– Me muero -dijo jadeando.

Levantó las piernas y se agarró a ella presa de espasmódicas contracciones. Había terminado. Lo había conseguido.

Sharon celebró en su fuero interno el éxito de su técnica y de su actuación cuidadosamente controlada. A partir de ahora le tendría en el bolsillo.

Más tarde, mientras ella se estaba poniendo el camisón y él se vestía, volvió a alabarle sin exagerar. No quería que se le viera el plumero. Sería una imprudencia correr el riesgo de que la considerara una hipócrita. Prefirió hablarle del futuro.

– Ha sido una maravilla sentirme tan unida a ti -le estaba diciendo-. Ningún ser humano podría sentirse más unido. A partir de ahora, ya no habrá dificultades, cariño.

Basta con romper la barrera psicológica. A partir de ahora podremos hacernos el amor, siempre que nos apetezca.

Al sentarse él en una silla para ponerse los zapatos, ella se acurrucó a sus pies.

Comprendió que se sentía estúpidamente satisfecho de sí mismo y hasta incluso un poco aturdido. Sin embargo, era consciente de la colaboración que ella le había prestado y se mostraba agradecido.

– No creo que hubiera muchas mujeres con tanta paciencia como tú -le dijo.

Ella se echó la larga melena rubia hacia atrás.

– Es porque te quería -le dijo sonriendo-. Y ahora ya te tengo.

– No tienes idea de lo que significa -empezó a decirle él con veneración-que todo haya salido tal como tantos años llevo soñando.

Le fastidiaba tener que soltar otra idiotez, pero no tenía más remedio.

– A veces los sueños se convierten en realidad -dijo con voz ronca, orgullosa de saber interpretar su papel.

– Yo así lo creía -reconoció él-. Ojalá pudiera hacer algo más por ti.

Es más, mañana saldré con How… con uno de los demás para hacer algunas compras. ¿Necesitas algo? Me encantaría comprarte alguna cosa.

Estuvo tentada de intentar averiguar algo más acerca del lugar al que se dirigirían.

Se preguntó hasta qué extremo podría llegar sin que él recelara y se encerrara en sí mismo. Decidió probarlo cautelosamente.

– Eres muy amable -le dijo-, pero no se me ocurre nada en concreto.

Sin saber qué tipo de tiendas habrá, es difícil.

– En realidad, no conozco muy bien esta zona -le dijo él-y no sabría decirte.

Hay una farmacia y uno o dos supermercados.

Una farmacia. Uno o dos supermercados. Indudablemente una ciudad pequeña a cierta distancia de Los Angeles, con alguna colina o montañas cercanas.

– Gracias, cariño -dijo ella poniéndose en pie-, pero no te preocupes por los regalos. Encárgate de tus compras. Mañana por la noche te estaré esperando.

– Sí, será mejor que duermas un poco -dijo él levantándose.

– Te quiero -le dijo ella abrazándole.

– Y yo a ti más -le dijo él devolviéndole el beso.

Esperó a que se fuera y, una vez sola, corrió hacia los dos montones de libros y revistas y tomó la revista trimestral que contenía su narración y que él le había traído como regalo.

La abrió por la página del índice. Su dedo recorrió la lista de autores. Ninguno de ellos le era conocido.

Súbitamente su dedo se detuvo en un agujero cortado en el papel.

Habían eliminado cuidadosamente un nombre.

El título de la narración corta era "Dormir, tal vez soñar", página 38.

Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a la 38. Bajo el número de la página había una señal en tinta y dos palabras garabateadas en tinta: "Mi narración".

El título aparecía escrito en una especie de caligrafía inglesa y debajo, con la misma caligrafía, figuraban las palabras "Ensoñación imaginaria" y después un "por" y después un agujero en el lugar donde debiera haber estado el nombre.

Maldita sea. Había abrigado la esperanza de añadir un tercer ejemplar a su colección, pero, de momento, las tres primeras anotaciones de su lista de Fugitivos Más Buscados tendrían que ser Howard Yost, Leo Brunner y el Soñador.

El Soñador no le había resultado muy útil. Su avance se había detenido momentáneamente.

Sin embargo, algo sí había conseguido. Esta noche le había convertido en un hombre. Y, a cambio de eso, no le cabía duda de que un hombre experimentaría la necesidad de recompensar a una mujer. Tendría que esperar un poco. Miró hacia la puerta.

Bueno, ya había trabajado a tres y faltaba uno. Faltaba uno, y habría terminado. Pero de este uno no esperaba recibir mucha información. Era demasiado precavido, demasiado astuto y cauteloso en relación con sus asuntos personales.

Probablemente no sacaría nada en claro. Aunque nunca se sabe, se dijo a sí misma tal como solía hacer en su época de ascenso.

Era pasada la medianoche y estaba agotada. Yacía en la cama, en la habitación a oscuras, al lado de la forma dormida del Malo.

Estaba deseando que el velloso y repulsivo animal se levantara y saliera de la habitación dejándola sola.

La fornicación le había dejado satisfecho, de eso estaba bien segura. Se habían hecho incesantemente el amor por espacio de tres cuartos de hora y, gracias a su nueva libertad de movimientos y la posibilidad de utilizar las manos, había conseguido mostrarse más sexualmente agresiva y corresponderle también con mayor vehemencia.

El se enorgullecía sobre todo de su actuación y ella había procurado halagarle constantemente maldiciéndole, arañándole, suplicándole más y, finalmente, fingiendo experimentar el orgasmo al mismo tiempo que él, simulando un sísmico y rugiente orgasmo, para sumirse después en una semi-inconsciencia.

Había sido una actuación que hasta las más grandes actrices -la Duse, la Bernhardt, la Modjeska-le habrían aplaudido.

El se quedó tan agotado que no estuvo en condiciones de levantarse inmediatamente de la cama, tal como tenía por costumbre, para irse a dormir a su cuarto.

Se desplomó exhausto a su lado. Se pasó diez minutos esperando que se recuperara y se largara. Le miró en la oscuridad tratando de adivinar si estaría despierto o dormido.

Estaba parcialmente despierto, con la cabeza hundida en la almohada y los párpados semicerrados, mirándola a través de unas estrechas rendijas. Procuró sonreírle para disimular la repugnancia que le inspiraba, aquel vil degenerado.

– ¿Te he hecho feliz? -le preguntó él con voz pastosa y soñolienta.

– Mucho.

– Te has vuelto loca.

– Me averguenzo de la forma en que me has hecho comportar.

– Dime una cosa ¿te excita tanto alguno de estos necios?

– Pues claro que no. No soy fácil. Y ellos no son muy buenos. Tú eres el único que sabe excitarme. No quiero que se te suban los humos a la cabeza, pero eres un amante maravilloso.

– Gracias, nena -le dijo él bostezando-. Tú tampoco estás nada mal. Santo cielo, estoy agotado. -Volvió a bostezar-. Bueno, yo soy hombre de palabra.

Te dije que si te portabas bien, te concedería más libertad y les he convencido.

– Te lo agradezco mucho.

Le repugnaba tener que arrastrarse y reprimir su ardiente enojo. Observó que al tipo se le cerraban los párpados.

– ¿Estás dormido? -le susurró.

– ¿Cómo? no, descansando un poco antes de levantarme.

– Descansa todo lo que te apetezca.

– Sí.

Pensó en la conveniencia de intentar averiguar algo acerca de su persona. Si es que iba a hacerlo, no habría mejor ocasión.

– Cariño -le dijo-, ¿puedo preguntarte una cosita?

– ¿Qué?

– ¿Cuánto tiempo vais a tenerme aquí?

– ¿Y qué más te da? -le dijo él parpadeando-. Creía que te gustaba.

– Y me gusta. No se trata de ti y de mí. Tengo una carrera, compromisos. Pensaba que podrías darme una idea de…

– No sé -la interrumpió él con los ojos cerrados-. De nada te servirá preguntarlo. Cuando lo sepamos, lo sabrás.

– Muy bien. No hay prisa. Sólo quería decirte que, cuando volvamos a Los Angeles…

– ¿Y quién te ha dicho que no estamos en Los Angeles? -le preguntó él escudriñándola.