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– Perdonadme -dijo Babs. Se escurrió por la puerta de batiente y desapareció en la trastienda, murmurando por lo bajo algo sobre Mahoma y una montaña.

Kyla tenía la vista fija en la franja de suelo que los separaba. Quizá hubiera ido para encargar unas flores, o para hablar del tiempo. Por cualquier razón excepto aquella que más temía.

Las palabras de Trevor disiparon rápidamente sus esperanzas.

– ¿Por qué me estás evitando?

¿Quería jugar fuerte? Pues jugarían fuerte, se dijo Kyla. Levantó la cabeza con orgullo y lo miró.

– ¿Tú por qué crees?

– ¿Por lo que te dije el viernes por la noche?

– Has acertado.

– ¿Te ofendí?

– Tergiversar de ese modo la palabra«amor» es ofensivo.

– No la estaba tergiversando. Siento lo que te dije, no te estaba mintiendo.

– Me resulta imposible creerlo.

– ¿Por qué?

Ella lo miró fijamente, pasmada.

– ¿Cómo puede ser? Sólo nos hemos visto cuatro veces y tú me dices que estás enamorado de mí…

– ¿Llevas la cuenta? -una sonrisa burlona curvó las comisuras de los labios de Trevor y el bigote se elevó y dejó ver los dientes blancos, brillantes.

– La única razón de que recuerde cuántas veces nos hemos visto es que me dijeras algo tan fuera de lugar -malditos fueran esa sonrisa y ese bigote, y su estómago por retorcerse de ese modo, pensó Kyla.

– Algunas veces pasa.

– A mí no.

– Pero a mí sí. Me he enamorado de ti, Kyla.

Ella le dio la espalda y se abrazó, apoyada contra el mostrador.

– No vuelvas a decir eso, por favor.

Él fue hacia ella. Kyla sintió su presencia antes incluso de que le pusiera las manos sobre los hombros. Era como si el sol calentara su espalda en la playa al atardecer.

– ¿De qué tienes miedo, Kyla?

– De nada.

– ¿De mí?

– No.

– ¿Te da miedo lo que puedas sentir?

– No siento nada.

– Algo sientes -le retiró el pelo hacia un lado y le pasó los dedos por la nuca-. Tú también me besabas.

Ella inclinó la cabeza hacia delante. La barbilla casi le llegaba al pecho.

– Eso no quiere decir nada.

– ¿No?

– Sólo que llevaba mucho tiempo sin besar a nadie.

– ¿Y te gustó?

– Sí… No… Por favor, no puedo hablar de esto contigo.

– A mí me gustó, Kyla. Me encantó. Y me pareció que así debían ser las cosas.

Ella se dio la vuelta para encararlo, atrapada entre Trevor y el mostrador.

– Pues no estuvo bien, Trevor -declaró con énfasis.

– Dime por qué.

– Porque yo quiero a mi marido.

– ¡Pero si murió!

– En mi corazón, no -respondió ella, enfadada, llevándose una mano al pecho-. Allí sigue vivo, y pretendo que continúe siendo así.

– Es una locura. Es antinatural.

– ¡Y no es asunto suyo, señor Rule! -ella lo empujó y se apartó de él. Cuando volvió a mirarlo, el pecho le subía y le bajaba con agitación. Respiraba con dificultad-. No te he engañado. He sido sincera desde el principio. El segundo día que nos vimos te dije que no quería salir con nadie, que no quería enamorarme. Ya estoy enamorada, y es un amor que durará para siempre, el resto de mi vida. Ninguno podrá igualarlo y no me resignaré a menos.

Impaciente, se secó con el dorso de la mano las lágrimas que afloraron a sus ojos.

– Yo te lo dejé muy claro y tú insististe en verme. Lo siento si te ha dado por enamorarte de mí, pero tendrás que aguantarte. No quiero volver a verte, Trevor. Ahora, por favor, déjame sola.

La mandíbula de Trevor estaba muy rígida. Los músculos del cuello, en tensión, señal de que estaba enfadado. Debajo del bigote, los labios formaban una línea delgada. Los puños, apretados a la altura de las caderas. Kyla no sabía si quería pegarle o besarla, y tampoco sabía qué le daba más miedo a ella.

Finalmente, Trevor giró sobre sus talones y salió dando un portazo. La campanilla bailó con fuerza sin dejar de sonar.

Kyla se derrumbó sobre el mostrador. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo agotador que había resultado físicamente ese encuentro. Le dolían todos los músculos del cuerpo, como si hubieran experimentado una tensión extrema. Un dolor insoportable le perforaba la frente entre las cejas.

Cuando por fin recuperó un poco la compostura, se irguió sobre el mostrador y se encontró a Babs delante de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y expresión amarga.

– Ni se te ocurra decir ni una palabra -le advirtió Kyla. Y lo decía en serio.

– No se me ocurriría -dijo Babs airadamente-. Tú ya has dicho todo lo necesario, y con mucha claridad. Cualquier hombre en su lugar, daría media vuelta y desaparecería. Pero el señor Rule no hará tal cosa. No durante mucho tiempo.

– ¡Maldita sea!

El pie pisó el freno de la ranchera mientras la sacaba de la carretera y se detenía en el arcén de grava. Las ruedas levantaron una nube de polvo alrededor del vehículo, que se fue asentando poco a poco. Trevor encendió las luces de avería y puso los brazos sobre el volante. Apoyó la frente en las manos.

– Bueno, ¿y qué esperabas?

¿Es que creía que podía irrumpir en la vida de Kyla tranquilamente y que, sin mucho tiempo ni esfuerzo, ésta iba a caer rendida a sus pies?

Sí, eso había creído, tenía que admitirlo. Eso era lo que inconscientemente había esperado. Al hijo de George Rule las cosas siempre le habían resultado fáciles. Los estudios, los deportes, las mujeres… Ningún problema para relacionarse, al contrario: tenía madera de líder.

Para él, la vida había sido un banquete en bandeja de plata. Incluso había desbaratado los planes que su padre tenía para su futuro. Siempre había hecho lo que había querido. A excepción del revés de El Cairo, había llevado una vida regalada. Y ni siquiera entonces la suerte le había dado la espalda. El atentado lo había dejado maltrecho, pero no tan incapacitado como habría podido.

Trevor levantó la cabeza; esa vez apoyó la barbilla en las manos y miró a través del polvoriento parabrisas. Mirara hacia donde mirara, las llanuras de Texas se extendían hasta el horizonte, hasta el infinito.

¿Hacia allí iba su vida, hacia ninguna parte?

El rechazo de Kyla era difícil de tragar, una pildora demasiado amarga.

El vacío que lo carcomía por dentro ¿era tan sólo la reacción natural de un chico mimado para quien la vida había sido fácil hasta entonces? La única cosa verdaderamente importante en su vida se le negaba. Los dioses estarían riéndose de él. Se le negaba el privilegio de realizar el único gesto noble que había tenido en su vida.

Era más que eso. El honor y el sentido del deber tenían poco o nada que ver con su comportamiento con Kyla.

La amaba.

Kyla ya no se reducía a unas palabras escritas en hojas de papel barato, palabras que lo habían acompañado en sus horas de soledad, que habían aliviado su dolor y le habían dado fuerzas para continuar cuando las cosas se habían puesto más negras.

Era una persona, una voz, un olor, una sonrisa.

– Y sigue enamorada de su marido -se recordó amargamente.

Richard Stroud era un tipo maravilloso. Ahora era un fantasma maravilloso. Y los fantasmas solían ser cada vez más mejores y más encantadores que las personas que habían sido. Uno olvidaba los defectos de los que se habían ido y recordaba sólo sus virtudes.

Pero Richard Stroud no era su enemigo, no debía pensar en él en esos términos. Tal vez debería dejar de lado toda aquella locura. Kyla amaba el recuerdo de su esposo. Se lo había dejado bien claro.

«Retírate mientras todavía puedas, chico. No te quiere».

Entonces se acordó de lo apasionadamente que lo había besado, del sabor de su boca, del olor de su pelo y el tacto de su piel, y se dio cuenta de que no tenía intención de retirarse.

– Todavía no.

Cada uno de los movimientos de su mano sobre la palanca de marchas mostraba su determinación de no rendirse. Volvió a incorporarse a la carretera.