– Bueno, donde quiera que estemos, quería decir que, cuando me soltarais, bueno, no quisiera que fuera el final. Podríamos seguir viéndonos. Me encantaría.

– No será fácil, hermana -le dijo él con un gruñido-.-No hay cuidado. Me fiaría de ti tan poco como de cualquier otra mujer en las mismas circunstancias. No, cuando hayamos terminado, nos largaremos y sanseacabó. -Sonrió sin abrir los ojos-. Pero no te preocupes. Te daré suficiente amor como para que puedas vivir diez años. Entonces, si tienes suerte, tal vez se celebre una nueva reunión del Club de los Admiradores y volvamos a llevarte con nosotros.

Se levantó con un gruñido y se volvió de lado dándole la musculosa espalda. Se estremeció y le miró la nuca con un odio que jamás había conocido. Tendría que recordar una cosa, se dijo a sí misma. Nada de bromas con este tipo.

No debía subestimarle ni arriesgarse a dirigirle más preguntas.

Es un hijo de puta muy astuto con una acusada tendencia al sadismo. Es imprevisible y capaz de revolverse contra quien sea en el momento menos pensado.

Por mucho que intentara ablandarle, complacerle y ganarle, jamás lograría utilizarle.

El Malo se encontraba más allá del alcance de sus maquinaciones. Tendría que contar con las debilidades más previsibles de Yost, Brunner y el Soñador.

Yacía tendida, pensando que ojalá no se durmiera y se largara, para poder librarse de la tensión de su presencia. Escuchó un sonido crujiente, contempló su forma inmóvil y comprendió que estaba roncando. Estaba profundamente dormido, el muy cochino. Bueno, que se vaya al infierno, pensó.

Ella también necesitaba dormir. Buscó el Nembutal en la mesilla de noche, lo encontró y vio que no había agua.

Se deslizó fuera de la cama muy despacio para no molestarle, recogió el camisón y se dirigió de puntillas al cuarto de baño.

Una vez dentro, cerró la puerta, encendió la luz, se introdujo la píldora en la boca y la ingirió con un sorbo de agua. Después se lavó rápidamente y, levantándose el camisón, se miró al espejo.

Estaba horrible. Con el cabello enredado y enmarañado, los ojos hinchados y el rostro pálido y escasamente atractivo a causa de la falta de sol y maquillaje.

Tendría que soportar su miserable presencia y conformarse hasta que regresara a la civilización, si es que regresaba alguna vez a la civilización.

Fue a apagar la luz para regresar a la cama y, al acercar la mano al interruptor, su mirada se posó en la puerta cerrada del cuarto de baño y, por primera vez, se percató de que colgaba del gancho una prenda que no le pertenecía.

Sus pantalones. Los pantalones de tela gruesa del Malo colgados por el cinturón.

Y los bolsillos no estaban planos. Se quedó de una pieza y notó que la sangre le afluía a las sienes.

¿Se atrevería? Se encontraba encerrada y la puerta la aislaba de aquel animal que dormía en su cama.

Estaba sola pero no estaba a salvo porque, aunque habían dejado la manija en su sitio, ésta no podía cerrarse por dentro.

Si corría el riesgo de registrarle los bolsillos y él despertaba de repente, la buscaba, entraba sin previo aviso y la encontraba examinando sus efectos personales, sería espantoso.

La golpearía hasta matarla. O cosa peor. Por otra parte, tal vez jamás volviera a presentársele una ocasión parecida. Hasta aquellos momentos, el tipo no había sido vulnerable.

Si tenía algún talón de Aquiles, tal vez pudiera descubrirlo en aquellos pantalones que colgaban del gancho del cuarto de baño.

No tenía idea de lo que andaba buscando ni de lo que podría encontrar.

¿Merecería la pena correr aquel espantoso riesgo? La sangre seguía afluyendo a su cabeza y la aturdía. Se había pasado la vida corriendo riesgos, lo cual le había parecido un precio justo a cambio de la libertad.

Tal vez fuera éste una vez más el precio de la libertad. Decidió lanzarse. Con una mano sostuvo la hebilla del cinturón para evitar que golpeara contra la puerta e introdujo rápidamente la otra en uno de los bolsillos laterales sin encontrar nada.

Pasó la mano por detrás buscó el otro bolsillo lateral y encontró algo, dos cosas.

Las sacó. Una cajetilla de cigarrillos medio vacía. Un encendedor plateado sin iniciales sobre su desgastada superficie. Introdujo de nuevo ambas cosas en el bolsillo.

Había dejado los bolsillos de los costados para el final.

El izquierdo. Un sucio y arrugado pañuelo y nada más.

Decepcionada, lo volvió a dejar en el bolsillo. El último que quedaba. El del costado derecho.

Utilizando ambas manos tomó una pernera.

El bolsillo estaba lleno. Introdujo la mano, la cerró alrededor de un objeto de cuero cuadrado y sacó una estropeada cartera marrón. La abrió con manos temblorosas.

Inmediatamente, a través de una hoja de plástico transparente, una fotografía del Malo tamaño sello de correos.

Examinó la tarjeta y leyó: Carnet de conducir de California Kyle T. Shively 10451-Calle Tercera Santa Mónica, Cal. 90403. No perdió el tiempo leyendo el resto del carnet.

Pasó apresuradamente las dos hojas de celuloide. Una de ellas contenía la tarjeta azul y blanca de la Seguridad Social y la otra una tarjeta de crédito Master Charge.

Sus dedos examinaron el contenido de la cartera.

Había dos billetes de un dólar y un billete de diez dólares y, en un rincón, un trozo de papel doblado.

Sacó el trozo de papel y lo desdobló. Tras dejar la cartera en la pila del lavabo, su temblorosa mano alisó un amarillento y arrugado recorte de periódico a dos columnas, del “Lubbock Avalanche-Journal” de Lubbock, Tejas.

Databa de varios años. Allí estaba él otra vez, alto, delgado, feo, tan bien afeitado como en la fotografía del carnet de conducir, con un uniforme del ejército y saludando a la cámara mientras él y un sonriente oficial que le acompañaba descendían las escaleras de lo que parecía una especie de edificio oficial.

Sus ojos leyeron rápidamente el pie: “Rechazadas las acusaciones de asesinato en el Vietnam contra un soldado de infantería de nuestra ciudad”.

– El cabo Kyle T. Scoggins abandonando el tribunal militar de Fort Hood en compañía de su abogado, el capitán Clay Fowler. Las acusaciones de homicidio no premeditado en el transcurso de las matanzas de My Lai 4 fueron rechazadas en el consejo de guerra por "falta de pruebas".

Hubiera deseado leer el reportaje a dos columnas que venía a continuación pero no se atrevía por temor a tardar demasiado.

Se limitó a abrir mucho los ojos y echar un vistazo a la primera columna y después a la segunda.

Al terminar, había logrado hacerse una idea del relato y el corazón empezó a latirle con fuerza.

Scoggins o Shively había sido uno de los cien soldados de infantería norteamericanos transportados en helicóptero a la provincia de Quang Ngai, al nordeste de Vietnam del Sur, con el fin de atacar al 48 batallón Viet Kong, -que, al parecer, se ocultaba en la pequeña aldea de My Lai. En lugar de al enemigo, los norteamericanos sólo habían encontrado población civil vietnamita -mujeres preparando el desayuno, niños jugando entre el barro y las chozas de paja y viejos dormitando al sol-y los norteamericanos se habían convertido en unos enloquecidos e inhumanos saqueadores, cometiendo las más horribles matanzas y atrocidades de la guerra.

Habían violado a numerosas mujeres y después habían acorralado al resto de la población y la habían ametrallado a muerte. Entre los muchos soldados norteamericanos acusados de crímenes de guerra y asesinato de población civil en My Lai aquel espantoso día, figuraba un tal cabo Kyle T. Scoggins.

Un testigo, el soldado raso de primera clase McBrady, perteneciente al mismo pelotón de infantería que Scoggins, había declarado haber descubierto a Scoggins en las afueras de la aldea disponiéndose a ametrallar a cinco niños, "todos ellos de menos de doce años", que se habían ocultado en una zanja.