Parecía un afligido peregrino que hubiera acudido a un sagrado santuario a la espera de un milagro, consciente de que probablemente éste no iba a producirse, y que acabara de verlo realizado.

– Eres todo lo que siempre he querido, Sharon -dijo ardorosamente-. No sé expresarte con palabras lo mucho que te quiero.

– Si me quieres, demuéstramelo. Házmelo comprender. Después de los demás, necesito de alguien que me aprecie. Quítate la ropa y tiéndete aquí a mi lado.

– ¿De veras lo quieres? -le preguntó él sin poder dar crédito a sus oídos.

– Me conoces lo bastante como para saber que siempre digo y hago lo que pienso, cuando me dan la oportunidad, claro.

Se desnudó sin quitarle los ojos de encima. Se encontraba desnudo a su lado sin atreverse todavía a tocarla.

– ¿Es que no vas a besarme? -le preguntó ella.

Se levantó tímidamente por encima de ella y la besó en los labios. Mientras la besaba, Sharon fue abriendo gradualmente los labios y le rozó la lengua con la suya. Se percató de la rápida aceleración de los latidos de su corazón. Entonces empezó a besarle las mejillas, las orejas y la barbilla y le murmuró:

– Ahora acaríciame los pechos y bésalos. Me gusta.

Mientras su cabeza descendía hacia su pecho, Sharon procuró recordar algunos de los consejos de Masters y Johnson. Los había leído con mucha atención. Pasó mentalmente las páginas.

El fracaso de los hombres se debía muy a menudo a la ansiedad, a una concentración en los resultados, a la necesidad de conseguirlo en lugar de perderse espontáneamente y participar de una forma natural en el acto.

Recordó haber leído que el fallo sexual podía deberse a "un desorden fruto de la ignorancia, de la privación emocional, de las presiones culturales y del total aislamiento de la sexualidad arrancada de su contexto natural".

Tales hombres "suelen mostrarse tan recelosos acerca de su actuación que, en el transcurso de la actividad sexual, se dedican a observarse mentalmente en lugar de dejarse arrastrar por sus naturales sentimientos sexuales".

Para evitar la eyaculación prematura, recordó, hay que comenzar por tocarse y acariciarse el uno al otro, iniciando el acto únicamente tras haber puesto en práctica la técnica de estrujamiento Masters-Johnson.

Con su cuerpo muy junto al suyo, Sharon se percató de que su deseo se estaba acrecentando. Para alcanzar la segunda fase a que hacía referencia la obra, tenía que asirle con fuerza.

– Espera, cariño -le murmuró-, ¿puedes soltarme la mano derecha, una sola mano? Ansioso de complacerla, dejó de besarla y acariciarla y, sin decir palabra, extendió la mano hacia el pilar y le soltó la muñeca derecha.

Sharon movió los dedos para que se le restableciera la circulación sanguínea.

Después le pidió que siguiera besándola y acariciándola. El la obedeció y su boca y sus manos regresaron a su cuerpo. A los pocos minutos se dispuso de nuevo a penetrarla pero ella le decepcionó una vez más.

– Espera -le repitió-, no lo intentes todavía. Acércate.

El se inclinó hacia adelante muy perplejo. Ella extendió la mano libre, le asió la punta del miembro y le aplicó la técnica Masters-Johnson. Lo consiguió a los cinco segundos y desapareció la erección.

– Muy bien, cariño -le dijo ella dulcemente-. Ahora descansemos juntos hasta que me desees de nuevo. Entonces repetiré lo que acabo de hacer.

Sin oponerse, él se dedicó de nuevo a besarla y acariciarla y, cuando estuvo dispuesto una vez más, ella se lo impidió, y repitió el proceso una tercera y una cuarta vez. A la quinta vez le dijo:

– Muy bien, cariño, vamos a probarlo.

Notó que se estremecía y empezó a guiarle, y cuando ya le tenía dentro cosa de un centímetro, advirtió que temblaba, lanzaba un grito y eyaculaba.

Cuando ya estuvo blando le siguió sosteniendo y estrujando suavemente.

– Ven aquí, tiéndete a mi lado.

El se tendió a su lado muy afligido.

– Lo siento -dijo.

– No lo sientas -le dijo ella cariñosamente-. Vas a conseguirlo. Esta vez lo has hecho mejor que antes, mucho mejor. Me has penetrado. Casi estabas dentro.

– Pero no he…

– Escúchame, cariño. Sé que podremos hacernos el amor porque lo deseamos mucho. Podremos conseguirlo. Lo probaremos una o dos veces más y nos haremos el amor tal como yo sé. Pero para hacerlo bien, tengo que estar libre, me refiero a las manos, no puedo estar atada.

Te seré sincera. Quiero que me desates para que podamos hacerlo como es debido.

– ¿Quieres decir que sigues deseando hacerlo de nuevo conmigo?

– No seas tonto. Te quiero. Hay millones de hombres que padecen de eyaculación prematura. Es el defecto más fácil de solucionar. Pero, para conseguirlo, hacen falta dos personas.

Cuando esté libre como tú, te prometo que dará resultado. Verás qué fácil es y entonces nos sentiremos los dos satisfechos.

– Hablaré con los demás. No hay motivo para que te tengamos atada. Les hubiera hablado de todos modos aunque no me lo hubieras dicho.

– No te arrepentirás -le dijo mirándole con sus grandes ojos verdes rebosantes de afecto y ternura-. Ahora que somos amigos, nos merecemos la oportunidad de amarnos el uno al otro libremente. Yo te quiero, puedes creerme.

Ahora dame un beso de buenos noches y vuelve mañana. No les cuentes a los demás lo que siento por ti. Se pondrían celosos y me lo harían pagar. Pero vuelve y quédate conmigo mucho rato.

Reseña de la edición de medianoche: No hay ninguna actriz actual capaz como Sharon Fields de producir la sensación de dar y desear amor. Si todo el mundo fuera una alcoba, ella sería su reina. Decididamente, un nuevo triunfo Fields.

En escena con el Malo. Le había animado a volver porque, de los cuatro, era el más difícil de manejar. Su anterior actuación con él había sido un acierto, pero ahora tenía que superarse. Había rechazado la píldora para dormir al objeto de estar bien despierta con vistas a su “tour de force”. Pasada la medianoche, el sujeto entró furtivamente vestido únicamente con sus calzoncillos.

– ¿Qué dices, nena? ¿Me estabas esperando?

Ella apartó la cabeza y se mordió el labio inferior. Ya había interpretado esta misma escena en uno de sus más grandes éxitos de taquilla (el que batió todos los récords del Radio City Music Hall), “La camelia blanca”, si bien con mucha menos eficacia que en estos momentos.

El Malo le tomó la cabeza entre las manos y la obligó a mirarle.

– Vamos, nena, ¿a qué viene esta vergüenza? ¿Lo quieres, no?

– Sí, estúpido, sí -le contestó ella bruscamente.

El sonrió y se quitó los calzoncillos.

Ella se lo quedó mirando como hipnotizada.

– ¿Te gusta, eh? -le preguntó él acercándose a la cama.

– Sí, así te parta un rayo. Tienes el mejor.

– Muy bien, nena, en estos momentos es todo para ti.

No perdió el tiempo y le desató primero una muñeca y después la otra. Las manos y los brazos de Sharon estaban como entumecidos. Ella se los frotó brevemente sin apartar los ojos hipnotizados del musculoso cuerpo desnudo del sujeto. El se quedó de pie junto a ella, sonriendo.

– Muy bien, cariño, vamos allá. ¿Crees que podrás soportarlo?

Santo cielo, era aborrecible. Sin embargo, la expresión de Sharon reflejó asombro y deseo. Decidió utilizar deliberadamente ambas manos.

Le atrajo lentamente hacia sí tirando juguetonamente hacia arriba y hacia abajo. Le tenía de rodillas encima suyo y decidió cerrar los ojos y respirar entrecortadamente.

– Cariño -le dijo casi como sin poder hablar-, házmelo. Excítame.

– Bueno, bueno -dijo él acomodándose entre sus acogedoras piernas-. Esta vez lo haremos a base de bien.

– Date prisa -le murmuró ella.

Al penetrarle, ella le abrazó, cerró las piernas a su alrededor y movió lentamente el tronco siguiendo el ritmo de la creciente velocidad e intensidad de su acometida. Siguió moviéndose convulsamente, puntuando los jadeantes gruñidos del sujeto con una serie interminable de palabras malsonantes.