Súbitamente desapareció el tricolor y en su lugar se vio el rótulo de una calle según el cual aquella era la Rue de Charonne. Después, detrás de la lista del reparto, la cámara mostró una elegante calle del París del siglo XVIII y se detuvo frente a una verja y un alto muro que ocultaba parcialmente el “hotel” que había detrás.

Siguió apareciendo la lista del reparto sobre el trasfondo de una placa que había en el muro al lado de la verja. En la placa podía leerse: “Asilo Mental Particular, Director, Doctor Belhomme”.

Y comenzó la película. Una panorámica de la capital francesa con la leyenda “París, 1793, punto culminante de la Revolución Francesa y el reinado del terror”.

Seguía un montaje de escenas de París durante el Terror. La cámara se detenía finalmente en la guillotina de la plaza Luis XVI, donde el verdugo, conocido como Monsieur París mostraba las cabezas de los decapitados aristócratas -a los que él llamaba "clientes"-a la rugiente multitud que se arracimaba a su alrededor.

Centrando toda su atención en la pantalla, Adam Malone procuró recordar el contenido de aquella película de Sharon Fields. Recordó que todo lo que había visto hasta aquel momento era un prólogo a la presentación de la estrella de la película, Sharon Fields, en el papel de Giséle de Brinvilliers, hija adoptiva del bondadoso conde de Brinvilliers, liberal noble francés que se había atraído las iras de los revolucionarios y activistas franceses.

Malone procuró ir recordando la historia. No la recordaba muy bien.

Sharon Fields en el papel de Giséle intentaba ocultar a su padre adoptivo hasta que éste pudiera abandonar Francia. Al final, Malone consiguió recordar la idea esencial basada en un hecho histórico.

Giséle había conseguido ocultar temporalmente a su padre adoptivo yéndose a vivir con él a un triste manicomio del corazón de París dirigido por un tal doctor Belhomme.

El buen médico había trasladado a sus treinta y siete enajenados mentales a otro manicomio y los había sustituido por aristócratas sentenciados a muerte y dispuestos a pagar una fortuna a cambio de salvar sus cabezas en aquel insólito escondite.

Malone recordó que la principal emoción de la película se centraba en los esfuerzos de Giséle por mantener oculto a su padre en el manicomio del doctor Belhomme procurando al mismo tiempo comunicar su situación a alguien que estaba a punto de abandonar París con destino a los Estados Unidos.

Malone intentó recordar si Giséle había logrado sus propósitos pero no lo consiguió. En cualquier caso una historia maravillosa, pensó Malone estremeciéndose de placer anticipado mientras se desarrollaba ante sus ojos el emocionante relato.

Esperaba sobre todo la primera aparición de Sharon Fields en el papel de la arrojada y seductora Giséle de Brinvilliers.

Y al final la vio aparecer en tamaño gigante y magnífico tecnicolor.

Se estaba bañando lánguidamente en una bañera blasonada en forma de cisne, en el piso más alto del castillo familiar, situado en las afueras del turbulento París.

Y Adam Malone se quedó absorto instantáneamente.

Era una visión etérea pero al mismo tiempo real, una mujer, una mujer falsamente angelical derramando atractivo sexual a manos llenas con el cabello rubio recogido en la parte superior de la cabeza, su perfil clásico no turbado todavía por las vicisitudes que la aguardaban y parte de su voluptuoso pecho desnudo sobresaliendo por encima del borde de la bañera entre jabonosa espuma.

Otra escena.

Se hallaba envuelta en un lienzo blanco secándose y seduciendo con la silueta impecable de su figura a sus jóvenes y enardecidos admiradores aristócratas.

Era la personificación de la alegría riéndose guturalmente con la cabeza echada hacia atrás. Era la encarnación de lo deseable, con sus orgásmicos ojos verdes semicerrados, la ardiente voz y los felinos andares. Era el símbolo de la libertad espiritual ahora ya totalmente vestida, con los jóvenes pechos sobresaliéndole del escote mientras atravesaba los bosques de su propiedad para dirigirse a una cita sin saber todavía que el Terror ya se estaba cerniendo sobre ella y su familia.

Nueva escena.

La dramática revelación del inminente peligro.

Nueva escena.

La huida nocturna con el conde y los demás en dirección al manicomio del doctor Belhomme.

Nueva escena.

La escasa y transitoria seguridad del manicomio.

Adam Malone se encontraba como clavado en la butaca perdido en sus antiguos ensueños.

Era un modelo de perfección, la diosa femenina que encarnaba toda la feminidad y que, sin embargo, no era más que una intocable imagen de la pantalla, una imagen inasequible e inalcanzable para la estirpe de los simples mortales.

Al aparecer en escena los cabecillas del Terror, Adam Malone parpadeó y recordó dónde estaba y se miró el reloj.

Llevaba en el cine cincuenta y cinco minutos y sabía que tenía que marcharse inmediatamente para regresar al menos atrayente mundo de la realidad.

El reencuentro constituyó casi un trauma. Se puso las gafas ahumadas y abandonó el local emergiendo a la bulliciosa y soleada calle principal de un lugar de California llamado Arlington.

Procurando librarse de su inexplicable confusión, corrió apresuradamente al aparcamiento en el que el achaparrado cacharro se estaba cociendo al sol.

Subió al vehículo y se esforzó por identificar a la lejana diosa con la verdadera joven a la que finalmente había conseguido poseer hacía dos noches y había vuelto a poseer con más éxito si cabe la noche anterior.

Se inclinó hacia el volante presa de la confusión. La Giséle de la película de esta tarde del lunes y la Sharon de carne y hueso que le había ofrecido su amor físico el sábado y el domingo, no estaban en modo alguno relacionadas entre sí.

Parecía que no pudieran fundirse en un solo ser. Giséle jamás hubiera permitido que la penetrara un don nadie, un sujeto vulgar y corriente como él.

En cambio, Sharon se lo había permitido, le había animado a hacerlo, le había ayudado y había gozado del memorable ayuntamiento casi tanto como él.

Era absurdo. Inesperadamente -cosa igualmente absurda-experimentó una profunda y dolorosa emoción parecida a una pérdida y se sumió en la tristeza. En aquellos momentos lamentó haber ido al cine. No hubiera debido permitirse aquella huida temporal a la fantasía.

Poseía en la vida real algo que cualquier hombre de la tierra le hubiera envidiado y eso hubiera debido bastarle.

Malone suspiró y puso en marcha el vehículo, dio un rodeo por una calleja y se dirigió hacia el lugar en que había prometido recoger a Howard Yost.

Vio la farmacia y se acercó al bordillo justo en el momento en que un arrebolado y jadeante Howard Yost salía del edificio portando una gran bolsa llena de toda clase de paquetes de distintas formas y tamaños.

– Ya estamos -murmuró Yost dejando la bolsa en el elevado asiento posterior del cacharro-. Ahora espera un momento, tengo que traer otra cosa.

Desapareció en el interior de la tienda y salió a los pocos segundos con otra bolsa de mayor tamaño llena, al parecer, de artículos alimenticios.

Con la ayuda de Malone la colocó también en el asiento de atrás.

– Ya está todo -dijo-, podemos irnos.

En el momento en que Yost iba a tomar asiento al lado de Malone, un anciano encorvado, panzudo y calvo, con el rostro arrugado y la mandíbula prominente, enfundado en una chaqueta blanca, salió corriendo de la farmacia llamando a Yost.

– ¡Señor, un momento, señor!

Yost se volvió perplejo y le dijo a Malone:

– Es el viejo propietario de la farmacia. ¿Qué demonios querrá? El propietario de la farmacia se aproximó a Yost casi sin aliento.

Sostenía en la mano un billete y algunas monedas.

– Olvidé darle la vuelta -dijo-. No quería que se fuera sin entregársela.

Yost aceptó el dinero asintiendo satisfecho.