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– ¿Sabes qué, Louie? Acabo de recordar que me he dejado una cosa en la oficina -se dio la vuelta y se desasió de su brazo.

– ¿Cómo? ¿Es que no puede esperar unos minutos?

– No, lo siento. Mi jefa me matará si no lo arreglo ahora mismo -abrió la puerta del coche con el mando distancia y se montó antes de que Louie tuviera oportunidad de decir algo más-. Luego me pasaré por aquí -dijo a través de la ventanilla entreabierta, sabiendo que no lo haría. Ya estaba subiendo el cristal cuando dijo-. Te lo prometo.

Arrancó y maniobró cuidadosamente por el angosto callejón, mirando a Louie por el retrovisor. Él parecía más confuso que enfadado. Eso estaba bien. No quería que Louie se enfadara con ella. Entonces, de pronto, se preguntó por qué se preocupaba por eso. No quería que aquello le importara.

Salió a la calle y, al comprender que estaba a salvo, fuera de la vista de Louie, pisó el acelerador. Pero sólo varios kilómetros después notó que volvía a respirar y comenzó a oír la radio en vez del latido de su corazón. Entonces recordó que había dejado atrás la licorería de Shep. Daba igual. Ya no sentía que se mereciera una celebración y, sin embargo, procuró pensar en su éxito reciente y olvidar el pasado. Tan enfrascada estaba que apenas reparó en el sedán negro que la seguía.

Capítulo 7

Antes de que llegaran la pizza o Gwen, Maggie se sirvió su segundo whisky. Se había olvidado de la botella hasta que apareció en una caja, guardada a buen recaudo, como un antídoto necesario entre los vestigios del terror. En la etiqueta de la caja figuraba el número 34666, el número asignado a Albert Stucky. Tal vez no fuera un accidente que su expediente acabara en 666.

El director adjunto Cunningham se pondría furioso si supiera que había fotocopiado hasta el último papel del archivo policial acerca de Stucky. Maggie se habría sentido culpable de no ser porque era ella quien había recogido y elaborado cada informe, cada documento, cada anotación del caso. Durante casi dos años, había seguido sin descanso la pista de Stucky. Había examinado cada uno de los escenarios donde aquel hombre perpetraba sus sesiones de tortura y disección, analizando su obra en busca de tejidos, pelos, órganos extraídos, cualquier cosa que pudiera darle un indicio de cómo atraparlo. Aquel archivo era suyo por derecho, teniendo en cuenta que la extraña información que contenía formaba parte de su propia vida.

Se había dado una ducha rápida tras su inesperada visita al veterinario. Su camiseta de la Universidad de Virginia estaba a remojo en el lavabo del cuarto de baño. Posiblemente nunca conseguiría quitar las manchas de sangre. Era una camiseta vieja, dada de sí y descolorida, pero Maggie le tenía un extraño cariño. Algunas personas guardaban sus viejos álbumes de cromos; ella guardaba sus viejas camisetas.

En la Universidad de Virginia había pasado algunos de sus mejores años. Allí descubrió que tenía una vida propia, ajena a los cuidados que debía dispensarle a su madre. Fue allí donde conoció a Greg. Miró su reloj y después comprobó su teléfono móvil para asegurarse de que estaba encendido. Había llamado a Greg para preguntarle por la caja extraviada, pero él aún no le había devuelto la llamada. Sin duda la haría esperar, pero Maggie no quería enojarse. Esa noche, no. Estaba demasiado cansada para soportar nuevas emociones.

Sonó el timbre. Maggie miró de nuevo el reloj. Gwen, como siempre, llegaba diez minutos tarde. Se tiró de los faldones de la camisa para asegurarse de que cubrían el prominente revólver que llevaba sujeto a la cinturilla. Últimamente, la pistola era para ella un accesorio tan cotidiano como el reloj de pulsera.

– Sé que llego tarde -dijo Gwen antes de que acabara de abrir la puerta-. El tráfico está imposible. Los viernes por la tarde, parece que todo el mundo pierde el trasero por largarse a pasar el fin de semana fuera de Washington.

– Yo también me alegro de verte.

Ella sonrió y estrechó a Maggie con un solo brazo. Maggie pensó un instante, asombrada, en lo frágil y delicada que parecía la mujer de más edad. A pesar de que Gwen era menuda y femenina, Maggie pensaba en ella como en su peñón de Gibraltar particular. Muchas veces durante el transcurso de su amistad se había apoyado en Gwen, llegando a depender de su fortaleza, de su carácter y de sus palabras de consejo.

Apartándose, Gwen sujetó su cara con la palma de la mano y la miró fijamente.

– Estás hecha un asco -dijo suavemente.

– ¡Vaya, muchas gracias!

Ella sonrió otra vez y le entregó el paquete de botellas de cerveza Bud Light que llevaba en la otra mano. Estaban frías y húmedas por la condensación. Maggie las tomó y aprovechó la ocasión para apartar los ojos de los de Gwen. Hacía casa un mes que no se veían, aunque hablaban por teléfono con frecuencia. Sin embargo, por teléfono, Maggie podía impedir que Gwen percibiera el pánico y la fragilidad que parecía tener a flor de piel desde hacía unas semanas.

– La pizza llegará en cualquier momento -le dijo Maggie, Volviendo a activar el sistema de alarma.

– La habrás pedido sin salsa en mi lado, ¿no?

– Y con extra de champiñones.

– Ah, bendita seas -Gwen entró sin esperar su invitación y Comenzó a recorrer las habitaciones-. Dios mío, Maggie, esta casa es maravillosa.

– ¿Te gusta la decoración?

– Hmm… Yo diría que el cartón marrón es muy propio de ti; sencillo y sin pretensiones. ¿Puedo echar un vistazo arriba? -preguntó Gwen mientras subía las escaleras.

– ¿Acaso puedo impedirlo? -dijo Maggie, riendo. ¿Cómo era posible que aquella mujer dejara un rastro de energía, ternura y contento allí por donde pasaba?

Había conocido a Gwen al llegar a Quantico por vez primera para realizar un curso de técnicas forenses. Maggie era por entonces una joven e ingenua novata que no había visto más sangre que la de un tubo de ensayo y que nunca había disparado un arma, salvo en las prácticas de tiro.

Gwen formaba parte del equipo de psicólogos que el director adjunto Cunningham había reclutado para que actuaran como asesores independientes a fin de realizar el perfil psicológico de los criminales de varios casos importantes. Ya entonces tenía una próspera consulta en Washington D. C. La mayoría de sus pacientes pertenecían a la flor y nata de la ciudad: esposas de congresistas hastiadas de sus vidas, altos mandos del ejército con tendencias suicidas, y hasta un miembro maniaco-depresivo del gabinete de la Casa Blanca.

Sin embargo, fueron sus investigaciones, los muchos artículos que había escrito y su notable conocimiento de los entresijos de la mente criminal lo que primero llamó la atención del director adjunto Cunningham cuando le pidió que actuara como asesora independiente de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI. No obstante, Maggie descubrió muy pronto que aquello no era lo único que atraía al director adjunto Cunningham de la doctora Gwen Patterson. Hacía falta estar ciego para no darse cuenta de la química que había entre ellos, aunque Maggie sabía de primera mano que ninguno de los dos había dado ningún paso al respecto, ni siquiera tentativamente.

– Respetamos nuestra relación profesional -le explicó Gwen una vez, dejándole claro que no quería volver a hablar del asunto, a pesar de que la conversación tuvo lugar mucho después de que Gwen acabara su periodo de trabajo como asesora policial. Maggie sabía que posiblemente el infeliz matrimonio del director adjunto Cunningham tenía más que ver con la política de manos quietas que practicaban ambos que cualquier intento de preservar su relación profesional.

Desde la primera vez que se vieron, Maggie había admirado el vigor de Gwen, su afilada inteligencia y su ironía. La doctora Patterson se resistía a pensar de manera convencional y no vacilaba en romper cualquier norma sin por ello dejar de aparentar que respetaba escrupulosamente la autoridad. Maggie la había visto ganarse a diplomáticos y a criminales con sus modales desenvueltos y, al mismo tiempo, encantadores. Gwen era quince años mayor que ella, pero enseguida se había convertido en su mejor amiga y en su mentora.