Se obligó a apartar la vista y evitó la tentación de mirar atrás. Pasaron el último control y entraron en la autopista. Al salir a la carretera abierta, logró relajarse. Le gustaba conducir. Le daba tiempo para pensar. Pero al tomar velozmente un desvío a la izquierda, Benny, que parecía perdido en sus pensamientos, se alteró de pronto.
– ¿Adonde coño vas? La I-95 está en el otro sentido.
– Pensé que podíamos tomar un atajo. Por la autopista 45 hay menos tráfico, y el paisaje es mucho más bonito.
– ¡Y a mí qué me importa el puto paisaje!
– Se tarda una media hora menos. Entregaremos al recluso y tendremos media hora más para comer.
Sabía que su compañero no se opondría a que alargaran la hora de la comida. En realidad, confiaba en impresionar a Benny. Y no se equivocó. Su compañero se reclinó en el asiento y se sirvió otra taza de café. Extendió un brazo y apretó el botón del aire acondicionado. Esta vez, el aire fresco comenzó a extenderse por la cabina, y Benny recompensó a Del con una de sus raras sonrisas. Por fin había hecho algo bien. Del se echó hacia atrás en el asiento y se relajó.
Dejaron atrás el tráfico de Miami. Llevaban sólo treinta minutos en la carretera cuando en la parte trasera del furgón retumbó un golpe seco. Al principio, Del pensó que se había caído el silenciador del tubo de escape, pero los golpes continuaron. Procedían de la parte de atrás del furgón, pero de su interior, no de sus bajos. Benny aporreó con el puño la mampara de acero que había tras ellos.
– ¡Estáte quieto, joder! -se dio la vuelta y miró por el angosto rectángulo de cristal que separaba la cabina de la parte trasera-. No se ve una mierda.
El ruido iba creciendo y hacía vibrar sus asientos. A Del le parecía que estaban golpeando los lados metálicos del furgón con un bate de béisbol. Lo cual, naturalmente, era absurdo. Era imposible que el preso dispusiera de algo remotamente parecido a un bate de béisbol. Benny se estremecía con cada golpe, sujetándose las sienes. Al mirarlo, Del vio que la bailarina polinesia contoneaba las caderas con cada puñetazo que su compañero daba a la mampara de acero.
– ¡Eh, vale ya! -gritó Del, sumando su voz al estruendo que empezaba a producirle dolor de cabeza.
Estaba claro que el preso no había sido convenientemente inmovilizado y que estaba aporreando las paredes del furgón. Aun cuando el ruido no acabara por enloquecerlos durante el trayecto, el prisionero podía causarse graves heridas. Y Del no quería cargar con la responsabilidad de entregar a un recluso magullado. Redujo la velocidad, apartó el furgón hacia el arcén de la carretera de dos carriles y paró.
– ¿Qué coño haces? -preguntó Benny.
– No podemos seguir así el resto del viaje. Está claro que los chicos no lo han inmovilizado.
– ¿Y para qué, si ha encontrado a Jesucristo?
Del se limitó a sacudir la cabeza. Al bajarse del furgón, se le ocurrió pensar que no sabría qué hacer si el preso había conseguido liberar un brazo o una pierna de las correas de cuero.
– Espera, chaval -gritó Benny tras él, bajándose a trompicones de su asiento-. Ya me encargo yo de ese cabrón.
Benny tardó en rodear el furgón. Cuando al fin lo hizo, Del notó que se tambaleaba.
– ¡Todavía estás borracho!
– De eso nada.
Del se acercó a la cabina y sacó el termo. Benny intentó arrebatárselo, pero Del lo retiró. Quitó la tapa y al instante percibió el tufo a alcohol que despedía el café.
– Hijo de puta -sus palabras sorprendieron por igual a Benny y al propio Del. Pero, en lugar de disculparse, arrojó el termo a lo lejos y lo vio reventar contra un poste cercano.
– ¡Joder! Ese era el único termo que tenía, chaval -Benny parecía a punto de arrojarse de cabeza a la cuneta cubierta de maleza para recuperar los fragmentos del termo. Pero, dándose la vuelta, se dirigió bamboleándose a la parte de atrás del furgón-. Vamos a callar a este cabrón.
Los golpes continuaban, cada vez más fuertes, haciendo zarandearse el furgón.
– ¿Tú crees que estás en condiciones? -preguntó Del. Se sentía tan furioso y traicionado como para permitirse un pequeño sarcasmo.
– Que sí, joder. Yo ya callaba a cabrones como éste cuando tú todavía chupabas de la teta de tu madre -Benny echó mano al revólver reglamentario y luchó con el cierre de la funda antes de sacar la pistola.
Del se preguntó cuánto alcohol tenía Benny Zeek en el cuerpo. ¿Sería capaz de apuntar con el arma? ¿Estaba ésta cargada? Hasta ese día, Brice y Webber se habían encargado de trasladar a los criminales más peligrosos haciendo el viaje hasta Glades y Charlotte, mientras que a Benny y a él les asignaban únicamente a ladrones de poca monta y a delincuentes de guante blanco a los que debían escoltar en sentido contrario, a los juzgados del condado en Miami. Del abrió el cierre de su pistolera. Le temblaba la mano; la culata del arma tenía un tacto extraño y repulsivo.
Los ruidos cesaron en cuanto Del comenzó a abrir los cerrojos del pesado portón trasero. Miró a Benny, que permanecía de pie a su lado, con el revólver en alto. Del advirtió enseguida el leve temblor de la mano de su compañero y sintió que se le revolvía el estómago. Tenía la espalda empapada; la frente le chorreaba. Bajo los sobacos, unas manchas húmedas se extendían por su antaño tieso uniforme. El corazón lo golpeaba contra las costillas y ahora, en medio de aquel silencio, se preguntaba si Benny podía oírlo.
Respiró hondo y apretó con fuerza el asa del cierre. Luego abrió de golpe la puerta, se hizo a un lado y dejó que Benny escudriñara el negro interior del furgón. Benny, de pie, con las piernas separadas y los brazos extendidos ante sí, sujetando con ambas manos la pistola, ladeó la cabeza, listo para apuntar.
Pero nada ocurrió. La puerta golpeó el lateral del furgón y rebotó un momento. La quietud que los rodeaba, el silencio de la carretera desierta, amplificó el ruido del metal contra el metal. Del y Benny escrutaron la oscuridad, aguzando la vista para ver el banco esquinado en el que el preso solía sentarse, sujeto por gruesas correas que salían de la pared y el techo.
– ¿Qué demonios…? -Del veía las correas de cuero cortadas, colgando de la pared del furgón.
– ¿Qué coño pasa aquí? -farfulló Benny acercándose lentamente al furgón abierto.
De pronto, una figura alta y oscura se arrojó sobre Benny y lo derribó. La pistola cayó al suelo. Albert Stucky le clavó los dientes en la oreja como un perro rabioso. El grito de Benny descompuso a Del. Quedó paralizado. Sus miembros se negaban a reaccionar. El corazón lo golpeaba contra el pecho. No podía respirar. No podía pensar. Cuando al fin sacó el revólver, el preso ya se había levantado. Saltó hacia él y, dándole un topetazo, le clavó algo afilado, suave y duro en el estómago.
Del sintió que el dolor estallaba de pronto, difundiéndose por su cuerpo. Tenía las manos flojas, y la pistola resbaló de sus dedos como agua. Se obligó a mirar los ojos de Albert Stucky y al instante vio al mal mirándolo fijamente, negro y frío, una entidad en sí mismo. Sintió el aliento caliente del demonio en su rostro. Al bajar la mirada, vio la larga mano que aún sujetaba el cuchillo. Alzó los ojos a tiempo para ver la sonrisa de Stucky al hundirle más profundamente la hoja.
Cayó de rodillas lentamente. Tenía la vista emborronada, pero vio que la alargada figura de aquel desconocido se descomponía en fragmentos. Vio el furgón y a Benny tendido en el suelo. Todo empezó a girar y a difuminarse. Luego cayó pesadamente contra el pavimento. Los vapores del asfalto recalentado traspasaban su espalda húmeda, pero más aún le ardían los costados. Un incendio incontrolado se extendía por su estómago, prendiendo fuego a todos sus órganos. Tendido de espaldas, no veía más que las nubes haciendo volutas sobre él: un blanco resplandeciente contra el sólido azul del cielo. El sol de la mañana lo cegaba. Qué hermoso era todo, sin embargo. ¿Por qué no se había fijado antes en lo bello que era el cielo?