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Ella tampoco era inmune a sus encantos, a sus bíceps. ¿Y qué decir de su generosidad, de su amabilidad, de su forma de hacer el amor?

Para reprimir un sollozo se llevó los puños a la boca. No quería rememorar la manera como había disfrutado con su ternura, entre sus brazos. La culpa tenía un sabor metálico. A lo largo de las últimas semanas, en algún momento vivir y amar a Trevor se había convertido en algo más importante que mantener vivo a Richard en su corazón. Había dejado que la alarma sonara sin correr a apagar el fuego, y eso era una ofensa imperdonable.

Babs tenía razón. Estaba enfadada consigo misma por quererlo a pesar de todo.

No podía reprocharle que se hubiera acostado en la litera de Richard la noche anterior. Había sido un capricho del destino. Trevor no había usado las cartas para aprovecharse de ella, sino para colmar sus deseos. Se comportaba con Aaron como un padre ejemplar. Era ambicioso y tenía éxito en su profesión, pero no era uno de esos hombres esclavizados por su trabajo para amasar dinero.

Era cierto que él le había mentido al no hablarle de su relación con Richard. Ahora bien, si se hubiera presentado como Besitos, ella habría salido corriendo y se habría puesto fuera de su alcance. Si sólo se había casado con ella por sentido del deber, entonces era que sabía actuar tan bien como Laurence Olivier.

El amor que Trevor le había demostrado no podía fingirse, ni tampoco forzarse ni imponerse. Le salía del corazón.

Si aquel amor era sólido, ¿qué podía haber de malo en ello?

Se marchó del apartamento de Babs. Una vez en el coche, un millón de posibilidades pasaron por su mente, como insectos atraídos por la luz de un foco. ¿Y si él se había marchado?, ¿si había perdido al hombre que amaba por segunda vez en su vida? En la primera ocasión, lo sucedido escapaba a su control, pero esa vez sería ella la que lo había echado a perder.

Como decía Babs, era una idiota integral.

Dejó escapar un suspiro de alivio al ver que tanto el coche como la ranchera de Trevor estaban aparcados en el camino de entrada al garaje. Entró por la puerta delantera y vio una luz débil que provenía del dormitorio. Fue corriendo hacia allí.

Trevor estaba sentado en el borde de la cama, con la cabeza inclinada sobre una hoja de papel que tenía los dobleces marcados, de tantas veces como alguien la había doblado y desdoblado. Kyla reconoció su letra. Había otras cartas desparramadas encima de la cama. La luz que había visto era de la chimenea. Estaba leyendo a la luz de las llamas, aunque no era época todavía para encender el fuego.

Al oírla llegar, Trevor levantó la vista y la miró hasta que ella llegó a su lado. Ella bajó los ojos hacia esa carta tan manoseada. La agarró y la leyó. Cuando llegó a la frase donde decía Por lo que cuentas, es el tipo de hombre que me espanta, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Con un movimiento rápido, reunió todas las cartas, sobres incluidos. Fue hasta el otro lado de la habitación, retiró la pantalla que protegía el fuego y las tiró dentro de la chimenea.

– ¡Kyla, no!

El papel se retorció entre las llamas y empezó a arder encima de los troncos. Las llamas crepitaron. Al cabo de unos instantes las cartas se habían quemado y sólo quedaban de ellas las chispas que ascendían por el tiro de la chimenea. Cuando se dio la vuelta y lo miró, la cara de Kyla estaba arrasada por las lágrimas.

– No necesitas las cosas de otro, Trevor. Si quieres saber lo que pienso, lo que siento, pregúntamelo. Déjame que te abra mi corazón. Richard… -hizo una pausa y tomó aire. Respiró hondo. Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos. Aquello era lo más doloroso que había tenido que decir en toda su vida, pero finalmente enunció la verdad que llevaba tanto tiempo sin querer reconocer-. Richard murió. Yo lo quería. Entre los dos creamos otro ser humano. Aaron es el testimonio de ese amor y siempre estaré agradecida, pero Richard murió y yo te quiero.

– Kyla -la voz de Trevor se quebró.

Kyla se echó en sus brazos, que se cerraron en torno a ella y la estrecharon. Trevor enterró la cara en su cuello.

– Te quiero, Trevor. Lo único que tienes que hacer es mirarme y lo verás escrito en mis ojos.

– No, no te vayas -protestó ella. Con una fuerza sorprendente, cerró los muslos alrededor de las caderas de Trevor.

– ¿No te peso mucho?

– Me gusta.

– Qué rara eres -él levantó la cabeza de la almohada y le sonrió.

– ¿Que yo soy rara? Tú eres el que se enamoró de una mujer leyendo las cartas que le había escrito a otro. Ella echó hacia atrás la cabeza para poder enfocarlo mejor-. ¿Y si yo hubiera sido un adefesio?

– Si hubieras sido un adefesio, si hubieras sido distinta en cualquier aspecto de cómo eres, me habría presentado, te habría dado el pésame, te habría ofrecido ayuda económica y me habría despedido.

– Eso dijo Babs.

– ¿Ah, sí?

– Cuando todavía me hablaba.

– ¿Me he perdido algo?

– Te lo explicaré por la mañana. Ahora estoy ocupada -exploró la oreja de Trevor con la lengua.

– Me imagino que nuestro hijo está en lugar seguro -murmuró él junto a uno de los pezones, que comenzó a endurecerse.

– Está durmiendo en casa de Babs.

– ¿Y te parece que es un lugar seguro?

Ambos se rieron y, al hacerlo, Trevor esbozó una mueca.

– ¿Te duele? -preguntó ella.

Los labios de Trevor se curvaron en una sonrisa de cocodrilo hambriento.

– Ríete un poco más.

Ella lo besó. Cuando sintió que el cuerpo de él volvía a llenarse de deseo por ella, Kyla le tomó la cabeza entre las manos y lo obligó a levantarla.

– Perdóname. Te he dicho unas cosas horribles esta tarde. Sobre las cicatrices.

– Sabía que era el enfado el que te empujaba a hablar así.

– Y del parche -le tocó el pómulo con delicadeza-. Me parece que sé por qué no has querido ponerte una prótesis.

– ¿Por qué?

– Porque el parche representa el reto permanente de sobreponerte a tu discapacidad. Habría sido más fácil ponerte un ojo de cristal o esconder las cicatrices. Pero tú nunca eliges el camino fácil, ¿verdad?

– Ya no, pero antes sí. Antes de que me pasara esto, no me tomaba nada en serio. Era como si la vida fuera una sucesión de fiestas que se celebraban en mi honor. Me di cuenta de que no era así del modo más duro -meditó lo que iba a decir mientras enroscaba mechones del pelo de Kyla entre los dedos-. O tal vez el parche sea un escudo. La cicatriz que esconde es la más fea de todas. Quizá tenía miedo de que, si la veías, verías también la parte más fea de mí: mi engaño.

– Se acabaron los secretos entre nosotros, Trevor.

– Nunca más.

Sus dedos se perdieron en el pelo de Kyla y su voz se volvió ronca y habló más bajo.

– Tu furia era justificada, Kyla. Yo te manipulé para que te casaras conmigo. Después de verte, de darme cuenta de que eras incluso más bonita que las cosas que decías en tus cartas, tenía que conseguir estar contigo, por cualquier medio. Mi intención nunca ha sido reemplazar a Richard en tu corazón, sino hacerme un sitio en él.

– Me imagino que tu peor pecado ha sido la impaciencia.

– ¿Por qué lo dices?

– Si te hubieras presentado desde el principio como Besitos…

– Me habrías detestado nada más verme.

– Al principio, tal vez. Pero no cuando te hubiera conocido mejor. Lo que intento decir es que siento que esto era inevitable.

– ¿Quieres decir que, de cualquier modo, habríamos acabado casándonos, haciendo el amor, haciendo esto? -se movió dentro de ella.

– Sí -jadeó ella-. ¿Te acuerdas cuando me dijiste que mientras hubiera otro hombre conmigo, no había sitio para ti?

Trevor sonrió, avergonzado.

– Creo que lo expresé más crudamente, si no recuerdo mal.

– Crudamente, pero con mucha precisión -frotó los labios contra los suyos y los dejó allí, pegados a su bigote-. Tú me llenas por completo, Trevor, en cuerpo y alma.