Sólo quedaban las ventanas, pero las tablas que las cubrían habían sido clavadas con docenas de resistentes clavos que no podrían desclavarse. Acercando un ojo a una rendija de entre las tablas pudo distinguir vagamente un barrote metálico, lo cual significaba que las ventanas estaban doblemente protegidas por las tablas del interior y los barrotes metálicos del exterior.

Sí, estaba enjaulada, atrapada, con tan escasas posibilidades de escapar como un prisionero encerrado en su solitario confinamiento de San Quintín. ¿San Quintín? ¿Qué la habría inducido a pensar en aquella penitenciaría de alta seguridad de California? Lo recordó instantáneamente y el recuerdo se lo trajo a la memoria. En una de sus primeras películas había interpretado el papel de una joven esposa que en una de las escenas esperaba, a la entrada de la prisión, la puesta en libertad de su marido. Había sido un pequeño papel sin importancia y la escena se había rodado en la misma entrada de San Quintín.

Tras haberse rodado las cinco o seis tomas de la escena, ella, junto con el director y otros actores, habían sido invitados por el alcaide y los guardianes a almorzar dentro del recinto de San Quintín.

La atmósfera se le había antojado opresiva, y todo aquel ladrillo, cemento y acero le había parecido sobrecogedoramente inhumano, intuyendo el desamparo en que debían encontrarse los reclusos en aquella enorme jaula.

En el transcurso del almuerzo había manifestado sus pensamientos por decir algo, y había preguntado cuántos reclusos solían intentar escapar. Le dijeron que muchos intentaban evadirse pero que muy pocos lo conseguían. El alcaide y los guardianes le refirieron muchas historias de evasiones fallidas, y uno de ellos había recordado el más memorable de los intentos de evasión de toda la historia penitenciaria, un intento no de huir, sino de birlarle al Estado una víctima de ejecución. Jamás había olvidado aquella historia, y ahora había vuelto a pensar en ella tras finalizar el examen de su propia celda en un intento de descubrir en ella algo que pudiera serle de utilidad.

La historia era todo un compendio de decisión e inventiva humana. En los años treinta, no, había sido exactamente en el año 1930, un leñador polaco-americano ¿cómo se llamaba?… Kogut, William Kogut, había sido sentenciado a muerte por el asesinato de una mujer y había sido confinado en una de las celdas del pasillo de la muerte de San Quintín.

El juró que no permitiría jamás que el Estado le ejecutara. A medida que se aproximaba la fecha de la ejecución, Kogut se inventó un inteligente medio no de huir de su celda sino de la sentencia.

A pesar de sus escasos y casi ridículos recursos, Kogut decidió fabricar una bomba. Decidió fabricar una bomba utilizando una baraja. Al recordar la historia, Sharon comprendió que era sumamente importante no pasar por alto ni una sola de las fases del incidente.

Primera fase: Sabía que las zonas rojas de los naipes de rombos y corazones estaban integrados por celulosa y nitrato, ingredientes altamente explosivos.

Rascó cuidadosamente la superficie roja de todos los rombos y corazones.

Segunda fase: Había arrancado una pata de su jergón, recogió todas las virutas, las metió en la pila del lavabo y con el mango de una escoba las introdujo en la tubería metálica de desagüe, dejando el mango metido al objeto de que no penetrara aire en la tubería.

Tercera fase: Utilizando la lámpara de petróleo de la celda, mantuvo la bomba de fabricación casera sobre la llama durante toda la noche, al tiempo que en la tubería se formaba vapor y gas.

Cuarta fase: al rayar el alba, la bomba improvisada hizo explosión con un tremendo fragor, haciendo saltar en pedazos la celda y a Kogut con ella. Salió triunfante en contra de todas las previsiones y consiguió escapar.

Pensó un buen rato en repetir la hazaña de Kogut.

El Soñador le traería una baraja si ella se la solicitaba con el pretexto de hacer solitarios.

Podría rascar el color rojo utilizando las uñas. Pero ¿y después qué? Vaciló al pensar en la siguiente fase. En la habitación no había nada que se pareciera a una tubería metálica. Tampoco había lámpara de petróleo ni una vela que pudiera arder varias horas. Pero aunque poseyera todo lo necesario para fabricar una bomba, comprendía que no le sería posible llevar a la práctica aquel proyecto.

No estaba segura de que diera resultado y, caso de no darlo, la descubrirían y la castigarían de nuevo, lo cual le resultaría insoportable. Por otra parte, aunque diera resultado, no sabía cuál sería el alcance de la explosión y temía ser destruida junto con el cuarto.

Aunque sobreviviera e intentara escapar a través de alguna brecha en la pared, habría… todo aquello era ridículo y se debía a la frecuente dramatización a que la inducía su mentalidad teatral.

Tonterías. Estupideces. Estaba prisionera, encarcelada, enjaulada. No había posibilidad de huida. Estaba reducida a la impotencia. Era necesario que dejara de pensar como una actriz y que se dedicara, en su lugar, a interpretar un papel. Tenía que concentrarse en la interpretación del papel de Sharon Fields y nada más. Aquélla era su única posibilidad, si no de huida, por lo menos de supervivencia.

El aborrecimiento que le inspiraban a causa de lo que le estaban haciendo le subió de nuevo a la garganta y se la llenó de amarga y verdosa bilis. Durante todo el día se sintió inflamada por el odio que la poseía como un demonio.

Al caer la noche fue presa del terror -un terror parecido al que experimentan los actores antes de salir a escena-y pensó que no estaría en condiciones de seguir interpretando con éxito su papel, habida cuenta del veneno que se albergaba en su interior.

Sin embargo, cuando llegó el momento de actuar, desechó (como siempre) sus temores, se identificó de nuevo con su papel y la consumada actriz que era Sharon Fields volvió a dominar fríamente la situación desde el principio hasta el final.

Sentada en la cama, ahora que eran las once y cuarto de la noche, peinándose distraídamente la larga y rubia melena mientras aguardaba la aparición en escena del último de sus cuatro apresadores, evocó los detalles de las tres actuaciones anteriores y pensó en el partido que les había sacado. El partido había sido sensacional.

A un observador exterior, lo que había logrado y aprendido hubiera podido antojársele un simple accidente. Pero ella sabía que se trataba de algo más. Toda la información que había obtenido no se había debido al simple azar sino a su habilidad y talento.

Se había entregado a sus apresadores sin reservas y había conseguido desarmarles por completo. Habían creído en ella, habían olvidado la verdadera naturaleza de las relaciones que les unían a ella y se habían ablandado lo suficiente como para bajar la guardia de vez en cuando. Y ella había estado alerta y vigilante, dispuesta a abalanzarse sobre todos los bocados.

En lugar de recibir de cada uno de ellos un simple bocado, había logrado beneficiarse de un insólito e inesperado festín.

¿Por casualidad? No, ni hablar, eso sólo hubieran podido pensarlo quienes no la conocían. Se consideraba acreedora a los aplausos. Al igual que en todas las ocasiones anteriores, ella había sido la directora de escena de todas sus actuaciones.

El éxito había empezado a producirse a primeras horas de la noche con el Vendedor. Se había lavado y secado la blusa y las bragas de seda y había eliminado las arrugas de la falda manteniéndolas sobre el vapor de la bañera, y, al entrar el individuo en el jardín de los placeres, la encontró pulcramente vestida y rebosante de hechizo.

La variedad sería el ingrediente, la variedad sería el menú que le serviría esta noche y, a pesar de la repugnancia que ello le inspiraba, decidió apartar firmemente de sus pensamientos cualquier idea de inhibición.

No había tiempo que perder. Se arrojó inmediatamente en sus brazos, le besó y le permitió que la acariciara. En cuanto se cerró la puerta, decidió esforzarse al máximo.