La profesión le sentaba perfectamente bien. El extrovertido, el fanfarrón, el charlatán acostumbrado a vender tenía que ser un vendedor de seguros.

"Muy bien, me alegro de conocerle, señor Howard Yost, grandísimo hijo de puta".

Se encontraba de nuevo sentado a su lado con el papel encima del libro que mantenía apoyado sobre sus rodillas, dispuesto a escribir.

– Muy bien, Sharon, dime lo que quieres que te compre.

A Sharon ya se le había ocurrido una idea. La había ensayado y estaba dispuesta a ponerla en práctica.

– Primero mis medidas. ¿Quieres anotarlas?

– Muy bien.

Ella bajó la voz y le dijo guturalmente:

– Bueno, las medidas básicas son, bueno, noventa y cinco D, sesenta, noventa y tres.

El la miró como para cerciorarse:

– ¿Eso significa?

– Significa una talla de sujetador noventa y cinco D, sesenta centímetros de cintura y noventa y tres de cadera.

– Menuda chica -dijo él emitiendo un silbido.

– Si tú lo dices.

Con la mano libre le empezó a acariciar el muslo pero ella se lo impidió.

– No seas malo. Ahórralo para cuando me haya vestido para gustarte.

– Muy bien -dijo él asintiendo-. Te digo que ya me estoy muriendo de impaciencia. -Volvió a apoyar el bolígrafo sobre el papel-. Sigamos.

– Dale mis medidas a la dependienta y ella sabrá las tallas que me corresponden -le dijo ella aparentando indiferencia-. Ahora te diré lo que necesito, suponiendo que puedas encontrarlo. Mmmm… vamos a ver. Algunas horquillas para el cabello.

Cualquier dependienta sabrá lo que quiero. En la sección de perfumería, bueno, un lápiz de cejas, maquillaje y polvos baratos, barra de labios. Rojo fuerte. Me refiero al carmín. Y polvos traslúcidos.

– Espera -le dijo él esforzándose por anotarlo todo-. Muy bien, sigue.

– Laca para uñas. Roja también carmín. Un perfume almizcleño, una cosa que resulte excitante.

– ¿Alguna marca en especial?

– Bueno, yo uso Cabochard de Madame Grés. Te lo voy a deletrear. -Se lo deletreó lentamente mientras él lo anotaba-. Pídelo, pero no lo tienen en todos los establecimientos.

Si no lo tienen, tal vez puedan encargarlo. De lo contrario, me conformaré con cualquier otra cosa que tú consideres excitante. Ahora, un poco de ropa para cambiarme. Tendrás que buscar una tienda de artículos para señora.

– No te preocupes. Déjalo de mi cuenta.

– Lo haré. En seguida adiviné que sabías desenvolverte. Bueno, nada más que unas cositas. Vamos a ver. Me gustaría un jersey de cachemira o cualquier otra clase de lana suave que no rasque.

Rosa o quizás azul pálido. Una o dos faldas. Ligeras. Y cortas. No me gustan las faldas largas. Algo que haga juego con el jersey, azul tal vez. Confío en tu gusto.

Ahora ropa interior, no suelo usar pero me gustaría que me trajeras algunas cosillas. Vamos a ver -Se humedeció los labios con la lengua-. Un sujetador de encaje.

– ¿Para qué necesitas el sujetador? -le preguntó él mirándola.

– Para que tú puedas quitármelo, cielo -le contestó ella sonriendo.

– Ah, buena idea -dijo él concentrándose de nuevo en la lista-. ¿Qué más?

– Dos pares de fajitas, no, espera, son demasiado engorrosas. Pongamos dos pares de bragas, cuanto más pequeñas mejor. Ya me conoces. Del color que sea.

Una bata vaporosa, de color de rosa si la encuentras.

– La encontraré.

– Y anota también un par de zapatillas muy suaves. Este pavimento es muy húmedo de noche. Bueno, me parece que ya está todo.

A menos que no quieras comprarme una cosa que me sienta muy bien.

– ¿De qué se trata?

– De un minibikini. Me encanta descansar en bikini.

– Ten cuidado. Me estás volviendo a excitar.

– Pues espera a ver cómo te excitas cuando me veas con ese bikini puesto. Bueno, si quieres ser muy generoso, hay tres cositas que echo muchísimo de menos. Me muero por tenerlas.

– Dímelas y las tendrás.

Rezó para que no se le viera el plumero y decidió correr el riesgo.

– Bueno, me gustaría ver el ejemplar de esta semana del “Variety”, si es que lo encuentras en el kiosko. Quiero saber qué tal ha ido el estreno de mi película.

– Cuenta con ello.

– Y otros dos lujos. Me gustaría poder fumarme un cigarrillo de vez en cuando. Muy suave. Mi marca preferida es de importación sueca. Se llama Largos. Si me encuentras una cajetilla, muy bien.

Si no, no te preocupes. Finalmente, pastillas de menta inglesas para el aliento. Altoid.

– ¿Al qué? ¿Cómo se escribe?

Ella le deletreó el nombre de la marca.

– ¿Algo más? -le preguntó él mirándola.

– Sólo tú -le dijo ella con una provocadora sonrisa.

– Pues aquí me tienes -dijo él guardándose el papel y el bolígrafo en el bolsillo-. Lo demás lo tendrás cuando regrese mañana de hacer las compras.

– ¿Seguro que no te importa?

– Cariño -le dijo él rodeándola con un brazo-, haría cualquier cosa por ti. -Se levantó-. Esta noche has estado fantástica.

– Soy lo que tú haces de mí. Espero que mañana pueda darte algo más. Y espera a verme mañana por la noche cuando esté arreglada.

– No te preocupes. Me gustas como estás.

Cuando se hubo marchado, Sharon se preguntó si habría merecido la pena. Su situación era tan desesperada que le parecía que ya nada merecía la pena.

Sin embargo, mañana a aquella misma hora, y por primera vez desde su desaparición y cautiverio, habría conseguido comunicarse con el mundo exterior.

La posibilidad de que la lista de compras llamara la atención de alguien era tan remota que hasta se le antojaba ridícula. Sin embargo, disponía de muy pocas alternativas, y aquello que decidiera hacer tenía que resultar muy confuso para sus apresadores, tan confuso que apenas resultaría visible en el mundo exterior.

Sin embargo, había conseguido emitir una señal desde un planeta desconocido en un intento de decirle a alguien de algún lugar del universo que había vida en otro planeta. Mañana habría comunicado tres marcas de importación escasamente conocidas que eran las que habitualmente utilizaba.

Perfume Cabochard. Cigarrillos Largos. Pastillas de menta Altoid. Y después el semanario “Variety”.

Reunidas por alguien que la conociera, las cuatro cosas equivaldrían a Sharon Fields. Y también habría lanzado un quinto SOS. Una marca en cierto sentido indisolublemente unida a su fama. 95-60-93.

Había muchísimas otras mujeres con aquellas mismas medidas, estaba segura, pero sólo había una joven actriz mundialmente famosa, cuyo nombre era sinónimo de estas cifras.

Para sus incondicionales adoradores, los números 95-60-93 eran el carnet de identidad de Sharon Fields. Pero decidió poner bruscamente freno al vuelo de su fantasía.

¿Qué más daría todo aquello si ni una sola persona de entre un millón lograba interpretar sus tristes intentos de comunicación? ¿Qué más daría, teniendo en cuenta que nadie sabía que se encontraba en dificultades y necesitaba ayuda? ¿Qué más daría? Pisó desesperada otro freno, esta vez el de su creciente depresión.

Tenía que hacer todo lo que pudiera. Algo era mejor que nada. En el transcurso del primer encuentro de la velada había conseguido hacer un buen progreso.

Se encontraba en las cercanías de una ciudad. Era una ciudad en la que había un centro comercial. Uno de sus apresadores era probablemente un agente de seguros llamado probablemente Howard Yost.

Y ella comunicaría varias de sus necesidades a distintas personas del mundo civilizado. No es que fuera mucho. Pero era algo más que nada.

Gracias, Howard Yost.

Su siguiente visita fue la del Tiquismiquis, quince minutos más tarde. Apartó a un lado sus meditaciones para concentrarse una vez más en su papel. Entró con un ramillete de flores color púrpura.

– Para ti -le dijo tímidamente-. Las he cogido para ti esta mañana.

– Oh, qué atento eres -le dijo ella aceptándolo como si se tratara de un edelweis duramente ganado-. Qué bonitas son, qué preciosas. -Se inclinó hacia adelante y le rozó los labios con un beso-.