V. ¿Y LOS PLACERES MENTALES?
Tomemos los placeres de la mente y del espíritu que se suponen más altos, y veamos hasta qué punto se hallan vitalmente conectados con nuestros sentidos, más que con nuestro intelecto. ¿Qué son esos placeres espirituales más altos que distinguimos de los de los sentidos más bajos? ¿No son partes de la misma cosa, no se arraigan y terminan en los sentidos, no son inseparables de ellos? Al recorrer esos placeres más altos de la mente -literatura, arte, música, religión y filosofía- vemos qué escaso papel representa el intelecto en comparación con los sentidos y los sentimientos. ¿Qué hace una pintura sino darnos un panorama o un retrato y recordar en nosotros los placeres sensorios de ver un verdadero panorama o un rostro hermoso? Y, ¿qué hace la literatura sino crear de nuevo un cuadro de la vida, darnos la atmósfera y el color, el fragante perfume de los prados o el hedor de los albañales ciudadanos? Todos decimos que una novela se acerca a la norma de la verdadera literatura en la proporción en que nos da personajes y emociones verdaderas. El libro que nos aleja de esta vida humana, o que simplemente, fríamente, hace su disección, no es literatura, y cuanto más humanamente verdadero sea un libro tanto mejor literatura lo consideraremos. ¿Qué novela gusta a un lector si sólo contiene un frío análisis, si no alcanza a darnos la sal y la aspereza y el sabor de la vida?
En cuanto a lo demás, la poesía no es más que la verdad coloreada con emoción, la música es sentimiento sin palabras, y la religión es sólo sabiduría expresada en fantasía. Como la pintura está basada en el sentido del color y la vista, la poesía se basa en el sentido del oído, del tono y del ritmo, además de su verdad emocional. La música es sentimiento puro, y carece del todo del lenguaje de las palabras, que es el único con el cual puede operar el intelecto. La música puede retratarnos los sonidos de campanas y de mercados y de batallas; puede retratarnos hasta la delicadeza de las flores, el ondulado movimiento de las olas, o la dulce serenidad de un rayo de luna; pero en el momento en que da un paso fuera del límite de los sentidos y trata de retratarnos una idea filosófica, debe ser considerada decadente, y producto de un mundo decadente.
¿No empezó con la razón misma la degeneración de la religión? Como dice Santayana, el proceso de la degeneración de la religión se debió al exceso de razonamiento: "Esta religión, desgraciadamente, cesó hace mucho tiempo de ser sabiduría expresada en fantasía, para convertirse en superstición recargada de razonamiento." La decadencia de la religión se debe al espíritu pedante, en la invención de credos, fórmulas, artículos de fe, doctrinas y apologías. Nos hacemos cada vez menos píos, a medida que justificamos más, y racionalizamos nuestras creencias, y nos mostramos tan seguros de estar en lo cierto. Por eso es que toda religión se convierte en estrecha secta, que cree haber descubierto la única verdad. La consecuencia es que cuanto más justificamos nuestras creencias, tanto más estrechos de criterio nos hacemos, como es evidente en todas las sectas religiosas. Esto ha hecho posible que la religión se asocie con las peores formas de intolerancia, estrechez de criterio y hasta egoísmo puro en la vida personal. Tales religiones alimentan el egoísmo del hombre, no sólo porque le imposibilitan para ser ecuánime con otras sectas, sino también porque convierten la práctica de la religión en un negocio privado entre Dios y él, un negocio por el cual la primera de las partes es glorificada por la segunda, que canta himnos e invoca su nombre en todas las ocasiones posibles, y á cambio de ello la primera de las partes bendice a la segunda, le bendice particularmente, más que a cualquier otra persona, y a su familia más que a cualquier otra familia. Por esa razón vemos que el egoísmo natural se lleva tan bien con algunas de esas ancianas tan "religiosas" y tan frecuentadoras de iglesias. Al fin, el sentido de la autojustificación, de haber descubierto la única verdad, desplaza a todas las bellas emociones que dieron origen a la religión.
No puedo ver ninguna otra razón de la existencia del arte y la poesía y la religión, salvo la de que tienden a restaurar en nosotros una frescura de visión y un resplandor más emocional y un sentido más vital en la vida. Porque a medida que envejecemos se entorpecen gradualmente nuestros sentidos, se hacen más duras nuestras emociones ante el sufrimiento y la injusticia y la crueldad, y nuestra visión de la vida se tuerce por la excesiva preocupación debida a realidades frías y triviales. Afortunadamente, tenemos unos pocos poetas y artistas que no han perdido la sensibilidad agudizada, la bella respuesta emotiva y la frescura de visión, y cuyos deberes, por ende, consisten en ser nuestra conciencia moral, en sostener un espejo ante nuestra visión empobrecida, en elevar el tono de nuestros nervios agostados. El arte debería ser una sátira y una advertencia contra nuestras emociones paralizadas, nuestros pensamientos sin vida, y nuestra vida sin naturalidad. Nos enseña la sencillez en un mundo artificial. Debería devolvernos salud y cordura de vivir, y permitirnos sanar de la fiebre y el delirio causados por el exceso de actividad mental. Debería afinar nuestros sentidos, restablecer la conexión entre nuestra razón y nuestra naturaleza humana, y volver a unir en un todo las partes deterioradas de una vida en dislocación, mediante la restauración de nuestra naturaleza original. ¡Cuitado es en verdad un mundo en que tenemos conocimiento sin comprensión, crítica sin apreciación, belleza sin amor, verdad sin pasión, rectitud sin misericordia, y cortesía sin tibieza en el corazón!
En cuanto a la filosofía, ejercicio del espíritu por excelencia, es aun mayor el peligro de que perdamos el sentimiento de la vida misma. Puedo comprender que haya deleite mental en la solución de una larga ecuación matemática o en la percepción de un orden grandioso en el universo. Esta percepción de un orden es probablemente el más puro de todos nuestros placeres mentales, y sin embargo, yo la cambiaría por una comida bien preparada. En primer lugar, es de por sí una rareza, un subproducto de nuestras ocupaciones mentales, deleitable porque es gratuita, pero de ningún modo tan imperativa para nosotros como otros procesos vitales. Ese placer intelectual es, después de todo, similar al placer de resolver con fortuna un problema de palabras cruzadas. En segundo lugar, el filósofo, en este momento, suele engañarse, enamorarse de su perfección abstracta, y concebir en el mundo una perfección lógica mayor de la que en verdad autoriza la misma realidad. Es un cuadro tan falso de las cosas como cuando pintamos una estrella de cinco picos: una reducción a fórmulas, una estilización artificial, una supersimplificación. Mientras no nos excedamos es bueno este placer por la perfección, pero debemos recordar que millones de personas pueden ser felices sin descubrir esta sencilla unidad de diseño. En verdad, podemos pasarnos en la vida sin ella. Prefiero hablar con una sirvienta negra que con un matemático; las palabras de la primera son más concretas, más animada su risa, y en general logro un mayor conocimiento de la naturaleza humana cuando hablo con ella. Soy un materialista tal, que en cualquier momento prefiero la carne de cerdo a la poesía, y suelo renunciar a un trozo de filosofía por un trozo de lomo, bien asado, jugoso y guarnecido con una buena salsa.
Sólo si ponemos a la vida sobre el pensamiento podemos salir de este calor y del viciado aire de la filosofía, y recobrar algo de la frescura y la naturalidad del niño. Todo filósofo verdadero debería avergonzarse de serlo cuando ve a un niño, o a un cachorro de león en una jaula. ¡Cuan perfectamente le ha formado la naturaleza, cor sus garras, sus músculos, su hermosa piel, sus orejas vivarachas, sus brillantes ojos, su agilidad y su sentido del juego! El filósofo debería avergonzarse de que la perfección hecha por Dios pasa a veces a ser imperfección hecha por el hombre, avergonzarse de usar anteojos, de no tener apetito, de sentirse a menudo dolorido en el espíritu o el corazón, y de no tener conciencia alguna de la diversión en la vida. Nada puede ganarse de este tipo de filósofo, porque nada de lo que diga puede sernos de importancia. Sólo puede sernos útil la filosofía que se da alegremente la mano con la poesía y establece para nosotros una visión más exacta, primero de la naturaleza, y después de la naturaleza humana.