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Le daría tiempo, espacio para respirar, más tiempo. Tenía derecho a ello.

Entre tanto él estaría ocupado: Tenía muchas cosas que hacer. Y por la noche, en la cama, cuando su cuerpo anhelara el alivio que sólo ella podía proporcionarle, se conformaría con releer sus cartas. Era como si la voz de Kyla le susurrara sus secretos más íntimos en la oscuridad.

– ¿Qué es todo esto, papá? -preguntó Kyla cuando entró en la cocina.

– Esto…, eh, nada -respondió rápidamente Clif Powers, y se apresuró a reunir los papeles esparcidos sobre la mesa.

– Algo es -no se le había pasado por alto la premura con la que su padre había apartado aquellos papeles de su vista, ni la mirada que había intercambiado con su madre. Las expresiones de ambos eran de culpabilidad, como cuando había sorprendido a Aaron arrancando su yedra preferida en el jardín.

Kyla puso los brazos en jarras.

– Vamos, confesad los dos. ¿De qué se trata?

– ¿Por qué no te sientas y bebes algo, cariño? -sugirió Meg.

– No quiero beber nada. Quiero que me digáis que era lo que tratabais de esconder.

Clif suspiró.

– Deberíamos decírselo, Meg.

Kyla se sentó al otro lado de la mesa, frente a su padre y cruzó los brazos encima del mantel.

– Os escucho.

– El ayuntamiento ha aceptado una propuesta para que esta calle pase a ser zona comercial en vez de residencial. Tu madre y yo nos hemos opuesto, pero hemos sido los únicos. Todos los demás vecinos querían el cambio. El ayuntamiento aprobó ayer la propuesta.

Kyla asimiló la noticia, e inmediatamente pensó en lo que aquello podía representar para el futuro de sus padres.

– ¿Y por qué os oponíais vosotros?, ¿esto no incrementará el precio de la casa?

– Bueno, sí, claro, pero nosotros no queremos marcharnos de aquí -respondió Meg-. No es que nos obliguen todavía, claro. Aún queda un tiempo, pero…

– La causa de que no queráis vender somos Aaron y yo -dijo Kyla con calma. Ahora se daba cuenta de por qué tanto secretismo-. Podemos arreglárnoslas, siempre os lo he dicho.

– Ya lo sabemos, pero no queríamos vender la casa mientras estés aquí.

– Bueno, pues parece que el ayuntamiento ha tomado la decisión en vuestro lugar. Me alegro. Es lo que queríais, vender esta casa, comprar una caravana y viajar.

– Pero Aaron y tú…

– Soy una adulta, mamá. Aaron es un niño sano. Nos compraremos una casa. Será bueno para ambos.

– Pero cuando murió Richard te prometimos que nunca te dejaríamos sola -argumentó Clif.

Kyla puso una mano encima de la de su padre.

– Me conmueve que te preocupes así por mí, papá. Sois maravillosos. Pero mamá y tú tenéis vuestras propias vidas; Os merecéis pasar estos años juntos, ahora que te has jubilado, y no estar pendientes de mí -miró los papeles que había en la carpeta-. Ya os han hecho una oferta por la casa, ¿no?

– Bueno, sí -admitió finalmente Clif-. Pero todavía tenemos dieciocho meses. No hay que aceptar la primera oferta que se presente…

– Pero ¿quién sabe lo que puede pasar en estos dieciocho meses? Una oportunidad así no se presenta todos los días. Si es una buena oferta, debéis aceptarla.

– No -replicó Meg con obstinación, sacudiendo la cabeza-. Te prometimos que no te dejaríamos sola.

– Pero, mamá…

– Hasta que Aaron y tú no estéis bien instalados en alguna parte, ni siquiera empezaremos a pensar en vender la casa. Y no se hable más, jovencita -Meg se levantó dando por concluida la discusión-. ¿Quieres beber algo o no?

Varias horas después, Kyla estaba tumbada en su cama y contemplaba las sombras que la luz de la luna proyectaba en el techo de su dormitorio.

La preocupaba la reticencia de sus padres a vender la casa. La venta les proporcionaría una seguridad económica para el resto de sus vidas. No quería que la pospusieran hasta que quizá estuvieran demasiado mayores como para disfrutar de ese dinero.

Ella era la causa de que vacilaran ante aquella oportunidad. ¿No se daban cuenta de lo culpable que la hacía sentir el sacrificio que hacían por ella? Ya habían pospuesto su sueño dos años a causa de la muerte de Richard. Claro que iba a echarlos de menos. Le daría mucha tristeza ver cómo derribaban la casa para levantar un complejo de oficinas y estaciones de servicio. Sería doloroso, pero sería para bien.

Ya era hora de que ella saliera adelante por su cuenta. Vendieran o no sus padres, ya era hora de que creara un hogar para Aaron y para ella. El problema era cómo convencer a Clif y a Meg.

Con un suspiro de cansancio, se obligó a cerrar los ojos.

Y volvió a suceder lo de siempre.

La imagen de Trevor Rule surgió ante ella. Todas las noches, la perseguía durante horas, hasta que por fin conseguía dormirse, frustrada, exhausta. Era como si él se comunicara en un plano espiritual que ella no alcanzaba a comprender. Esa obsesión la irritaba y le destrozaba los nervios.

Ya había pasado un mes desde su enfrentamiento en Traficantes de pétalos. A Kyla le habría gustado poder olvidar lo enfadado que le había parecido él entonces. Y, aún más, olvidar cómo la había mirado cuando por azar se habían cruzado en la calle.

Había sido en el momento más ajetreado del día. Babs y ella habían ido a entregar unas flores en el centro de Chandler, un pedido tan grande que requería la presencia de ambas, así que Clif se había ofrecido a ocuparse de la tienda en su ausencia.

– Mira eso -había dicho Babs.

– ¿Qué? -el centro de crisantemos goteaba y Kyla se estaba secando las manos.

– En la acera de enfrente. ¡De chuparse los dedos!

Kyla se puso una mano húmeda en la frente a modo de visera y miró en la dirección que miraba Babs, al otro lado de la calle. Trevor se disponía a bajar el bordillo a la altura donde estaba aparcada su ranchera. Cargaba en el hombro una saco de cemento que echó dentro de la furgoneta. Desde esa distancia, uno nunca adivinaría que había sufrido un terrible accidente y que estaba lleno de cicatrices. Había realizado todo el movimiento con la fuerza y la habilidad de un discóbolo.

Los labios de Babs emitieron un sonido de admiración.

– Que me quede ciega si no es un bombón.

– No…

– ¡Hola, Trevor! -chilló Babs.

Gimiendo, mortificada y ultrajada, Kyla se dio la vuelta y abrió la puerta del coche. Se metió dentro y cerró de un portazo.

– Te voy a matar -siseó por la ventanilla abierta.

– Si te portas como una idiota, soy yo la que va a matarte a ti -replicó Babs.

Trevor las había visto enseguida y saludó con la mano. Mientras esperaba a que dejaran de pasar coches para atravesar la calle, se quitó el sombrero vaquero que cubría su cabeza y se enjugó el sudor de la frente con la manga enrollada de la camisa. Se encaminó hacia ellas antes de que el coche hubiera pasado del todo y cruzó la calle con paso cadencioso.

– Hola.

El destino era injusto. Ningún hombre en el mundo con semejante atractivo sexual debería andar suelto, por el bien de las mujeres.

Se retiró hacia atrás el pelo, negro y espeso, antes de volver a ponerse el sombrero vaquero. El parche le daba aspecto de pirata.

Tenía el cuello muy bronceado y alrededor llevaba un pañuelo blanco enrollado y atado en el centro con un nudo. Se había remangado, y las mangas enrolladas de la camisa eran como cuerdas que apretaban sus bíceps. Se había dejado abierta la camisa azul de faena. Kyla se lo imaginaba trabajando con el torso desnudo, se debía haber puesto la camisa sólo para ir a la ciudad. Y como hacía calor, no se la había abrochado.

En cualquier caso, los faldones de la camisa bailaban a la altura de los muslos y tenía el pecho desnudo, cubierto por un vello oscuro, rizado, que descendía en una línea delgada y sedosa que dividía en dos su abdomen musculoso y finalmente desaparecía bajo la cintura de los vaqueros. Tenía un pecho precioso, marcado apenas por una cicatriz que bajaba desde el brazo por el lado izquierdo.