos de De Vroome revolotearon por el aire.
– Nadie puede ser totalmente receptivo. La mente de todo el mundo es una selva de prejuicios, tabúes, cuentos y mentiras. No pretendo que usted sea tan completamente receptivo como para aceptar todo lo que le voy a decir. Sólo le pido que su actitud mental no sea enteramente negativa hacia mí.
– No es negativa -dijo Randall, preguntándose qué le podría importar a De Vroome que lo fuera o no.
– Aquello en lo que yo creo, y en lo que millones de personas en todo el mundo creen y que, como yo, aprueban y exigen, es una nueva Iglesia, una que tenga significación y sea apropiada para la sociedad de hoy y sus necesidades. Esto requiere, de antemano, una nueva comprensión de las Escrituras, que deberán leerse a la luz de nuestros conocimientos científicos y de nuestro progreso. El doctor Rudolf Bultmann, el teólogo alemán, fue el primero en llamar a la lucha dentro de nuestra revolución pacífica. Para él, la búsqueda de un Jesús terrenal es una pérdida de tiempo. Para el doctor Bultmann, lo que importa es buscar la esencia, los significados profundos, las verdades de la fe de la Iglesia primitiva (la kerigma), desmitificando el Nuevo Testamento, desvistiendo, como dijo él, el mensaje evangélico de sus elementos no históricos. Para reunir al hombre moderno con la religión, debemos desprender del Nuevo Testamento el Nacimiento Virginal de Cristo, los milagros, la Resurrección, las promesas no científicas del cielo y las amenazas del infierno. Como herederos de todos los investigadores, de Galileo y Newton a Mendel y Darwin, no podemos reconocer, como ha señalado Alan Watts, «la herencia del Pecado Original de Adán, la Inmaculada Concepción de María, el Nacimiento Virginal de Jesús, la Expiación de los pecados a través de la Crucifixión, la Resurrección física de Jesús, la Ascensión a los Cielos, y la resurrección de nuestros cuerpos en la mañana del Juicio Final que nos sentenciará, tanto física como espiritualmente, a la felicidad o el castigo eternos». Para poder creer, lo que el hombre contemporáneo quiere y puede aceptar es el mensaje de un sabio o un maestro, que pudo haberse llamado Jesús; un mensaje que ayude al hombre a lidiar con la realidad de su existencia… o, como un teólogo de Oxford resumió el pensamiento del doctor Bultmann, dar a cada persona un mensaje «a través del cual pueda afrontar su condición de ser mortal y así comenzar a vivir auténticamente». En pocas palabras, para parafrasear algo que se ha dicho de Renán, tenemos que producir un ser que no esté poseído por la fe, sino que posea la fe. ¿Me explico, señor Randall?