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Sidney consiguió apoderarse de la escopeta y lanzó un golpe horrible contra la cara de Scales, con la culata de la sólida Winchester, rompiéndole la nariz y varios dientes frontales. Atónito, Scales dejó caer el cuchillo y retrocedió por un momento. Luego, furioso, agarró la escopeta y se la arrebató de una fuerte sacudida, volviéndola de inmediato contra una aturdida Sidney Archer. Llena de pánico, ella se arrojó a varios pasos de distancia, pero seguía encontrándose a tiro. El dedo de Scales apretó el gatillo, pero el cañón del arma permaneció en silencio. La caída por la escalera y el forcejeo que le siguió tuvo que haber dañado el arma. Sidney, con la cabeza a punto de estallarle de dolor a causa del golpe anterior, se alejó desesperadamente, a rastras. Con una mueca maligna en su rostro, Scales arrojó a un lado el arma ahora inútil y se incorporó. De la boca desgarrada y de la nariz rota le brotaba la sangre que le manchaba la camisa. Recogió el cuchillo del lugar donde había caído y avanzó con una mirada asesina hacia Sidney. Al levantar la hoja para golpear a Sidney, el revólver de nueve milímetros le apuntó directamente. Pero una fracción de segundo antes de disparar, él efectuó un asombroso salto acrobático que le hizo caer al otro lado de la mesa del comedor. Ella mantuvo apretado el gatillo, colocando el arma en fuego automático. Las balas trazaron un dibujo explosivo a través de la pared, mientras intentaba desesperadamente seguir el camino seguido por Scales en su improvisada huida. Scales golpeó con dureza el suelo de madera, y el impulso lo envió contra la pared, con la cabeza por delante. Tras rebotar el torso hacia un lado, después del impacto con la pared, se derrumbó entre las patas de una ornamentada cómoda de caoba. Las delgadas patas de caoba se rompieron como cerillas de madera y el pesado mueble se derrumbó sobre él, vertiendo su contenido sobre el suelo de la habitación cuando los cajones salieron volando en la caída. Después de eso, Scales no volvió a moverse.

Sidney se levantó de un salto, cruzó la cocina a toda velocidad, tomó el bolso que había dejado sobre el mostrador y bajó rápidamente la escalera que conducía al garaje. Unos momentos más tarde, la puerta del garaje estallaba en astillas hacia el exterior y el Land Rover se abría paso a través de la brutal apertura, efectuaba un giro de 180 grados en el camino de acceso a la casa y desaparecía en plena ventisca.

Mientras avanzaba rápidamente por la carretera, Sidney se estremeció al recordar el temor que le había recorrido todo el cuerpo cuando observó el aliento gélido en un rincón del garaje.

Al mirar ahora por el retrovisor, observó un par de luces. El corazón le dio un vuelco al ver el gran Cadillac que aparecía en el camino de acceso a la casa que acababa de abandonar. La sangre le desapareció repentinamente de la cara. ¡Oh, Dios mío! Sus padres acababan de llegar, y el momento no habría podido ser peor. Hizo girar de nuevo el Land Rover, atravesando un remolino de nieve, y regresó a toda velocidad hacia la casa de sus padres. Entonces, su problemática situación se vio complicada al ver otro par de faros que bajaban por la carretera, desde la misma dirección por la que habían llegado sus padres. Observó con creciente temor el sedán blanco que descendía por la calle, con sus ruedas aplastando lentamente las huellas dejadas por el Cadillac. Era la misma gente que había seguido a sus padres desde Virginia. Con tantas cosas como ocurrían, se había olvidado por completo de ellos. Sidney apretó a fondo el acelerador del Land Rover. Tras patinar un momento sobre la nieve, el sistema de tracción a las cuatro ruedas se agarró al pavimento y los engranajes impulsaron aquel pequeño tanque hacia delante, como si fuera una bala de cañón. Al abalanzarse sobre el sedán, Sidney vio reaccionar al conductor. Se llevó una mano al interior de la chaqueta. Pero llegó tarde por una fracción de segundo. Ella pasó volando, dirigiéndose hacia la casa de sus padres, dio un volantazo para atravesarse en el camino y se estrelló de costado con un crujido metálico contra el vehículo más pequeño, empujándolo con la fuerza de su impulso sobre la deslizante calzada y arrojándolo por una escarpada zanja. El airbag del Land Rover se infló. Con un esfuerzo enfurecido, Sidney lo arrancó de la barra de dirección y, con un manotazo, puso la marcha atrás. Se pudo escuchar con claridad el sonido del metal al liberarse, cuando los dos vehículos se desacoplaron.

Sidney hizo girar su cuatro por cuatro y luego miró fijamente, con incredulidad. Su repentino ataque se había ocupado de quien quiera que siguiera a sus padres. Pero también había tenido otro resultado. Observó consternada cómo el Cadillac de sus padres giraba por Beach Street y regresaba a gran velocidad hacia la carretera 1. Sidney apretó de nuevo el acelerador y se lanzó tras ellos.

El hombre salió con dificultades del coche y contempló fijamente, conmocionado, el vehículo que desaparecía rápidamente de su vista.

Sidney vio las luces de posición del Cadillac justo delante de ella. En este tramo, la carretera 1 sólo tenía dos carriles. Se situó detrás de sus padres e hizo sonar el claxon varias veces. El Cadillac aceleró inmediatamente. Probablemente, sus padres estaban ahora tan asustados que no se detendrían ni siquiera en el caso de que vieran a un coche patrulla de la policía, y mucho menos ante un lunático que hacía sonar el claxon de un vehículo abollado. Sidney contuvo momentáneamente la respiración y luego giró hacia el carril contrario de la carretera, apretó a fondo el acelerador y se situó junto al coche de sus padres. Vio reaccionar a su padre al darse cuenta de que el Land Rover aparecía a su izquierda. El Cadillac patinó de un lado al otro a medida que cobraba velocidad, y Sidney tuvo que mantener el acelerador pisado a fondo para no perder terreno, ya que el dañado Land Rover respondía con lentitud. A medida que Sidney ganaba terreno con firmeza, Bill Patterson situó el voluminoso Cadillac en medio de la calzada de dos carriles, para impedir que su perseguidor le adelantara. Sidney bajó la ventanilla y tuvo que introducir casi la mitad de su vehículo en el arcén de tierra y gravilla. Menos mal que no habían limpiado todavía las carreteras, pues en tal caso no habría tenido arcén en el que encontrar apoyo. En el momento en que se inclinaba hacia el asiento del pasajero del Cadillac, su padre efectuó un nuevo giro a la derecha, para obligar a Sidney a salirse por completo de la carretera. Mientras el Land Rover rebotaba y se balanceaba sobre el escabroso terreno, Sidney miró el velocímetro; marcaba casi ciento treinta kilómetros por hora. El temor le recorrió cada uno de los nervios de su cuerpo. Estaba a punto de salirse de la carretera. Miró hacia delante. Llegaban a una pronunciada curva. Apretó el acelerador a fondo. Sólo le quedaban unos pocos segundos.

– ¡Mamá! -gritó, inclinándose todo lo que pudo por la ventanilla del conductor, al mismo tiempo que trataba de controlar el Land Rover. Respiró profundamente y volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones, como si en ello le fuera la vida-: ¡Mamá!

Vio cómo su madre miraba a través de la nieve que azotaba el coche, con los ojos abiertos y aterrorizados, y Sidney observó finalmente una expresión de reconocimiento y alivio en ellos. Su madre se volvió rápidamente hacia su padre. El Cadillac redujo inmediatamente la velocidad y permitió que Sidney regresara a la calzada, por delante de ellos. Con el rostro y el cabello cubiertos de nieve, Sidney les hizo señas con una mano para que la siguieran. Envueltos en un torbellino blanco casi cegador, los dos vehículos avanzaron rápidamente por la carretera.

Después de aproximadamente una hora, se alejaron de la carretera por una salida. Diez minutos más tarde el Land Rover y el Cadillac se detuvieron en el aparcamiento de un motel. Lo primero que hizo Sidney Archer en cuanto se detuvo fue saltar de la furgoneta, echar a correr hacia el coche de sus padres, abrir la portezuela de atrás y tomar a su hija entre sus brazos. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Sidney, tan ferozmente como la nieve. Tomó los dedos de su dormida hija como si quisiera transmitirle la promesa de no volver a abandonarla nunca más. Amy no tenía forma de saber lo cerca que había estado de perder esta noche a su madre. ¿Y si la hoja se hubiera desviado un par de centímetros en la otra dirección? Pero eso era algo que la pequeña nunca sabría. Sidney Archer, sin embargo, lo sabía muy bien y el solo hecho de pensarlo la indujo a apretarse a su hija contra el pecho con todas las fuerzas de su cuerpo dolorosamente convulso. Bill Patterson rodeó el coche y le dio un fuerte abrazo de oso. Su cuerpo corpulento también temblaba después de esta última pesadilla. Su esposa se les unió y formaron un pequeño círculo, abrazados estrechamente, permaneciendo todos en silencio. Aunque la nieve pronto les cubrió las ropas, no se amilanaron por ello; simplemente, se sostenían los unos a los otros.