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El timbre sonó de nuevo y Maggie echó la mano atrás y agarró el revólver casi sin darse cuenta. Alzó la mirada para ver si Gwen había notado su reacción. Se alisó los faldones de la camisa sobre los vaqueros y miró el pórtico por la ventana lateral antes de desconectar el sistema de alarma. Después se detuvo a mirar por la mirilla, observando la esférica panorámica de la calle antes de abrir la puerta.

– Una pizza familiar para O'Dell -la muchacha le entregó la caja caliente. Olía a queso fundido y a salsa de tomate.

– Huele de maravilla.

La chica sonrió como si la hubiera hecho ella misma.

– Son dieciocho dólares con cincuenta y nueve, por favor.

Maggie le dio un billete de veinte y otro de cinco.

– Quédate con la vuelta.

– Vaya, muchas gracias.

La chica se alejó brincando por la glorieta, agitando la rubia coleta por debajo de la gorra de béisbol azul. Maggie dejó la pizza en el suelo, en medio del cuarto de estar. Regresó a la puerta para reactivar el sistema de alarma justo cuando Gwen bajaba corriendo las escaleras.

– Maggie, ¿qué ha pasado? -preguntó su amiga, sosteniendo en alto la camiseta empapada y manchada de sangre-. ¿Qué es esto? ¿Te has hecho algo? -inquirió Gwen.

– Ah, eso.

– Sí, eso. ¿Qué diablos ha pasado?

Maggie puso rápidamente la mano bajo la camiseta, que aún goteaba, y, quitándosela, corrió escaleras arriba para volver a depositarla en el lavabo. Vació el agua turbia, teñida de rojo, puso más detergente y sumergió la prenda en agua limpia. Al alzar la mirada, vio por el espejo que Gwen estaba de pie tras ella, observándola.

– Si estás herida, por favor, no intentes curarte tú sola -dijo Gwen con voz suave pero severa.

Maggie miró los ojos de su amiga en el espejo y comprendió que se refería al corte que Albert Stucky le había infligido en el abdomen. Después de la conmoción de aquella noche, Maggie se había escabullido entre las sombras y había intentado curarse la herida ella misma. Pero una infección la había llevado a la sala de urgencias del hospital unos días después.

– No es nada, Gwen. El perro de mi vecina estaba herido. Ayudé a llevarlo al veterinario. Esta sangre es del perro, no mía.

– ¿Estás de broma? -un instante después, el alivio pareció apoderarse de los rasgos de Gwen-. Dios mío, Maggie, ¿es que siempre tienes que meter las narices allí donde haya sangre.

Maggie sonrió.

– Te lo contaré luego. Ahora vamos a comer, que estoy muerta de hambre.

– Eso sí que es raro.

Maggie agarró una toalla, se secó las manos y bajó las escaleras delante de Gwen.

– ¿Sabes? -dijo su amiga tras ella-, tienes que engordar un poco. ¿Es que ya nunca comes como Dios manda?

– Espero que esto no vaya a convertirse en una conferencia sobre nutrición.

Oyó el suspiro de Gwen, pero sabía que su amiga no insistiría. Entraron en la cocina y Maggie sacó unos platos y unas servilletas de papel de una caja que había sobre la enci-mera. Cada una asió una botella de cerveza fría y fueron a sentarse en el suelo del cuarto de estar. Gwen ya se había despojado de sus costosos mocasines negros y había tirado su chaqueta de traje sobre el brazo de la tumbona. Maggie tomó una ración de pizza mientras Gwen examinaba la caja abierta junto al escritorio.

– Este es el archivo de Stucky, ¿no?

– ¿Vas a decírselo a Cunningham?

– Claro que no. Sabes que nunca lo haría. Pero me preocupa que estés tan obsesionada con él.

– Yo no estoy obsesionada.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿tú cómo lo llamarías?

Maggie le dio un mordisco a su pizza. No quería pensar en Stucky, o volvería a perder el apetito. Sin embargo, ésa era una de las razones por las que había invitado a Gwen.

– Simplemente, quiero que lo atrapen -dijo finalmente. Sentía los ojos de Gwen escrutándola, buscando indicios, rastreando intenciones ocultas. Le desagradaba que su amiga intentara psicoanalizarla, pero sabía que, en el caso de Gwen, era una reacción instintiva.

– ¿Y sólo tú puedes atraparlo? ¿Es eso?

– Yo soy quien mejor lo conoce.

Gwen siguió mirándola un momento y después agarró la botella por el cuello y desenroscó el tapón. Bebió un trago y dejó la cerveza a un lado.

– He hecho algunas comprobaciones -tomó una porción de pizza. Maggie procuró ocultar su impaciencia. Le había pedido a Gwen que utilizara su influencia para averiguar en qué fase se hallaba el caso Stucky. Al exiliarla al circuito de la enseñanza, el director adjunto Cunningham también le había prohibido acceder a los datos de la investigación.

Gwen masticó despacio. Bebió otro sorbo mientras Maggie esperaba. Esta se preguntaba si su amiga habría llamado directamente a Cunningham. No, eso habría sido demasiado obvio. Cunningham sabía que eran amigas íntimas.

– ¿Y bien? -preguntó, sin poder soportarlo más.

– Cunningham ha metido en el caso a un trazador nuevo, pero ha desmantelado el equipo de investigación.

– ¿Y por qué demonios ha hecho eso?

– Porque no tiene nada, Maggie. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Más de cinco meses? No hay ni rastro de Albert Stucky. Es como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

– Lo sé. He revisado el PDCV casi todas las semanas.

El PDCV, el Programa de Detención de Criminales Violentos puesto en marcha por el FBI, registraba los crímenes de sangre que se producían a lo largo y ancho del país, clasificándolos conforme a sus rasgos distintivos. Nada que se asemejara al modus operandi de Stucky había aparecido en él en los últimos meses.

– ¿Y en Europa? Stucky tenía bastante dinero escondido. Podría haber ido a cualquier parte.

– He consultado a mis contactos en la Interpol -Gwen se detuvo para beber otro trago-. No tienen ningún indicio de Stucky.

– Puede que haya cambiado de modus operandi.

– O puede que haya dejado de matar, Maggie. A veces sucede con los asesinos en serie. Simplemente, dejan de matar. Nadie puede explicarlo, pero tú sabes tan bien como yo que es posible.

– En el caso de Stucky, no.

– ¿No crees que se habría puesto en contacto contigo? ¿Que intentaría empezar de nuevo ese juego macabro que os traíais entre manos? A fin de cuentas, fuiste tú quien lo mandó a la cárcel. Debe de estar muy cabreado contigo.

Maggie era quien había identificado finalmente al asesino al que el FBI llamaba El Coleccionista. El perfil que ella había realizado y un conjunto de huellas dactilares casi indistinguibles que el asesino había dejado tras de sí en el escenario de un crimen, haciendo gala de su arrogancia y su temeridad, habían llevado por fin al descubrimiento de que El Co-leccionista era en realidad Albert Stucky, un millonario de Massachusetts hecho a sí mismo.

Como la mayoría de los asesinos en serie, Stucky parecía disfrutar exhibiéndose; le gustaba llamar la atención y reclamar la autoría de sus crímenes. Cuando su obsesión se volvió hacia Maggie, a nadie le sorprendió. Pero el juego que siguió había superado toda expectativa. Aquel juego incluía indicios para atraparlo que llegaban en notas personales acompañadas de dedos cortados, de una marca de nacimiento diseccionada, y hasta, en una ocasión, de un pezón arrancado e introducido en un sobre.

De eso hacía ocho o nueve meses. Había pasado casi un año y Maggie seguía intentando recordar cómo era su vida antes de iniciarse el juego. No recordaba haber dormido sin que la asaltaran las pesadillas, ni vivir sin la necesidad de mirar continuamente a su espalda. Había estado a punto de perder la vida por capturar a Albert Stucky, y éste había escapado antes de que ella pudiera recordar siquiera qué se sentía estando a salvo.

Gwen extendió un brazo y sacó de la caja un montón de fotografías forenses. Las fue mirando y dejándolas en el suelo mientras seguía comiéndose la pizza. Era una de las pocas personas que Maggie conocía fuera del FBI que podían comer y mirar fotografías de la escena de una crimen al mismo tiempo. Sin alzar la mirada, dijo: