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Los vaqueros tenían el aspecto cómodo y usado que adquirían después de muchos lavados. Esa vez no llevaba las botas tejanas relucientes, sino un par con el que se había metido muchas veces en el barro. Las manos estaban enfundadas en un par de guantes de faena, y lo mejor de todo era el cinturón de cuero de carpintero que colgaba de sus caderas. Parecía que fuera una cartuchera, un símbolo flamante de masculinidad. Las herramientas se balanceaban contra sus caderas, las rozaban con cada movimiento que hacía.

Era la encarnación misma de la masculinidad, una fantasía hecha realidad.

– ¿Qué os ha sacado fuera de la tienda? Hace un calor de mil demonios.

Babs se rió.

– Ya incluso hablas como un texano, ¿verdad, Ky?

Kyla, dentro del coche, más caliente que una sauna, estaba rígida como un palo.

– Sí.

Él apoyó un brazo en el techo del coche. La camisa se abrió más y Kyla vio las gotas de sudor en los rizos del vello que le cubría el pecho.

Él bajó la cabeza y se dirigió a ella.

– ¿Cómo estás?

– Bien. ¿Y tú?

– Bien. ¿Aaron?

– También bien.

– Me alegro.

– Parece que tienes mucho trabajo, Trevor -comentó Babs.

Kyla se daba cuenta, por el tono forzado de su amiga, de que a ésta le irritaba el curso que estaba tomando la conversación. ¡Pues que la dejara en paz! Ella era la que lo había llamado, que se ocupara de entretenerlo.

Pensaba que se sentiría aliviada cuando él se irguiera para responder a Babs, pero al hacerlo le había proporcionado una visión completa de su torso. Estaba fascinada.

Vio cómo se formaba una gota de sudor en la curva de su pecho, en el lado derecho. Creció hasta que el peso la hizo caer. Lentamente empezó a descender. Sus ojos vieron como bajaba, costilla a costilla. Podría haberse quedado enredada en el vello que cubría el abdomen, pero continuó su descenso sobre la piel tostada. Al final, llegó hasta la cintura del pantalón y se escurrió hacia dentro, como si hubiera alcanzado el escondite donde se guardaba un tesoro.

– ¿A que sí, Ky?

Kyla dio un brinco.

– ¿Qué? -Babs le había hecho una pregunta, pero era incapaz de saber a qué se refería.

– Le digo a Trevor que iremos a ver la casa que está construyendo en cuanto esté terminada.

– Ah, sí, me encantaría -respondió vagamente. «No sigas mirándolo. Mira al horizonte o el parquímetro, cualquier cosa que no sea él».

El cuerpo de Kyla transpiraba, y el calor propio del verano no era la única causa. Deseaba con todas sus fuerzas que Babs se montara en el coche para que se marcharan de allí.

Pero fue Trevor el primero en despedirse.

– Tengo que irme. El de la hormigonera me está esperando. Me ha encantado veros.

– Adiós, Trevor -se despidió Babs.

– Adiós, Babs. Kyla.

– Adiós -dijo ésta última con un hilo de voz.

Cuando estuvo segura de que él se había dado la vuelta y casi estaba llegando a su ranchera, se atrevió a levantar los ojos. Entonces deseó no haber hecho tal cosa. Trevor tenía la camisa pegada a causa del sudor sano de un hombre que realiza un trabajo físico, y la tela dibujaba la anchura de sus hombros. Los vaqueros le quedaban igual de bien por detrás que por delante.

En la cama, luchando por conciliar el sueño más de una semana después de ese encuentro, todavía le parecía estar viéndolo. Su leve cojera no hacía más que acentuar el balanceo de sus caderas, que siempre hacía que se le secara la boca.

Suspirando con resignación, se puso de lado y, cediendo a la tentación, volvió a rememorar la escena de la gota de sudor que descendía por su abdomen. Esa vez su lengua siguió a la gota cuando ésta se escurrió bajo los pantalones de Trevor.

Se levantó gruñona.

Su humor no había mejorado cuando su mano dejó la cafetera y agarró el teléfono inalámbrico que estaba en la mesa del desayuno.

– Hola, soy Trevor.

Kyla levantó la mirada rápidamente y miró a sus padres. La única vez que se habían aventurado a preguntar por qué Trevor ya no iba por allí, había atajado sus comentarios.

– Le dije que no éramos más que amigos, así que lo más probable es que se haya buscado un chica.

En ese momento no quería que Meg y Clif se dieran cuenta de que era Trevor el que llamaba, así que se limitó a decir «hola».

– Ya está terminada.

– ¿Terminada?

– La casa.

– ¡Ah! Enhorabuena.

– Gracias. ¿Vas a venir a verla?

Sus padres la miraban con curiosidad. Meg le preguntó quién era moviendo sólo los labios, sin articular ningún sonido, y ella fingió no entender.

– No sé si podré -replicó.

– Dijiste que vendrías -le recordó él.

– Ya lo sé, pero he estado tremendamente ocupada.

– Antes de ponerla a la venta, me gustaría que me dieras algunos consejos sobre cómo decorarla.

– No sé si puedo, no soy decoradora.

– Pero eres mujer, ¿no?

Sí, era mujer. Si no lo fuera, el corazón no estaría dando brincos contra la caja torácica, como si quisiera salírsele del pecho. Si no lo fuera, las rodillas no le flaquearían y las palmas de las manos no le sudarían, y no estaría pensando en la boca de Trevor.

– No tengo ni idea de cómo decorar una casa como ésa.

Vio que los ojos de su madre miraban a su padre y que éste alzaba las cejas.

– ¿Vendrás a verla de todos modos?

– ¿Cuándo?

– Esta tarde.

– Este sábado me toca trabajar en la floristería -Babs y ella se alternaban para abrir los sábados.

– Después del trabajo. Pasaré a buscarte a la hora de cerrar.

Kyla retorció el cable del teléfono mientras se preguntaba si debía usar a Aaron como excusa. Pero entonces Trevor le diría que lo llevara a él también. Y sus padres estaban pendientes de cada una de sus palabras, así que no podía inventar algo sobre ellos para no acudir.

¿Y qué importaba lo endeble que pareciera la excusa? Le había dicho claramente a Trevor que no quería volver a verlo. Y él había tenido el valor de llamarla y pedirle que fuera.

Pero ¿no sería descortés rehusar esta invitación en concreto? Había visto la casa cuando todavía estaba en obras. Estaba claro que, para Trevor, era importante que todo saliera bien. Esa casa podría hacer despegar su carrera. Tal vez quería conocer su parecer sobre la decoración del espacio, eso era todo. Necesitaba un interlocutor, alguien en cuyo gusto pudiera confiar.

– De acuerdo. Nos veremos a las seis.

– Estupendo.

Estuvo ocupada todo el día en la tienda, pero las horas parecían interminables. Y tenía hambre. ¿O eran nervios lo que notaba en la boca del estómago, nervios ante la perspectiva de volver a verlo?, ¿o era expectación? No quería averiguarlo.

A las seis en punto entró Trevor. Estaba fantástico, con pantalones y camisa de sport. Olía como si acabara de salir de la ducha y de afeitarse. Tenía el pelo todavía mojado. Se le rizaba a la altura de las orejas y le caía sobre el parche. Estaba tan atractivo que quitaba el aliento.

– ¿Queda alguna flor?

Kyla se rió, aliviada al ver que se mostraba simpático y bromista. Eso aligeraba las cosas.

– Unas pocas.

– ¿Estás lista?

– Voy a buscar el bolso y a apagar las luces.

Volvió en seguida. Él la acompañó hasta la puerta y esperó a que echara el cierre. La ayudó a subir al coche, la mano siempre debajo de su codo, pero de un modo impersonal. Tanto mejor.

Mientras dejaban atrás las calles de la ciudad charlaban animada y superficialmente. Avanzaron luego por la carretera hacía la parcela arbolada donde estaba la casa. Él le preguntó por sus padres y ella le dijo que estaban bien. Le preguntó por Aaron y lo puso al día de las últimas travesuras de éste. No hicieron mención de la discusión que habían tenido un mes atrás.

– ¡Cielo santo! -exclamó ella cuando la casa apareció ante su vista-. No puedo creerlo.

Trevor estacionó el coche en la rampa del garaje, bordeada de jardineras.