La privarían inmediatamente de sus privilegios. Volverían a amarrarla a la cama con una cuerda. La someterían a toda clase de brutalidades antes de ejecutarla.

Perdería toda esperanza de poder utilizarles y llamar la atención de sus libertadores. Antes de que pudiera tomar una decisión, otro la tomó por ella.

Shively se removió en la cama, se incorporó apoyándose sobre un codo y se frotó un ojo.

– ¿Dónde estás?

– Estoy aquí, cariño -le dijo ella tragando saliva-. He tenido que ir al lavabo. Regresó a la cama con piernas como de piedra. Más tarde, cuando él ya se había marchado y el Nembutal ya le estaba empezando a hacer efecto, luchó contra el sueño para poder pensar en su futuro y en las medidas a tomar.

Hasta ahora, su simulación le había permitido obtener ciertas ventajas, pero no las suficientes y tampoco con la suficiente celeridad ahora que sabía que bajo aquel techo vivía un asesino.

Se encontraba en algún lugar no lejos de Los Angeles. Se encontraba en alguna alejada zona montañosa cercana a una pequeña ciudad.

Iba a enviar una lista de compras a dicha ciudad. Sólo sabía que había un tal Howard Yost, un tal Leo Brunner, un tal Kyle T. Shively, nacido Scoggins, y otro cuyo nombre desconocía y a quien ella apodaba el Soñador.

No era suficiente. Tenía que haber más. Piensa, Sharon, piensa. Pensaba medio aturdida porque la estaba venciendo el sueño.

Antes de sumirse en el sueño pensó fugazmente en una idea descabellada. Tenía que averiguar exactamente dónde la mantenían prisionera. Tenía que comunicar al exterior dónde se encontraba.

Reflexionó momentáneamente acerca de la fugaz posibilidad y comprendió que ésta podría proporcionarle el medio de comunicarse con el exterior y de salvar la vida, pero después la oscuridad se adueñó de su cerebro y se hundió en el sueño aferrándose a aquella recién descubierta, tímida y descabellada esperanza.

A la una en punto del lunes por la tarde Adam Malone se encontraba acomodado en una butaca de pasillo de la última fila del New Arlington Theatre, esperando a que comenzara la proyección de la película.

Tras acostumbrarse a la oscuridad, comprobó que no había más que unas pocas personas esparcidas por el patio de butacas.

Como era de esperar, se trataba en buena parte de adolescentes. Adam escuchaba el murmullo de sus conversaciones y el crujido de las palomitas de maíz al pasar éstas de las cajas de cartón a sus bocas.

En la pantalla se estaban pasando los "trailers" de los próximos programas y el juvenil auditorio les prestaba tan escasa atención como el propio Malone, a la espera del comienzo de la película de Sharon Fields.

Un afortunado azar había traído a Adam Malone a aquel refrigerado local cinematográfico en un caluroso día de finales de junio. El día anterior por la mañana, Howard Yost estaba escuchando un programa deportivo a través de una emisora de Riverside.

Malone, que se encontraba en la misma habitación, no prestó atención hasta que escuchó un anuncio.

En dicho anuncio se exponía el programa estival del reformado local cinematográfico New Arlington Theatre, de las afueras de Arlington.

Dado que ya se habían iniciado las vacaciones escolares, el local había organizado un programa de sesiones matinales diarias dedicadas a la reposición de famosas películas pertenecientes a los diez años últimos.

Las tardes se dedicarían a los programas habituales. Para su primera matinal, el cine anunciaba la reposición de una producción de diez millones de dólares, nada menos que “Los clientes del doctor Belhomme”, protagonizada por Sharon Fields.

La película había sido uno de los primeros éxitos internacionales de la actriz.

– ¿Lo has oído? -dijo Malone muy excitado-.

En Arlington van a reponer una de las mejores películas de Sharon. Es de las pocas que sólo he visto una vez. Maldita sea, no sé lo que daría por volverla a ver.

– ¿Y para qué quieres verla en la pantalla si en la habitación de al lado la tienes actuando para ti en carne y hueso? -le preguntó Yost en tono burlón.

– No lo sé -repuso Malone-. Me parece que ahora sería distinto y más interesante.

– Pues, bueno, te demostraré lo buen amigo que soy -le dijo Yost-. El lunes por la mañana tenía en proyecto salir solo a hacer algunas compras y adquirir un poco más de comida no sea que nos haga falta. Si quieres, te acompaño.

– Sería estupendo, Howard. Pero el caso es que la película empieza a la una.

– Muy bien, me amoldaré a tus necesidades. Al fin y al cabo, es posible que algún día puedas ser un futuro cliente mío. Saldré hacia el mediodía y llegarás con suficiente antelación.

Después podrás ver por lo menos parte de la película mientras yo hago las compras.

El lunes al mediodía, tras aconsejarles Shively que procuraran ser discretos y rogarles Brunner que tuvieran cuidado, subieron al cacharro de ir por las dunas, se dirigieron hacia las colinas e iniciaron el descenso hacia Arlington.

El sol del mediodía era abrasador y al llegar al claro en que habían dejado oculta la camioneta de reparto Chevrolet, ambos sudaban profundamente con las camisas chorreando y pegadas al cuerpo.

Yost había planeado cambiar el cacharro de ir por las dunas por la camioneta, pero ahora le pareció absurdo dedicarse a la operación de librar del camuflaje a la camioneta y traspasar dicho camuflaje al cacharro habida cuenta del calor.

Por consiguiente, decidieron seguir utilizando el cacharro y bajaron por el Mount Jalpan, abandonaron el pedregoso camino secundario, siguieron por la Meseta Gavilán más allá de Camp Peter Rock y atravesaron el rancho McCarthy.

Finalmente llegaron a la más transitada carretera de Cajalco, pasaron junto a la gran presa llamada lago Mathews y enfilaron después la carretera del Mockingbird Canyon, que conducía a la ciudad.

Al llegar a la Avenida Magnolia, en el corazón de Arlington, Yost se adentró con el cacharro entre el tráfico sorprendentemente intenso y avanzó lentamente hasta llegar a una arcada comercial con un aparcamiento situado entre dos hileras de tiendas de todas clases.

Encontró sitio frente a la más importante de todas las tiendas, El Granero de la Moda, adosada por la parte de atrás a una sucursal del Banco de América situada en la Avenida Magnolia.

– Creo que aquí podremos encontrar todo lo que nos hace falta -dijo Yost mirando a su alrededor-.

Hay un supermercado al otro lado de la calle, un par de farmacias y, bueno, he pensado que quiza, que esto quede entre nosotro, bueno, tal vez le compre a nuestra amiga un poco de ropa para cambiarse.

– Oye, eso estaría muy bien, Howie.

– Pues claro. ¿Dejo el cacharro aquí o quieres llevártelo para ir al cine? No está nada lejos. Está a unas dos manzanas al oeste del sitio en que giramos a la Avenida Magnolia.

– ¿Te importa que me lo lleve, Howie? Me estoy derritiendo de calor.

– Como quieras -dijo Yost abriendo la portezuela y descendiendo del vehículo-. Está a tu disposición. Pero una cosa ¿cuánto dura esta película?

– Unas dos horas -contestó Malone, que ya se había acomodado detrás del volante.

– Entonces no la podrás ver toda. Yo habré terminado dentro de una hora y no quiero pasarme aquí mucho rato. Recógeme a eso de las dos.

– Media película de Sharon Fields es mejor que nada -dijo Malone encogiéndose de hombros.

Yost le señaló el otro lado del aparcamiento.

– Mira, delante de aquella farmacia de la Avenida Magnolia.-Recógeme a las dos. Te estaré esperando con todas las compras.

Y ahora Adam Malone se encontraba acomodado en una butaca del local refrigerado con los ojos clavados en la pantalla, en la que había aparecido en llamativas letras rojas el nombre de Sharon Fields y después el título “Los clientes del doctor Belhomme” sobre un trasfondo tricolor rojo, blanco y azul.