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50

Pocos minutos antes de morir, Wade Larue pensó que por fin había encontrado la paz.

Había renunciado a la venganza. Ya no necesitaba saber toda la verdad. Le bastaba con lo que sabía. Sabía en qué tenía la culpa y en qué no. Había llegado el momento de dejarla atrás.

Carl Vespa no tenía más opción. Nunca se recuperaría. Lo mismo le sucedía a ese espantoso remolino de rostros -esa imagen borrosa del dolor- que se había visto obligado a contemplar en la sala del juzgado y de nuevo en la rueda de prensa. Wade había perdido el tiempo. Pero el tiempo es relativo. La muerte no.

Le había dicho a Vespa todo lo que sabía. Vespa era un hombre malo, de eso no cabía duda. Ese hombre era capaz de una crueldad indescriptible. En los últimos quince años, Wade Larue había conocido a muchas personas así, pero pocas eran tan simples. Con la excepción de los psicópatas de manual, la mayoría, incluso los más malvados, tenían la capacidad de amar a alguien, de preocuparse por alguien, de establecer lazos. Eso no era contradictorio. Era sencillamente humano.

Larue habló. Vespa escuchó. En un momento dado en medio de la explicación, apareció Cram con una toalla y hielo. Se los pasó a Larue. Larue le dio las gracias. Cogió la toalla -el hielo era demasiado voluminoso- y se limpió la sangre de la cara. Los golpes de Vespa ya no le dolían. Larue había soportado mucho más a lo largo de los años. Cuando uno ha recibido muchas palizas, sigue uno de dos caminos: o bien las teme tanto que hará cualquier cosa por evitarlas, o simplemente las soporta y se da cuenta de que también eso pasará. En algún momento durante el encarcelamiento, Larue se había unido al segundo grupo.

Carl Vespa no pronunció palabra. No lo interrumpió ni pidió aclaraciones. Cuando Larue acabó, Vespa se quedó inmóvil, sin inmutarse, esperando más. No hubo más. Sin decir nada, Vespa se volvió y se marchó. Hizo una señal con la cabeza a Cram. Éste se dirigió hacia él. Larue levantó la cabeza. No correría. Ya no correría más.

– Venga, vámonos -dijo Cram.

Cram lo dejó en el centro de Manhattan. Larue se planteó llamar a Eric Wu, pero sabía que a esas alturas ya no tenía sentido. Enfiló hacia la terminal de autobuses de Port Authority. Estaba preparado para iniciar el resto de su vida. Se iba a Portland, en Oregon. No sabía muy bien por qué. Había leído algo sobre Portland en la cárcel y le pareció que se ajustaba a sus necesidades. Quería una ciudad grande de ambiente liberal. Por lo que había leído, Portland parecía una comunidad hippy convertida en una importante metrópoli. Allí podían tratarlo bien.

Tendría que cambiarse de nombre. Dejarse barba. Teñirse el pelo. No creía que le costara mucho cambiar, huir de los últimos quince años. Aunque fuera una ingenuidad por su parte, Wade Larue aún se creía con posibilidades de empezar una carrera de actor. Todavía tenía talento. Todavía tenía el carisma sobrenatural. Así que, ¿por qué no intentarlo? Y si no, se buscaría un empleo normal. No le daba miedo un poco de trabajo duro. Volvería a estar en una gran ciudad. Sería libre.

Pero Wade Larue no fue a la terminal de autobuses de Port Authority.

El pasado todavía tiraba de él. Aún no podía irse. Se detuvo a una manzana. Vio los autobuses que salían uno tras otro hacia el viaducto. Los miró un momento y luego se volvió hacia una fila de teléfonos públicos.

Tenía que hacer una última llamada. Tenía que saber una última verdad.

Ahora, una hora después, el cañón de una pistola le oprimía el suave hueco debajo de la oreja. Es curioso lo que uno piensa justo antes de morir. El suave hueco: ése era uno de los puntos de presión favoritos de Eric Wu. Wu le había explicado que saber dónde estaba no servía de gran cosa. No se podía simplemente poner el dedo y presionar. Eso podía doler, pero nunca incapacitaría a un adversario.

Eso fue todo. Esa penosa idea, en realidad más que penosa, fue lo último que pasó por la cabeza de Wade Larue antes de que la bala le penetrara en el cerebro y acabara con su vida.

51

Dellapelle llevó a Perlmutter al sótano. Aunque había bastante luz, Dellapelle usó la linterna. La apuntó hacia el suelo.

– Allí.

Perlmutter se quedó mirando el cemento y sintió un escalofrío.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -preguntó Dellapelle.

– Que es posible… -Perlmutter se interrumpió, intentando encajar aquello en la ecuación-… que es posible que Jack Lawson no fuera el único retenido aquí.

Dellapelle asintió.

– ¿Y dónde está la otra persona?

Perlmutter no dijo nada. Simplemente se quedó mirando el suelo. Efectivamente, alguien había estado retenido. Alguien que encontró un guijarro y trazó dos palabras en el suelo, ambas en mayúsculas. De hecho era un hombre, otra persona de esa foto extraña, un nombre que acababa de oír de labios de Grace Lawson: Shane Alworth.

Charlaine Swain se quedó para ayudar a Grace a volver a su habitación. El silencio no las incomodaba. A Grace le extrañó. Le extrañaban muchas cosas. Se preguntaba por qué Jack había huido a Francia hacía tantos años. Se preguntaba por qué nunca había tocado el fondo fiduciario, por qué dejó que su hermana y su padre controlaran su porcentaje. Se preguntaba por qué había huido poco después de la Matanza de Boston. Se preguntaba por qué Geri Duncan había acabado muerta dos meses después. Y se preguntaba, quizá por encima de todo, si conocer a Jack ese día, si enamorarse de él, había sido algo más que una simple coincidencia.

Ya no se preguntaba si estaba todo relacionado. Sabía que sí. Cuando llegaron a la habitación de Grace, Charlaine la ayudó a acostarse. Se volvió para irse.

– ¿Quieres quedarte unos minutos? -preguntó Grace.

Charlaine asintió.

– Me gustaría.

Conversaron. Empezaron por lo que tenían en común -los niños-, pero era evidente que ninguna de las dos quería seguir con ese tema mucho tiempo. Les pasó una hora volando. Grace ni siquiera sabía muy bien de qué habían hablado. Sólo sabía que se sentía agradecida.

A eso de las dos de la mañana sonó el teléfono al lado de Grace. Por un instante las dos se quedaron mirándolo. A continuación Grace tendió la mano y lo cogió.

– ¿Diga?

– Recibí tu mensaje. Sobre Allaw y Still Night.

Grace reconoció la voz. Era Jimmy X.

– ¿Dónde estás?

– En el hospital, abajo. No me dejan subir.

– Bajo enseguida.

El vestíbulo del hospital estaba en silencio.

Grace no sabía muy bien cómo manejar la situación. Jimmy X estaba sentado con los antebrazos apoyados en los muslos. No alzó la vista cuando ella se acercó a él cojeando. La recepcionista leía una revista. El guardia de seguridad silbaba suavemente. Grace se preguntó si el guardia podría protegerla. De pronto echó de menos la pistola.

Se detuvo delante de Jimmy X y aguardó inmóvil. Él levantó la vista. Sus miradas se cruzaron y en ese momento Grace lo supo. No conocía los detalles. Apenas conocía los hechos a grandes rasgos. Pero lo supo.

Su voz era casi una súplica.

– ¿Cómo te has enterado de lo de Allaw?

– Por mi marido.

Jimmy se mostró confuso.

– Mi marido es Jack Lawson.

Él se quedó boquiabierto.

– ¿John?

– Así se llamaba entonces, supongo. Ahora mismo está aquí, arriba. Es posible que muera.

– Dios mío. -Jimmy se tapó la cara con las manos.

– ¿Sabes qué me ha molestado siempre?

Él no contestó.

– Que huyeras. No suele ocurrir que una estrella del rock lo deje todo así. Corren rumores sobre Elvis o Jim Morrison, pero eso es porque están muertos. Hubo la película, Eddie and the Cruisers, pero eso era una película. En realidad, bueno, como ya te dije, los Who no huyeron después de lo de Cincinnati. Los Stones tampoco después de lo de Altamont Speedway. Así que, ¿por qué, Jimmy? ¿Por qué huiste?