Изменить стиль страницы

– En eso tiene razón -dijo él, asintiendo.

– No creo que comieran juntos. Seguramente él se preparó un sandwich. Debería meter el sandwich en una bolsa. Si no se puede sacar un molde dental, tal vez pueda hacerse un análisis del ADN de la saliva.

Cuando al fin se volvió a mirarlo, Manx la estaba observando fijamente. Su irritación parecía haberse convertido de pronto en perplejidad, y las arrugas de sus ojos se habían hecho más profundas. Maggie comprendió que era mayor de lo que le había parecido en un principio. Lo cual significaba que la ropa y el pelo revuelto eran síntomas de una crisis de mediana edad, y no de la indiscreción propia de la juventud. Reconocía la mirada incrédula de Manx. Era la misma que solía recibir tras examinar el escenario de un crimen. A veces, aquella mirada la hacía sentirse como una adivinadora de tres al cuarto, o como si tuviera poderes paranormales. Pero, por debajo del escepticismo que despertaba, se advertía siempre un asombro y un respeto que redimían aquella reacción inicial.

– ¿Le importa que le eche un vistazo al baño? -preguntó.

– Está usted en su casa -Manx sacudió la cabeza y le indicó que pasara.

Maggie se detuvo antes de llegar a la puerta del cuarto de baño. Sobre la cómoda había una fotografía. Al instante reconoció a la bella rubia que le sonreía desde el marco, con un brazo alrededor de un hombre de pelo oscuro mientras con la otra mano acariciaba la cabeza de un labrador blanco. Era la mujer con la que Tess y ella habían hablado el primer día que fue a ver su casa nueva.

– ¿Qué pasa? -preguntó Manx, acercándose a ella.

– Conocí a esta mujer la semana pasada. Se llama Rachel Endicott. Cuando la conocí, salía a hacer footing.

Entonces vio más sangre por el espejo de la cómoda. Esta vez, era una mancha en el bajo del volante de la colcha. Se detuvo y se dio la vuelta, vacilando. ¿Era posible que quienquiera que hubiera sangrado estuviera aún bajo la cama?

Capítulo 5

Maggie observó el volante ensangrentado y luego se acercó lentamente a la cama.

– En realidad, iba paseando -dijo, procurando mantener la voz en calma-. Llevaba un perro, un labrador blanco.

– Nosotros no hemos visto ningún perro -dijo Manx-. A no ser que esté fuera, en el jardín, o en el garaje.

Maggie se agachó despacio. También había sangre en las junturas de la tarima. Parecía que el intruso se había tomado la molestia de limpiar aquellas manchas. Pero ¿por qué lo había hecho? Tal vez porque la sangre era suya.

La habitación quedó en silencio cuando al fin los hombres repararon en la sangre del bajo del volante de la cama. Maggie sintió que se inclinaban hacia ella, esperando. Incluso Manx permanecía en silencio, aunque por el rabillo del ojo Maggie vio que movía con impaciencia la puntera del zapato.

Levantó la tela fruncida, evitando la zona ensangrentada. Antes de que pudiera agacharse a mirar, un gruñido profundo y gutural le hizo apartar la mano, asustada.

– ¡Mierda! -exclamó Manx, retirándose tan bruscamente que empujó la mesilla de noche contra la pared, arañándola.

Maggie percibió un brillo metálico en su mano y comprendió que había sacado el arma reglamentaria.

– Apártese -de pie junto a ella, Manx le dio un empujón en el hombro que estuvo a punto de derribarla.

Maggie lo agarró del brazo mientras apuntada, nervioso, listo para disparar si algo se movía bajo la cama, aunque no pudiera verlo.

– ¿Qué demonios está haciendo? -gritó ella.

– ¿A usted qué coño le parece?

– Cálmese, detective -el forense agarró a Manx del otro brazo y lo apartó suavemente.

– Puede que ese perro sea nuestro único testigo -dijo Maggie, arrodillándose de nuevo pero manteniéndose a una distancia prudencial.

– Sí, ya. Como si un perro pudiera contarnos lo que ha pasado.

– Ella tiene razón -dijo el forense con voz extrañamente pausada-. Los perros pueden decirnos muchas cosas. Veamos si podemos hacernos con éste.

Entonces miró a Maggie como si esperara sus instrucciones.

– Seguramente estará herido -dijo ella.

– Y asustado -añadió el médico.

Ella se levantó y miró a su alrededor. ¿Qué diablos sabía ella de perros, y menos aún de cómo ganarse su confianza?

– Mire en el armario y traiga un par de chaquetas -le dijo-. Preferiblemente gruesas, de lana a ser posible, y que estén usadas, sin lavar. Puede que haya alguna ropa en el suelo.

Encontró una raqueta de tenis apoyada contra la pared. Rebuscó en los cajones de la cómoda y vio una percha para corbatas en la parte interior de la puerta del armario. Tomó una corbata de seda muy fina y ató uno de sus extremos al mango de la raqueta. En el otro extremo, hizo un nudo corredizo. El forense regresó con varias chaquetas.

– Agente Hillguard -dijo-, vaya a buscar unas mantas. Detective Manx, póngase a los pies de la cama. Cuando le digamos, levante la colcha.

Maggie notó que Manx no parecía irritado con el forense. En realidad, parecía admirar al hombre de más edad, y al instante ocupó su puesto a los pies de la cama.

El forense le dio a Maggie una de las chaquetas, una costosa prenda de tweed. Ella olfateó la manga. Excelente. Todavía quedaba un leve rastro de perfume. Se puso la chaqueta, metiendo los brazos desnudos en las mangas, pero dejando suficiente espacio en los extremos para emburujar los puños. Luego asió la raqueta y se arrodilló a medio metro de la cama. El forense se arrodilló a su lado mientras el agente Hillguard dejaba una colcha y dos mantas en el suelo, junto a ellos.

– ¿Listos? -el médico los miró a los tres-. Está bien, detective Manx. Alce la colcha, pero despacio.

Esta vez, el perro estaba en guardia. Tenía los ojos vidriosos, profería un bajo y profundo gruñido y enseñaba los dientes. Pero no se tiró a ellos. No podía. Bajo el pelo ensangrentado, antes blanco, Maggie localizó la herida principal, un corte justo sobre la escápula, muy cerca de la garganta. El denso pelaje parecía haber detenido momentáneamente la hemorragia.

– No pasa nada, pequeño -le dijo Maggie al perro con voz pausada y suave-. Vamos a ayudarte. Tranquilízate.

Se acercó un poco más, extendiendo una parte de la manga y dejando que colgara sobre su mano. El perro le lanzó un mordisco, y Maggie se echó hacia atrás bruscamente, casi perdiendo el equilibrio.

– ¡Jesús! -masculló. ¿Se había vuelto loca por completo? Intentó no pensar en su aversión a las agujas, y sin embargo se descubrió preguntándose si el tratamiento contra la rabia requeriría aún seis pinchazos.

Procuró calmarse. Tenía que mantener la concentración. Lo intentó de nuevo, más despacio esta vez. El perro husmeó la manga que colgaba, floja, y reconoció al instante el olor de su dueña. Su gruñido se tornó en gemido y, después, en llanto.

– No pasa nada -le dijo Maggie susurrando, sin saber si intentaba convencer al perro o a sí misma. Se acercó un poco más, con la raqueta en la otra mano. El lazo de la corbata colgaba hacia abajo. Movió lentamente la raqueta mientras el perro la observaba, gimoteando. Dejó que el animal olfateara la corbata y le deslizó el lazo alrededor del hocico sin que el perro se resistiera. Suavemente apretó el nudo.

– ¿Cómo vamos a sacarlo de ahí? -el agente Hillguard estaba ahora de rodillas al otro lado de Maggie.

– Desdoble una de esas mantas y acérquesela.

Pero en cuanto el agente Hillguard acercó las manos, el perro comenzó a gruñir y a revolverse, intentando librarse del improvisado bozal. Se abalanzó hacia el agente, y Maggie aprovechó la ocasión para agarrarlo por el cuello desde atrás. Tiró de él hacia la manta sin dejar de sujetar la raqueta y manteniendo prieto el bozal. El perro lanzó un agudo gemido, y al instante Maggie temió haberle abierto la herida.

– Joder -rezongó el detective Manx, pero no desenfundó el revólver.