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Ray Jackson permaneció de pie, en silencio, junto a la puerta del atestado despacho de Sawyer. Tras su mesa de despacho, Lee Sawyer se hallaba inmerso en el estudio de un expediente. Delante de él, sobre el calentador, había una jarra de café llena, y al lado una comida a medio consumir. Jackson no podía recordar la última ocasión en que aquel hombre había fallado en su trabajo. No obstante, Sawyer había estado recibiendo crecientes presiones, internamente, desde el director del FBI hacia abajo, de la prensa y desde la Casa Blanca hasta Capítol Hill. Demonios, si a todos les parecía tan condenadamente fácil, ¿por qué no se echaban a la calle y trataban de resolver el caso?

– Hola, Lee.

Sawyer se sobresaltó.

– Hola, Ray. Hay una jarra de café recién hecho en el calentador. Sírvete tú mismo.

Jackson se sirvió una taza y se sentó.

– Se dice por ahí que estás soportando presiones desde arriba por este caso.

– Eso va incluido en el sueldo -replicó Sawyer con un encogimiento de hombros.

– ¿Quieres hablar de ello? -preguntó Jackson, acomodado en una silla, junto a él.

– ¿De qué hay que hablar? Muy bien, todo el mundo quiere saber quién está detrás del avión que se estrelló. Yo también. Y también quiero saber un montón de cosas más. Deseo saber, por ejemplo, quién utilizó a Joe Riker como blanco, quién mató a Steve y a Ed Page. Quiero saber quién hizo saltar por los aires a esos tres tipos de la limusina. Quiero saber dónde está Jason Archer.

– ¿Y Sidney Archer?

– Sí, y también Sidney Archer. Y no voy a descubrir nada si me dedico a escuchar a toda la gente que se presenta con un montón de preguntas y ninguna respuesta. Y hablando de eso, ¿tienes alguna para mí? Me refiero a las respuestas.

Jackson se levantó y cerró la puerta del despacho de Sawyer.

– Según su médico, Arthur Lieberman no tenía el virus del sida.

– Eso es imposible -explotó Sawyer-. Ese tipo miente.

– No lo creo así, Lee.

– ¿Por qué demonios no lo crees?

– Porque me mostró el expediente médico de Lieberman. -Sawyer se reclinó en la silla, atónito, y Jackson continuó-: Cuando pregunté al tipo, pensé que todo iba a ser tal y como tú y yo hablamos, que su expresión nos lo diría todo, porque estaba convencido de que ese hombre no iba a enseñarme el expediente mientras no le presentara una orden judicial. Pero lo hizo, Lee. No es nada malo que su médico demuestre que Lieberman no tenía el virus. Lieberman era una especie de fanático de la salud. Se hacía exámenes médicos anuales, tomaba toda clase de medidas preventivas y se sometía a numerosos análisis. Como parte de los exámenes físicos, a Lieberman se le practicaron análisis rutinarios para detectar la presencia del sida. El médico me mostró los resultados desde 1990 hasta el pasado año. Todos ellos eran negativos, Lee. Yo mismo lo pude comprobar.

Sidney cerró por un momento los ojos inyectados en sangre, se tumbó en la cama de sus padres y respiró profundamente. Con gran esfuerzo, tomó una decisión. Sacó la tarjeta del bolso y la miró fijamente durante un rato. Experimentaba la abrumadora necesidad de hablar con alguien. Y, por una serie de razones, decidió que tenía que ser con él. Se dirigió hacia donde estaba el Land Rover y marcó cuidadosamente el número.

Sawyer acababa de abrir la puerta de su apartamento cuando oyó sonar el teléfono. Lo tomó, al mismo tiempo que se quitaba el abrigo.

– ¿Dígame?

La línea permaneció en silencio durante un momento, y Sawyer ya se disponía a colgar cuando escuchó una voz procedente del otro extremo. Sawyer sujetó el teléfono con las dos manos y dejó que el abrigo le cayera al suelo. Permaneció de pie, rígidamente, en medio del salón.

– ¿Sidney?

– Hola -dijo la voz, tenue, pero firme.

– ¿Dónde está? -preguntó Sawyer casi de forma automática, aunque en seguida lo lamentó.

– Lo siento, Lee, esto no es una lección de geografía.

– Está bien, está bien. -Sawyer se sentó en su gastado sillón reclinable-. No necesito saber dónde está. Pero ¿se encuentra a salvo?

Sidney casi se echó a reír.

– Supongo que razonablemente a salvo, pero no es más que una suposición. Estoy armada, si es que eso puede suponer una diferencia. -Hizo una breve pausa, antes de añadir-: Vi las noticias en la televisión.

– Sé que usted no les mató, Sidney.

– ¿Cómo…?

– Sólo confíe en mí sobre eso.

Sidney emitió un profundo suspiro cuando el recuerdo de aquella noche horrorosa acudió de nuevo a su mente.

– Siento mucho no habérselo dicho cuando llamé la otra vez. Yo… no podía hacerlo.

– Cuénteme lo que ocurrió esa noche, Sidney.

Sidney guardó silencio, debatiendo consigo misma si debía colgar o no. Sawyer percibió sus dudas.

– Sidney, no estoy en el edificio Hoover. No puedo seguir la pista de la llamada para encontrarla. Y, además, resulta que estoy de su parte. Puede hablar conmigo durante todo el tiempo que quiera.

– Está bien. Es usted el único en quien confío. ¿Qué quiere saber?

– Todo. Sólo tiene que empezar desde el principio.

Sidney tardó unos cinco minutos en volver a contar los acontecimientos ocurridos aquella noche.

– ¿No vio usted al que disparó?

– Llevaba un pasamontañas que le cubría la cara. Creo que fue el mismo tipo que trató de matarme más tarde. Confío al menos que no haya dos tipos por ahí con unos ojos así.

– ¿En Nueva York?

– ¿Qué?

– El guardia de seguridad, Sidney. Fue asesinado.

– Sí. En Nueva York -asintió Sidney frotándose la frente.

– Pero, en definitiva ¿se trataba de un hombre?

– Sí, a juzgar por su constitución y por lo que pude ver de sus características faciales a través del pasamontañas. Además, dejó al descubierto la parte inferior del cuello. Pude ver algunos pelos de la barba.

Sawyer quedó impresionado por su capacidad de observación, y así se lo dijo.

– Una tiende a recordar hasta los detalles más pequeños cuando cree estar a punto de morir.

– Sé a qué se refiere. Yo mismo me he encontrado en esa situación. Mire, encontramos la cinta, Sidney. ¿Su viaje a Nueva Orleans?

Sidney miró a su alrededor, en el interior en penumbras del Land Rover y del garaje.

– De modo que todo el mundo sabe…

– No se preocupe por eso. En la cinta, su esposo parecía estar alterado y nervioso. Contestaba a algunas de sus preguntas, pero no a todas.

– Sí, estaba muy angustiado. Sentía pánico.

– ¿Cómo fueron las cosas cuando habló por teléfono con él en Nueva Orleans? ¿Qué impresión le causó entonces? ¿Era diferente o el mismo?

Sidney entrecerró los ojos y reflexionó.

– Diferente -contestó finalmente.

– ¿Cómo? Explíquemelo con la mayor exactitud que pueda.

– Bueno, no me pareció nervioso. En realidad, habló con un tono de voz casi monótono. Me dijo que no podía decir nada, que la policía estaba alerta. Se limitó a darme instrucciones y luego colgó. Fue un monólogo más que una conversación. Yo no dije nada.

Sawyer suspiró.

– Quentin Rowe está convencido de que usted estaba en el despacho de Jason, en Tritón, después de que se estrellara el avión. ¿Es así? -Sidney guardó silencio- Sidney, en realidad me importa un bledo que estuviera allí o no. Pero si estaba sólo deseo hacerle una pregunta sobre algo que pudo haber hecho mientras se encontraba allí. -Sidney continuaba silenciosa-. ¿Sidney? Mire, es usted la que me ha llamado. Hace un momento dijo que confiaba en mí, aunque comprendo que en estas circunstancias no quiera confiar en nadie. No se lo recomendaría, pero puede colgar ahora mismo el teléfono y tratar de continuar sola.

– Estaba allí -dijo ella con voz serena.

– Está bien. Rowe mencionó la existencia de un micrófono en el ordenador de Jason.

– Lo golpeé accidentalmente -dijo Sidney con un suspiro-. Se dobló. No pude volver a ponerlo bien.

Sawyer se reclinó en el asiento.