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– Hay más, agente O'Dell. El otro cuerpo también llevaba muerto varias semanas, y no es Albert Stucky.

Maggie se sentó antes de que le flaquearan las rodillas.

– No, eso no puede ser. No puede haber escapado otra vez.

– No sabemos quién es. Puede que un amigo o alguien que cuidara de Harding. Es indudable que Harding estaba ciego. El doctor Holmes dice que tenía ambas retinas desprendidas y que no presenta signos de diabetes.

Maggie ya apenas lo escuchaba. Apenas podía oírlo por encima del palpito de su corazón mientras miraba frenéticamente a su alrededor. Notó que Harvey husmeaba la puerta de atrás, alterado. ¿Dónde demonios había dejado la pistola? Abrió el cajón del escritorio. La Glock había desaparecido.

– He mandado a varios agentes a vigilar su casa -dijo Cunningham como si con eso bastara-. Le sugiero que no salga esta noche. Quédese ahí. Si va a por usted, estaremos preparados.

«Si viene a por mí, estaré indefensa», pero se guardó aquel pensamiento para sí.

Se topó con los ojos inquisitivos de Gwen. El miedo comenzó a invadir su cuerpo como un líquido gélido inyectado en sus venas. Sin embargo, se incorporó y se apartó del sólido escritorio de su padre.

– Stucky no se atreverá a venir a por mí otra vez.

Capítulo 74

Se arrastró entre los matorrales, pegándose al suelo. Las espinas de los malditos arbustos le enganchaban la sudadera. Eso no le hubiera pasado nunca con su chaqueta de cuero. Ya la echaba de menos, aunque había merecido la pena sacrificarla sólo para ver la expresión de alivio de la agente especial O'Dell, sabiendo que la había engañado. Los había engañado a todos, deslizándose por entradas secretas que había preparado especialmente para tal ocasión.

Se frotó los ojos. ¡Maldición, qué oscuro estaba todo! Deseó que las rayas rojas desaparecieran. Pop, pop… No, no pensaría en los putos vasos sanguíneos rompiéndose en sus ojos. La insulina estabilizaba su cuerpo, pero no parecía que nada pudiera impedir que los vasos sanguíneos de sus ojos estallaran.

Todavía podía oír la risa chillona de Walker diciéndole:

– Serás un puto ciego, como yo, Al.

Walker todavía se estaba riendo cuando le apoyó el cañón del calibre 22 en la base del cráneo y apretó el gatillo. Pop,

Pop.

Las luces se habían apagado del todo. La había visto deambular por lo que sabía era su habitación. Deseaba poder verle la cara, relajada y desprevenida, pero las cortinas estaban echadas y no eran lo bastante finas.

Ya había interceptado y desactivado el sistema de alarma con el mando a distancia que Walker había inventado para él meses atrás. Aun ciego como un murciélago, Harding seguía siendo un genio de la electrónica. Él ni siquiera sabía cómo funcionaba aquel chisme. Pero lo había probado en la casa de Archer Drive y, en efecto, funcionaba.

Comenzó a trepar por la espaldera cubierta de enredaderas y arbustos, esperando que fuera más firme de lo que parecía. En realidad, todo parecía demasiado fácil, demasiado simple. Pero, claro, ella sería un auténtico desafío. Sabía que no iba a decepcionarlo.

Pensó en el escalpelo guardado en su fina funda, dentro de su bota. Se tomaría su tiempo con ella. La ansiedad excitó sus sentidos tan intensamente que tuvo que contener los jadeos. Sí, aquello merecería el esfuerzo.

Capítulo 75

Maggie estaba sentada en el rincón más oscuro de la habitación. Tenía la espalda apoyada contra la pared y los brazos extendidos, apoyados sobre las rodillas. En las manos sujetaba la Smith amp; Wesson, con el dedo en el gatillo. Esta vez, estaba lista. Sabía que la estaba vigilando. Sabía que vendría. Sin embargo, cuando lo oyó al pie de la espaldera, sintió que el pulso se le aceleraba. El corazón la golpeaba contra el pecho. El sudor le corría por la espalda.

Unos minutos después, él apareció en la ventana. Maggie vio su sombra cernirse como un negro buitre. Entonces su cara se acercó al cristal, asustándola, haciéndola saltar. «No te muevas. No respires. Permanece en calma. Tranquila». Sin embargo, el terror la sacudía como un mazo, desobedeciendo todas sus órdenes. Un ligero temblor amenazó su puntería. Sabía que estaba a salvo en la oscuridad del rincón. Además, él miraría primero el montón de almohadas, confundiéndolo con su víctima dormida.

¿Lo sorprendería que hubiera comprendido tan bien su juego? ¿Lo decepcionaría que pudiera predecir sus movimientos? Sin duda no esperaba que ya hubieran descubierto que el segundo cuerpo no era el suyo. Posiblemente esperaba que se dieran cuenta pronto, porque no había perdido ni un instante para ir en busca de su última víctima, del último golpe que podía asestarle a su némesis. Aquél sería su gran final, la cicatriz definitiva que le infligiría a Maggie antes de que la diabetes lo dejara completamente ciego.

Ella agarró con fuerza el revólver. En lugar de pensar en el miedo, se concentró en las caras de las victimas de Stucky, en aquella letanía de nombres a la que había que añadir los de Jessica, Rita y Rachel. ¿Cómo se atrevía a convertirla en cómplice de su perversidad? Dejó que la ira se filtrara en sus venas, confiando en que desalojara al miedo que se deslizaba lentamente por sus entrañas.

Él alzó la ventana suavemente, sin hacer ruido, y antes de que entrara en la habitación, Maggie notó su olor a humo y sudor. Esperó hasta que estuvo de pie al borde de la cama. Esperó a que sacara el escalpelo de su bota.

– No necesitará eso -dijo con calma, sin mover un músculo.

Él se giró bruscamente, sujetando el escalpelo. Con la mano libre apartó la sábana y luego tendió la mano hacia la lámpara de la mesilla de noche. El resplandor amarillo inundó la habitación, y cuando se volvió hacia ella, Maggie creyó percibir un destello de sorpresa en sus ojos incoloros. Él se recompuso rápidamente, enderezándose, alto y erguido, y su asombro se convirtió en una sonrisa torcida.

– Maggie O'Dell… No esperaba encontrarla aquí.

– Gwen no está. En realidad, está en mi casa. Espero que no le importe que haya tomado su lugar.

Stucky no se había atrevido a ir a por ella. Eso habría sido demasiado fácil. Como en la fábrica de Miami, ocho meses atrás. Habría sido más fácil matarla. Pero le había dejado la cicatriz, aquel recordatorio constante. Así que ¿por qué no iba a hacerlo de nuevo? No, Stucky no pensaba matarla. Simplemente, quería destruirla. Aquél sería su golpe definitivo: matar a una mujer a la que Maggie conocía y quería.

– Se le da muy bien nuestro pequeño juego -él parecía complacido.

Sin previo aviso, ella apretó el gatillo, y la mano de Stucky voló hacia atrás. El escalpelo cayó al suelo. Él se miró la mano ensangrentada. Luego miró a Maggie a los ojos. Esta vez, ella percibió algo más que sorpresa. ¿Empezaba a tener miedo?

– ¿Qué se siente? -preguntó, intentando que no se le quebrara la voz-. ¿Qué se siente cuando a uno lo derrotan en su propio juego?

– No, eso debería preguntarlo yo, Maggie. ¿Qué se siente al jugar mi juego?

Ella sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Podía hacerlo. No lo dejaría vencer. Esta vez, no.

– El juego se ha acabado -logró decir. ¿Notaba él el temblor de su mano?

– Le gusta verme sangrar. Reconózcalo -él alzó la mano para mostrarle la sangre que le chorreaba por la manga-. Resulta estimulante, ¿verdad, Maggie?

– ¿Tan estimulante como matar a su mejor amigo, Stucky? ¿Por eso lo hizo? -creyó ver que su rostro se crispaba. Tal vez al fin hubiera encontrado su talón de Aquiles-. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué mató al único hombre, a la única persona que soportaba ser su amigo?

– Tenía algo que necesitaba. Algo que no podía conseguir en ninguna otra parte -dijo él, alzando la barbilla y apartando la mirada de la luz.