El testigo McBrady le había dicho a Scoggins: "\¿Qué demonios vas a hacer? No son más que niños inocentes".

El testigo había declarado que Scoggins le contestó: "Cuando lleves aquí tanto tiempo como yo, te darás cuenta de que ninguno de estos sinverguenzas es inocente. O tú o ellos.

Cuando estás metido en una cosa de ésas, tienes que eliminarlos a todos, matarlos a todos, matar cualquier cosa que se mueva, incluso a los niños para que no quede nadie que pueda señalarte con el dedo".

Tras lo cual, Scoggins había dado la vuelta y había ametrallado despiadadamente a sangre fría a los cinco niños.

En el transcurso del consejo de guerra de Fort Hood, el soldado de primera clase McBrady, testigo de la acción de Scoggins, fue obligado a reconocer bajo juramento que, personalmente, no había visto cometer el asesinato al cabo Scoggins.

McBrady declaró en su lugar que quien le había visto había sido un compañero suyo, un tal soldado raso Derner, que había intentado impedir que Scoggins llevara a cabo su propósito y que había mantenido con éste el pretendido diálogo.

Derner le había contado después a su amigo McBrady el horror de que había sido testigo y fue éste quien acabó declarando ante los tribunales.

El verdadero testigo presencial, Derner, el amigo de McBrady, había salido a patrullar tres días después de la matanza de My Lai, había pisado una mina y había saltado por los aires en pedazos.

El tribunal militar consideró que, dado que el único testigo presencial no podía declarar, la declaración de su amigo McBrady debía considerarse una prueba de oídas, razón por la cual resultaba totalmente inadmisible.

Por consiguiente, las pruebas contra el cabo Kyle T. Scoggins no bastaban para justificar la prosecución del juicio, se rechazaron las acusaciones y él quedó en libertad.

Y después, sin duda para enterrar el desgraciado incidente de su pasado, para dejarlo para siempre a sus espaldas, se había producido la metamorfosis desde Kyle T. Scoggins a Kyle T. Shively.

Con dedos como de madera, Sharon Fields dobló el recorte, lo volvió a doblar y lo empujó al rincón de la cartera donde lo había encontrado.

Después introdujo rápidamente la cartera en el bolsillo del pantalón de Shively.

Estaba aterrada como jamás había estado en su vida. Estaba aterrada porque, a pesar de que hubieran sido rechazadas las acusaciones, estaba segura de que Shively lo había hecho.

Ella había sido no sólo testigo presencial sino también víctima de su furia animal y había intuido ya desde un principio que Shively era en el fondo un asesino homicida con simple apariencia de hombre civilizado.

Y ahora, un vistazo a su pasado le había confirmado sus más ocultos temores. Procuró hacer frente a dichos temores. Arrancaban del hecho de que, independientemente de cuales fueran las intenciones de los restantes miembros del Club de los Admiradores, uno de ellos había decidido en secreto no dejarla en libertad en un futuro, para evitar que pudiera declarar contra él.

Cualquier animal capaz de asesinar a cinco inocentes criaturas, muchachos indefensos, simples chiquillos -arrebatándoles la vida y el amor y los años de permanencia sobre la tierra a que tenían derecho-, por el simple hecho de no querer supervivientes que pudieran "señalarle con el dedo", semejante monstruo no permitiría que una mujer adulta (sobre todo una mujer tan poderosa y bien relacionada como ella) quedara en libertad y pudiera organizar una persecución contra él para castigarle por secuestro, violación y agresión.

Hasta ahora, en el transcurso de toda la semana, había concentrado todas sus esperanzas y energías no tanto en la fecha en que tuvieran en proyecto soltarla cuanto en librarse de aquellos cuatro individuos.

En el fondo de su corazón siempre había creído que más tarde o más temprano, cuando ya se hubieran hartado, la dejarían en libertad.

A pesar de sus temores y depresiones, jamás había creído en la posibilidad de que no le permitieran regresar a casa.

Ahora esta esperanza a la que se había aferrado se había roto en mil pedazos.

En la cartera de Shively se encerraba su sentencia de muerte.

Se preguntó si los tres compañeros de Shively estarían al corriente de los antecedentes de éste.

Llegó a la conclusión de que no era probable. Se había tomado la molestia de cambiar de nombre para mantener oculta aquella historia y no debía querer que nadie supiera que en cierta ocasión había sido acusado de asesinato. Desesperada, pensó en la posibilidad de referirles la verdad de Shively a Brunner o bien al Soñador.

Les podría decir que lo hacía por su bien. Debían saber que uno de sus compañeros era un asesino y que, si éste volvía a asesinar, ellos serían cómplices.

Sabiéndolo, tal vez se pusieran de su lado y la ayudaran a escapar.

Y, sin embargo, comprendió intuitivamente que no podía revelar su terrible secreto a ninguno de ellos. Estaban juntos, se habían confabulado contra ella, se habían prometido fidelidad y dependían el uno del otro.

Este era el nexo que tenían en común.-Si escucharan la historia de sus labios, era posible que alguno de ellos se la repitiera a Shively o bien le dirigiera ingenuamente a éste alguna pregunta al respecto.

Y ello contribuiría a acelerar su sentencia. Sin embargo, se dijo a sí misma, su final no tenía por qué estar necesariamente decretado. Que un hombre hubiera asesinado a alguien en épocas pasadas bajo la presión de los combates en tiempo de guerra no significaba que éste tuviera que volver inevitablemente a asesinar en tiempo de paz.

Hasta que llegara el momento final de la verdad no podría saber si Shively se proponía dejarla en libertad a su debido tiempo o bien liquidarla.

El veredicto de Shively, la vida o la muerte de Sharon Fields, que él y sólo él conocía, la harían vivir en los días venideros en una angustia insoportable.

Llegó a un convencimiento que la llenó de una férrea decisión superior a cualquier otro sentimiento que hubiera experimentado en el transcurso de las últimas cuarenta y ocho horas.

No quería correr el riesgo de dejar exclusivamente el veredicto en manos de Shively. Tenía que apoderarse del veredicto y convertirse en la dueña de su destino. Sus motivaciones se habían reducido ahora a su más mínima expresión.

Ya no quería comunicarse con el mundo exterior simplemente para evitar los abusos y la humillación.

Ya no quería ponerse en contacto con el mundo exterior para disfrutar del delicioso sabor de la venganza. No le importaba otra cosa que no fuera la simple supervivencia. Sí, ésta era ahora la esencia desnuda.

Vida o muerte.

Y el tiempo había pasado a convertirse también en su tercer enemigo. Tenía que escapar cuanto antes. Era necesario que la encontraran y liberaran cuanto antes.

Pero, ¿cómo, cómo? Echó el agua del excusado para que él no sospechara que estuviera haciendo otra cosa.

Abrió despacio la puerta del cuarto de baño, apagó la luz y regresó al dormitorio de puntillas. Vio a Shively -santo cielo, tenía que olvidarse de su nombre no fuera que lo utilizara accidentalmente-todavía durmiendo en la cama y roncando levemente.

Miró la puerta a través de la oscuridad. Le bastaría descorrer el pestillo y abrir la puerta para alcanzar la libertad. Pero los desconocidos obstáculos de más allá de aquella puerta la abrumaban. No conocía el plano de la casa. No sabía si los demás ocupantes estaban cerca ni si dormían o estaban despiertos.

No conocía el terreno de afuera. Ellos sí lo conocían, pero ella no. Tendría muy pocas probabilidades de alcanzar el éxito.

No obstante, ¿se atrevería a intentarlo? ¿Deslizarse sigilosamente, tratar de orientarse y huir? Sabía que si la apresaban el castigo sería salvaje.

Se desvanecería toda la nueva confianza que les había inspirado por medio de su colaboración, amor y obediencia. Comprenderían que había fingido y seguía odiándoles.