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Cuando él levantó la cabeza, ella jadeó.

– No, Trevor, por favor.

– Abre la boca.

– No.

– Bésame.

– No puedo.

– ¿De qué tienes miedo?

– No tengo miedo.

– Entonces bésame. Quieres hacerlo, lo sabes.

Su boca volvió a reclamar la de ella. Esa vez no halló resistencia. Sus labios se separaron y los de Kyla, obedeciendo a un deseo más fuerte que ella misma, respondieron. Luego la lengua de Trevor penetró en la boca de Kyla, explorándola como había hecho la otra noche. La besó profundamente. Cuando se separaron estaban jadeando, sin aliento.

Él posó su boca abierta en la curva de la garganta de ella, apasionadamente.

– No, no -dijo Kyla. Su voz no le parecía la suya, casi no podía reconocerla.

– No puedo creer que esté besándote.

– Por favor, no sigas.

– Y que tú me estés besando a mí.

– No te estoy besando.

– Claro que sí, cariño.

La boca de Trevor se frotó contra la piel de su garganta y la llenó de besos leves, diminutos. Luego posó un beso apasionado en la base de su garganta, un punto sensible.

– Tu piel, Dios, tu piel -con la mano le acariciaba la espalda desnuda. Sus dedos se deslizaban entre las tiras del vestido y la estrechaban contra sí. Ella notaba algo duro que se clavaba en su abdomen. Se dijo que era la hebilla del cinturón.

No obstante, se abrazó a él. En ese instante, era la única realidad que había en el mundo. Ni siquiera recordaba cómo habían acabado allí, cuando de pronto sintió los dedos de Trevor enredados en su pelo. Su boca respondía otra vez con sensualidad bajo la de él.

– ¿Es posible que me desees?

– Trevor…

– Porque yo te deseo.

Alarmada, ella apartó su boca de aquellos besos tan fogosos.

– No, no se te ocurra ni pensar que…

Él le enmarcó el rostro entre las manos.

– No se trata únicamente de sexo, Kyla. Quiero más que sexo. Ya sé que todo esto es algo repentino, pero me he enamorado de ti.

* * *

Huntsville, Alabama.

Habían comprado una casa nueva con ocasión de su quinto aniversario y ése era el día de la mudanza.

La casa estaba patas arriba. Había cajas por todas partes.

– ¿Cómo hemos podido acumular tantas cosas inútiles? ¿Has acabado de revisar el desván? -cuando la mujer no obtuvo respuesta a su pregunta, giró la cabeza para ver qué era lo que había capturado la atención de su marido. Éste estaba mirando unas fotos, las estudiaba una a una detenidamente-. ¿Qué es eso, cariño?

– ¿Mmm? Ah, unas fotos que saqué en El Cairo.

Ella se estremeció y se dirigió hacia él. Cerró los brazos en torno a sus hombros desde detrás, inclinó la cabeza y miró la foto.

– Cada vez que pienso lo cerca que estuve de perderte, siento escalofríos. ¿Cuántos días antes del atentado te marchaste de allí?

– Tres -dijo con solemnidad.

– ¿Quiénes son ésos que están contigo? -preguntó con dulzura, y señaló la foto que él estaba mirando en ese instante. Ella sabía que a menudo pensaba en sus compañeros de la embajada, especialmente en los que habían muerto.

– El de la izquierda era Richard Stroud.

– ¿Era?

– No se salvó.

– ¿Y el otro?

Su marido sonrió.

– Trevor Rule, el demonio en persona. Muy guapo. Un chico de Harvard, de familia distinguida, pero él era un juerguista. Lo llamábamos Besitos. Tenía un harén que sería la envidia de cualquier sultán.

– ¿Sobrevivió?

– Lo sacaron con vida, pero gravemente herido. No sé si conseguiría sobreponerse a las heridas.

– ¿Vas a guardar la foto?

– ¿Te parece que debería?

– ¿Stroud estaba casado?

– Sí, ¿por qué?

– Si esa foto no representa mucho para ti, ¿por qué no se la mandas a la viuda? Seguro que le gustaría tenerla. Parecéis los tres muy felices, como si os lo estuvierais pasando bien.

– Besitos acababa de contar uno de sus famosos chistes verdes -se echó hacia atrás y le dio un beso a su mujer-. Buena idea. Se la mandaré a la viuda de Stroud. Si logro dar con ella.

Tiró la foto dentro de la caja de recuerdos que iban a llevarse a la casa nueva.

Siete

¿Repentino? ¿Era eso lo que había dicho? «Ya sé que todo esto es algo repentino, pero me he enamorado de ti». La palabra «repentino» apenas daba idea de la bomba que contenía semejante afirmación. A la mañana siguiente, cuando Kyla volvió a pensar en lo ocurrido, seguía sin poder creer que hubiera dicho aquellas palabras.

Había dado gracias al cielo por que sus padres hubieran aparecido apenas unos instantes después. Ella estaba paralizada por lo que Trevor acababa de decir, y había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para mostrarse natural con sus padres. Les había dicho que acababan de llegar y que bajaban de acostar a Aaron y que no, que no habían interrumpido nada.

Trevor, mientras ella daba explicaciones a sus padres, continuaba mirándola fijamente con su único ojo, aquel ojo verde que compensaba de sobra la ausencia del otro. Ella, evitando encontrarse con su mirada, lo acompañó a la puerta y dijo el buenas noche de rigor antes de que Clif y Meg pudieran subir a acostarse y la dejaran de nuevo a solas con él. Incluso cuando estaba ya cerrando la puerta, él seguía mirándola fijamente. En ese momento Kyla se había prometido que no volvería a verlo.

A la luz del día, con el recuerdo del beso de la noche anterior todavía ardiendo en su memoria, se repitió la promesa.

– No puedo ni debo volver a verlo.

Pero no iba a ser fácil. Llamó a la hora del desayuno.

– Kyla -dijo en cuanto ella contestó-, siento llamar tan temprano, pero tengo que hablar contigo. Anoche…

– Ahora no puedo, Trevor. Estoy dando de desayunar a Aaron y está tirándolo todo.

– ¿Quieres que comamos juntos, los tres?

– Gracias, pero no podemos. Papá y yo vamos a pintar hoy mi antiguo balancín.

– ¿Cuándo? Puedo ir a echaros una mano.

– No, no, mejor no vengas -se apresuró a decir-. No sé exactamente cuándo nos pondremos a ello y no quiero que desperdicies el día.

– No me importa. Quiero…

– Tengo que colgar, Trevor. Adiós.

Él se presentó de todas maneras a media tarde. Ella fingió que tenía dolor de cabeza y ni siquiera bajó a saludar. Sus padres la miraron con desaprobación una vez que Trevor se hubo marchado, pero no dijeron nada.

Babs no se anduvo con tantas contemplaciones. Kyla hizo caso omiso de sus nada sutiles miradas y gruñidos despreciativos, pero hacia finales de semana Babs ya articulaba sus pensamientos con palabras.

– Ese tipo lleva cinco días llamando varias veces al día.

– Es su problema.

– Y el mío. Me he quedado sin disculpas para justificar por qué no puedes ponerte al teléfono.

– Con la imaginación que te caracteriza, Babs, estoy segura de que se te ocurrirán otras. Si es que vuelve a llamar.

– Llamará. No es un cobarde como tú.

Kyla se giró hacia ella.

– No soy ninguna cobarde.

– ¿Ah, no? ¿Entonces por qué te complicas tanto la vida para no hablar con él? ¿Qué hizo, algo tan despreciable como intentar agarrarte la mano?

– No soporto tu sarcasmo.

– ¿Quieres saber lo que pienso?

– No.

– Me parece que hicisteis algo más que agarraros de la mano.

Kyla se giró para que Babs no viera el rubor que cubría sus mejillas.

– Como ya te he dicho antes, tienes una imaginación muy calenturienta.

– Si no, no estarías tratando de huir de él de esta manera. Si Trevor Rule no hubiera conseguido ya algo de ti, te reirías de su empeño en verte.

– No tiene gracia.

– Exacto. Es muy serio.

– ¡No!

De pronto, en aquel ambiente ya tenso, hizo aparición el sujeto de su disputa. La campanilla que había en la puerta de Traficantes de pétalos sonó cuando Trevor entró en la tienda. Simultáneamente, las dos mujeres volvieron la cabeza en esa dirección. Él sólo miró a una, aquella cuyo rostro palideció repentinamente, la que se humedeció, nerviosa, el labio inferior, la que entrelazó las manos a la altura de la cintura porque no sabía qué hacer con ellas.