Gracias por pensar en mí.

– He estado pensando en ti todo el día. Por eso salí a coger estas flores. No es que sean gran cosa pero en la ciudad no se encuentran.

– ¿Qué son? -le preguntó ella alegremente.

– Pues, no sé cómo se llaman. Son una especie de flores silvestres.

Clic. Flores silvestres. Silvestres. Asociación de ideas. Silvestres. Bosques, gargantas, montañas, desiertos, prados, campiña.

El tipo se había dirigido hacia una silla que había al lado de la tumbona, había depositado en ella una especie de estuche de cuero que llevaba y ahora se volvió para mirarla con sus ojos de miope a través de las gafas de gruesos cristales.

– Oye, esta noche, estás preciosa, Sharon -le dijo muy relamido.

Muy fuera de lugar, pensó ella. Se está comportando como un anciano pretendiente que visitara el apartamento de una joven a la que estuviera cortejando.

– Qué amable eres, qué amable -le dijo ella.

Avanzó hacia él contoneando sensualmente las caderas y se quedó de pie a su lado con los brazos colgándole a los lados. Su proximidad y desenvoltura le hicieron jadear como un asmático y parpadear involuntariamente.

– Anoche fuiste muy buena conmigo.

– Pues esta noche quiero ser mejor.

Le atrajo suavemente hacia la tumbona.

Se desabrochó la blusa, guió su temblorosa mano por debajo de ésta y se la dejó descansando sobre un abultado pecho. El sujeto temblaba sin poderlo evitar. Ella le atrajo la cabeza hacia su pecho, se abrió la blusa y advirtió que empezaba a lamerle y besarle un pezón.

Le acunó mientras él pasaba alternativamente de uno a otro pecho.

Bajó la mano hacia la bragueta de sus pantalones. Le bajó la cremallera e introdujo la mano suponiendo que le encontraría rígido como un lápiz. Pero, en su lugar, sus dedos tropezaron con una pequeña masa pulsante.

Al rozarla, se hinchó ligeramente pero no se levantó. Le rozó la sudorosa frente con los labios y después le acercó la boca al oído.

– Cariño, quiero saber qué es lo que más te excita.

Fue a contestarle pero no se atrevió y, al final, hundió el rostro entre sus pechos y guardó silencio.

– Ibas a decírmelo, cariño. Anda, dímelo. No hay nada de que tengas que avergonzarte.

Escuchó su apagada voz.

– Anoche -empezó a decirle tartamudeando-tú dijiste, me dijiste…

– Sigue -le dijo ella dándole unas palmaditas en la cabeza-¿Qué te dije?

– Que había muchas cosas que todavía no habíamos probado.

Ella le levantó el rostro asintiendo muy seria.

– Sí, y te hablaba con toda sinceridad. No te averguences. No es malo ni está mal nada que se haga a cambio del placer sexual. Lo único que quiero es hacerte feliz. Dime qué es lo que te gustaría, por favor.

El levantó el brazo y le indicó el estuche de cuero que había dejado encima de la silla.

– ¿Qué es eso? -le preguntó ella.

– Mi nueva cámara Polaroid.

Comprendió inmediatamente al pobre, miserable y repugnante Viejo Sucio. Decidió ir al grano inmediatamente.

– ¿Te refieres a que te gusta tomar fotografías de mujeres desnudas? ¿Eso es lo que más te excita?

– Espero que no pienses que soy un… -empezó a decir él bajando la cabeza.

– ¿Un qué? ¿Un pervertido sexual? Santo cielo, pues claro que no, cariño. Hay muchos, muchísimos hombres que gustan de hacerlo.

Es la culminación del erotismo. Eso les excita más que ninguna otra cosa. Y, a decir verdad, a mí también me excita.

– ¿Ya lo has hecho otras veces?

– ¿Posar en cueros? Muchas veces. Forma parte de mi profesión. Me encanta exhibir el cuerpo y me gustaría mucho exhibírtelo de una forma que jamás hubieras visto.

– ¿Lo harías?

– Lo estoy deseando.

Le soltó, se levantó de la tumbona y, canturreando por la habitación, se despojó de la blusa, la falda y las bragas negras de seda.

Observó que aquella esmirriada y pálida caricatura de hombre ya se había desnudado y estaba sacando nerviosamente la cámara del estuche para regularla.

Ella se acercó a la cama, y se sentó en ella esperándole desnuda.

El se le acercó tembloroso, sosteniendo la cámara en una mano y ajustándose con la otra las gafas sobre el caballete de la nariz.

– ¿Cómo quieres que pose? -le preguntó ella.

– Bueno, no se trata de posar precisamente. -le dijo él vacilando. Pensó que a qué se estaría refiriendo y en seguida lo comprendió.

– ¿Quieres tomar algunos primeros planos anatómicos? ¿Es eso?

– Sí -musitó él.

– Me siento muy halagada -le dijo ella dulcemente-. Ya me avisarás cuando estés dispuesto.

– Ahora mismo.

La miraba con los ojos contraídos y la boca abierta siguiendo sus felinos y elásticos movimientos. Sharon se había sentado en la cama de cara a él. Ahora se tendió de espaldas, levantó las rodillas y separó las piernas todo lo que pudo.

Se imaginaba lo que debía estar sucediéndole. Sus pensamientos volaron fugazmente a un sórdido apartamento del Greenwich Village, cuando tenía dieciocho años y necesitaba ganar un poco de dinero y había posado de aquella manera, por espacio de una hora, para un fotógrafo especializado en arte pornográfico.

Afortunadamente para ella y para su carrera, su rostro no había aparecido en ninguna de las instantáneas. Se preguntó cuál habría sido el destino final de aquellas primeras fotografías en cueros, y cuál sería la reacción de sus actuales propietarios si supieran que los primeros planos del castor que guardaban en recónditos cajones pertenecían nada menos que a la mundialmente famosa Sharon Fields.

Ahora se percató de que alguien se estaba acercando a sus piernas separadas y levantó la cabeza.

Con un ojo pegado a la cámara, el Tiquismiquis la estaba enfocando entre los muslos. Al sacarle la fotografía, el flash la cegó momentáneamente.

El tipo se irguió. Extrajo la instantánea en color y empezó a contemplarla. Mientras la miraba se le fueron desorbitando gradualmente los ojos y parecía que no fuera capaz de cerrar la boca.

Se volvió hacia ella dispuesto a sacarle otra. Pero ella comprendió que no lo conseguiría. Su ratoncito blanco estaba deseando salir en la fotografía.

Se adelantó hacia ella y depositó la máquina fotográfica encima de la cama.

Sharon se imaginó que se desplomaría entre sus piernas y la penetraría, pero, en su lugar, le vio permanecer inmóvil.

Lo comprendió y efectuó el hábil movimiento acostumbrado. Se incorporó, se puso de rodillas y extendió la mano.

El suspiró agradecido.-A los pocos minutos, una vez aliviado, se tendió a su lado murmurando de agradecimiento y satisfacción. Al cabo de un rato, tras haberse recuperado, empezó a hablar.

Hablaba sin parar de alguien que se llamaba Thelma y que al final supo Sharon que era su mujer.

Decía que Thelma estaba demasiado acostumbrada a él, ya le daba por descontado y sólo se interesaba por sí misma y por su catálogo de achaques.

Y él estaba dolido. Porque era algo más que un simple mueble. Era un hombre lleno de vida. Necesitaba atención, excitación y acción.

Por eso iba en secreto una vez cada quince días a un estudio fotográfico de desnudos para sacar fotografías y divertirse un poco.

No había nadie, ni su esposa ni los amigos que aquí le acompañaban, que sospechara la existencia de esta nueva y estimulante afición suya.

– Eres la primera persona a quien se lo confieso -le confió a Sharon tras levantarse de la cama para vestirse-. Puedo decírtelo porque eres sofisticada y hemos mantenido relaciones íntimas y conoces estas cosas y bueno, presiento que puedo confiar en ti.

Ella le prometió que podía confiar y se levantó también para vestirse.

– Teniendo en cuenta la naturaleza de nuestras relaciones, sabes que puedes confiar en mí a propósito de cualquier cosa.

– Lo único que quiero es que seas feliz -le dijo él ya vestido y sonriéndole como un imbécil.

– Me has hecho extremadamente feliz en una situación que hubiera podido ser desgraciada.-Eres el único que lo ha conseguido.