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El hombre logró sacar su vehículo del terraplén y luego corrió hacia la casa de los Patterson, donde todo estaba en silencio. Un minuto más tarde la casa ya no estuvo en silencio, mientras la cómoda parecía alzarse lentamente del suelo y luego era arrojada violentamente hacia un lado, con ruido y astillamiento de la madera. Scales se incorporó dolorido, ayudado por su colega. El aspecto de su rostro maltrecho dejaba ver bien a las claras que Sidney Archer había tenido mucha suerte de no hallarse ahora al alcance de sus manos asesinas. Al retroceder para recuperar su cuchillo, observó el trozo de papel que Sidney había dejado caer: el mensaje de Jason por correo electrónico. Scales lo recogió y lo estudió durante un momento. Cinco minutos más tarde, él y su compañero se dirigían hacia el coche dañado. Scales tomó el teléfono celular y marcó un número de marcación rápida. Había llegado el momento de pedir refuerzos.

Capítulo 54

A las dos y media de la madrugada, un Lee Sawyer muy agitado condujo hasta la oficina a través de una tormenta de nieve que amenazaba con convertirse en una verdadera ventisca en el término de unas pocas horas. Toda la costa Este era asaltada por un gran frente tormentoso invernal, que amenazaba con permanecer hasta la Navidad.

Sawyer se dirigió directamente a la sala de conferencias, donde se pasó las cinco horas siguientes repasando cada uno de los aspectos del caso, desde los expedientes, hasta las notas y lo que guardaba en su memoria. El problema era que nada de todo aquello tenía mucho sentido, debido principalmente a que no estaba seguro de saber si se encontraba ante un caso o dos: Lieberman y Archer juntos, o Lieberman y Archer por separado. Realmente, a eso se reducía todo. Anotó algunos nuevos ángulos del problema que se le ocurrieron, aunque ninguno de ellos le pareció muy prometedor. Luego descolgó el teléfono y pidió hablar con Liz Martin, la técnica que había llevado a cabo el examen del Luma-lite en la limusina.

– Liz, te debo una disculpa. He permitido que este caso se me escapara un poco de las manos y te repercutiera a ti. Estaba desorientado y lo siento.

– Disculpas aceptadas -dijo Liz con voz animada-. Todos nos encontramos bajo presión. ¿Qué hay de nuevo?

– Necesito de tu experiencia con los ordenadores. ¿Qué sabes sobre sistemas de grabación en cinta de copias de seguridad?

– Qué extraño que me lo preguntes. Mi novio es abogado y el otro día me decía que en estos precisos momentos es uno de los temas más candentes en el sector legal.

– ¿Y eso por qué?

– Bueno, las copias de seguridad en cinta pueden descubrirse potencialmente en caso de litigio. Por ejemplo, un empleado escribe un memorándum de circulación interna en la oficina donde trabaja, o envía un mensaje electrónico que contiene información perjudicial para su empresa. Más tarde, el empleado borra el mensaje electrónico y destruye todas las copias del memorándum que haya en el disco duro. Podría parecer que todo ha desaparecido, ¿verdad? Pues nada de eso, porque con las copias de seguridad grabadas, el sistema puede haberlas salvado antes de que alguien las borre. Y, según las reglas de descubrimiento, puede que terminen en manos de la otra parte litigante. La empresa de mi novio aconseja a sus clientes que, con documentos creados mediante ordenador, si no se quiere que nadie jamás lea algo, lo mejor es no escribirlo.

– Hmm. -Sawyer revolvió los papeles que tenía delante-. Es una suerte que yo todavía prefiera la tinta invisible.

– Eso es porque eres una reliquia, Lee, aunque al menos eres una reliquia agradable.

– Está bien, profesora Liz. Aquí tengo otra cosa para ti -dijo Sawyer, que a continuación le leyó la contraseña-. Es una contraseña bastante bonita, ¿no te parece, Liz?

– En realidad, no lo es.

– ¿Qué?

Esa era, en cualquier caso, la última respuesta que Sawyer hubiera esperado escuchar.

– No pasaría mucho tiempo antes de que alguien olvidara una parte de la misma, o la captara de modo incorrecto. Si te comunicaras oralmente con alguien, podría escucharla fácilmente de modo erróneo en la transmisión, transponer uno de los números y esa clase de cosas.

– Pero, al ser tan larga, nadie sería capaz de descifrarla, ¿verdad? Creía que esa era la intención.

– Desde luego. Pero no tienes por qué utilizar todos esos números para conseguir ese objetivo. Diez cifras serían más que suficientes para la mayoría de propósitos. Con quince cifras eres casi invulnerable.

– En estos tiempos que corren, sin embargo, dispones de ordenadores capaces de revisar todas esas combinaciones con rapidez.

– Con quince cifras tendrías que buscar en más de un billón de combinaciones, y la mayoría de los programas de cifrado van acompañados de una característica de interrupción en el caso de que se prueben demasiadas combinaciones al mismo tiempo. Aunque no tuviera esa característica de interrupción, hasta el ordenador más rápido del mundo que efectuara una serie de búsquedas no lograría descifrar esta contraseña debido a que la presencia y colocación de todos esos puntos decimales hacen que el número de combinaciones posibles sea tan elevado que no funcionaría un asalto tradicional por la fuerza bruta.

– ¿Me estás diciendo…?

– Lo que quiero decir es que quien creó esa contraseña se pasó con creces de la raya. Los aspectos negativos de la misma sobrepasan con mucho la necesidad imperiosa de que pueda ser descifrada. No tenía por qué ser tan compleja para evitar que alguien lo hiciera. Quizá quien la preparó era un novato en cuestiones de ordenadores.

– Creo que esa persona sabía exactamente lo que estaba haciendo -dijo Sawyer con un movimiento negativo de la cabeza.

– Pues en ese caso no lo hizo sólo por motivos de protección.

– ¿Por qué otra razón podría ser?

– No lo sé, Lee. Hasta ahora nunca había visto una cosa así. -Sawyer guardó silencio-. ¿Alguna otra cosa?

– ¿Eh? Ah, no Liz. Creo que eso es todo -contestó Sawyer, que parecía muy deprimido.

– Siento mucho no haberte sido de gran ayuda.

– No, lo has sido. Me has dado muchas cosas en qué pensar. Gracias, Liz. -El tono de su voz se animó al añadir-: Eh, te debo un almuerzo, ¿vale?

– Te lo voy a recordar, pero en esta ocasión seré yo la que elija el lugar.

– Muy bien, sólo procura que acepten la tarjeta Exxon. Es prácticamente el único plástico que me queda.

– Realmente, sabes cómo conseguir que una chica se lo pase bien, Lee.

Sawyer colgó y contempló de nuevo la contraseña. Si era cierto la mitad de lo que había oído contar sobre la inteligencia de Jason, la complejidad de la contraseña no había sido ninguna casualidad. Miró de nuevo los números. Le estaban volviendo loco, pero no podía desprenderse de la sensación de que le parecían de algún modo familiares. Se sirvió otra taza de café, tomó una hoja de papel y empezó a trazar dibujos, un hábito que le ayudaba a pensar. Tenía la impresión de llevar años enfrascado en este caso. Observó con un sobresalto la fecha del mensaje electrónico que Archer le había enviado a su esposa: 95-11-19. Anotó los números sobre la hoja de papel: 95-11-19. Sonrió. Cifras que un ordenador emitiría así, más confusas que ninguna otra cosa. Entonces miró los números más intensamente y su sonrisa se desvaneció. Rápidamente, escribió los números de otro modo: 95/11/19 y luego, finalmente, como 951119. Los garabateó de nuevo, cometió un error, los tachó y continuó. Luego contempló el producto final: 599111.

El rostro de Sawyer se puso más pálido que el papel sobre el que había estado escribiendo. Al revés. Leyó de nuevo el correo electrónico de Jason Archer. «Todo al revés», había dicho Archer. Pero ¿por qué? Si Archer se encontraba bajo tanta presión como para haber tecleado mal la dirección y no haber terminado el mensaje, ¿por qué se había tomado la molestia de teclear dos frases, «todo equivocado» y «todo al revés», si significaban lo mismo? De repente, la verdad se abrió paso en la mente de Sawyer: a menos que las dos frases tuvieran significados totalmente diferentes, y ambas fueran literales. Miró una vez más los números que componían la contraseña y luego empezó a escribir furiosamente. Después de cometer varios errores, terminó su tarea. Sin darse cuenta de lo que hacía, se terminó de tomar el café que quedaba y leyó los números en su verdadero orden (no hacia atrás): 12-19-20, 2-28-91, 9-26-92, 11-15-92 y 4-16-93. Archer había sido muy exacto en su elección de contraseñas. Se había tratado realmente de una clave incluida dentro de la propia contraseña. Sawyer ni siquiera necesitó consultar ahora sus notas. Sabía lo que representaban aquellos números. Respiró profundamente.