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– ¿Te gusta?

– ¿Cómo no me va a gustar? -sin esperar a que élla ayudara a bajar, abrió la puerta del coche y salió, sin dejar de mirar la casa con admiración-. No me dijiste que ibas a poner vidrieras en las ventanas que están a los lados de la puerta de entrada.

– No me lo preguntaste -replicó él en tono burlón-. Vamos dentro.

Era como entrar en las páginas de una revista de arquitectura. El estilo era informal; en el diseño del edificio habían primado la comodidad y la funcionalidad, pero sin escatimar detalles. Las habitaciones eran espaciosas, pero resultaban acogedoras.

Kyla dejó escapar una exclamación de júbilo cuando entró en la cocina y vio lo bien que había quedado su idea de convertir el rincón del desayuno en mirador.

– Y mira, un hervidor de agua incorporado en el fregadero -le mostró Trevor con orgullo-. Y el frigorífico y el congelador, encastrados en la pared.

– Es perfecto, perfecto -dijo Kyla sonriendo.

– ¿De verdad te gusta?

– Es maravilloso.

– Ven fuera. Quiero enseñarte el jardín de atrás.

El suelo de madera rojiza se extendía varios metros más allá de la casa hasta el césped, que ya estaba plantado. Alrededor de los árboles había azaleas cuidadosamente podadas. También había flores cultivadas en jardineras situadas estratégicamente sobre el suelo de madera. Un arroyo burbujeaba entre la vegetación, el riachuelo resplandecía como una cinta plateada y se escabullía entre los árboles frondosos.

– No puedo creerlo, Trevor -dijo ella con admiración-. Has hecho maravillas. Es precioso. Lo que has hecho hasta ahora es perfecto, no te costará nada vender esta casa.

Él le tomó las dos manos y la hizo volverse y mirarlo. Kyla se sorprendió. Hasta ese momento apenas la había tocado. Se había mostrado ocurrente y simpático mientras le enseñaba las habitaciones con el mismo entusiasmo que un niño de diez años muestra su bicicleta nueva. Ahora la miraba con tanta intensidad que su corazón empezó a latir a toda velocidad.

– Te he dejado tranquila, como me pediste.

– Es lo mejor.

Él sacudió la cabeza.

– Te he dejado tranquila, pero eso no significa que me guste ni que haya dejado de pensar en ti.

Kyla tragó saliva.

– Al contrario -prosiguió él-, pienso en ti…

– Trevor, por favor, no quiero discutir.

– Ni yo pretendo tal cosa.

– Entonces no sigas.

– Déjame terminar -cuando vio que ella estaba dispuesta a permitírselo, continuó-: Sabes lo que siento por ti.

– Tú dijiste… dijiste…

– Que te quiero. Y lo digo en serio, Kyla.

– Por favor, no me presiones. No puedo.

– ¿Qué es lo que no puedes?

– Salir con un hombre.

– Ya lo sé. Por eso quiero pedirte que te cases conmigo.

Ocho

– ¿Puedo sentarme, por favor?

El bigote de Trevor se curvó en una sonrisa.

– ¿Tanto te ha impresionado?

La llevó hasta un balancín de estilo antiguo, parecido al que había en el porche de los Powers. Estaba sujeto a los tablones de madera del suelo.

Kyla estaba demasiado perpleja con su proposición como para hacer comentario alguno sobre el balancín. Tenía debilidad por los balancines. En cualquier otro momento, habría hecho algún comentario. En ese momento, apenas podía mover los labios.

Trevor se sentó a su lado, pero sin tocarla. Durante unos minutos, el único ruido era el suave quejido de la cadena del balancín. Los grillos cantaban en sus escondites. Las palabras y las frases se agolpaban en la mente de Kyla, llegaban como luciérnagas pero parpadeaban y se desvanecían antes de que pudiera articularlas.

– No sé qué decir.

– Di que sí.

Ella lo miró. Estaba atardeciendo.

– Trevor, ¿por qué piensas que puedo querer casarme contigo?, ¿o casarme en general?

– No es que crea tal cosa. Me has dejado claro varias veces que no estás buscando marido.

– Entonces ¿por qué me pides que nos casemos?

– Porque te quiero y quiero convertirme en tu marido. Quiero vivir contigo y con Aaron, ser su padre.

– ¡Pero eso es una locura!

– ¿Por qué?

– Porque sabes que yo no te quiero.

Él se quedó con la mirada fija en sus propias manos. Las giró y las estudió como si estuviera viéndolas por vez primera.

– Sí, lo sé -admitió-. Sigues enamorada de Richard.

Ella estuvo tentada de tocarlo y tímidamente le puso una mano encima de la rodilla.

– ¿Tienes la esperanza de que cambie y de que con el tiempo me enamore de ti?

– ¿Crees que es posible?

Ella retiró la mano.

– Nunca querré a nadie como quería a Richard.

– Yo te quiero a pesar de todo.

– ¿Cómo es posible que quieras malgastar de ese modo tu vida? ¿Por qué quieres casarte con una mujer que sabes que no te ama y nunca te amará?

– Deja que yo me preocupe de los porqués. ¿Quieres casarte conmigo?

– Eres un hombre muy atractivo, Trevor.

Él esbozó una amplia sonrisa.

– Gracias.

Ella se exasperó.

– A lo que me refiero es a que dentro de seis meses, o la semana que viene, o mañana, a lo mejor conoces a otra mujer, una que se enamore de ti.

– No me interesa.

– Pues debería interesarte.

– Mira -dijo él pacientemente-, aunque esa supuesta mujer apareciera y me diera un pellizco en el trasero, no me inmutaría. Ya he conocido a una y quiero casarme con ella.

– Pero si casi no me conoces…

Te conozco tan bien como es posible conocer a otra persona. Sé que te gustan los balancines en el porche, los tragaluces en el techo y las casas rodeadas de árboles. Sé que cuando estabas en el instituto saliste con un chico llamado David Taylor que te partió el corazón. Debajo del brazo derecho tienes unas pecas que dices que son de nacimiento. Y dices que tienes el pecho demasiado pequeño, que te da un poco de vergüenza. Pero a mi me parece que es precioso y estoy deseando volver a verlo, a tocarlo con las yemas de los dedos y la lengua.

Trevor se aclaró la garganta y se revolvió incómodo en el balancín. Ese fragmento de la última carta que Richard no había llegado a enviar a Kyla había acudido de pronto a su memoria.

– No creía en los flechazos hasta que te vi ese día en el centro comercial. Me pareciste muy guapa, pero había algo más. Me gustó la manera como hablabas a Aaron y como le tendías los brazos -sonrió de lado-. Si no se le hubiera ocurrido meterse en la fuente, me hubiera inventado un modo de conocerte -se acercó a ella-. Cásate conmigo, Kyla. Viviremos en esta casa.

– ¡En esta casa! -exclamó ella-. ¿Has terminado la casa con la intención de que vivamos juntos aquí?

Contento de haber conseguido sorprenderla, Trevor preguntó:

– ¿Por qué crees que he prestado tanta atención a los detalles?

Tras ellos, más allá de los ventanales que daban al porche trasero, Kyla vio las habitaciones ordenadas. No podían ser más de su gusto, como si ella misma las hubiera concebido.

– Tenemos un gusto increíblemente parecido. Es una casa preciosa, Trevor, pero ésa no es una razón para casarse.

– Todavía no es más que una casa, pero quiero que sea un hogar. Un hogar para nosotros. Para Aaron, para ti y para mí.

La idea surgió de pronto en la mente de Kyla. Trevor quería una esposa y un niño. Ahora bien, ¿por qué un hombre con el encanto y el físico de Trevor, un hombre que podía darse el lujo de elegir a cualquier mujer, quería casarse con una viuda con un hijo? A menos que no pudiera tenerlos de otro modo.

¡Claro! Las discapacidades de Trevor no estaban a la vista. Quizá lo que más lo atraía de ella era que no podía ni quería corresponderle. Quizá lo que deseaba era una esposa sin exigencias físicas. Quizá para poder formar su propia familia, no tuviera más remedio que casarse con una mujer que ya tuviera un hijo. En cierto modo, tal vez sólo se tratara de un matrimonio de conveniencia.