– Me ha llamado un tal detective Manx, del departamento de policía de Newburgh Heights -la expectación de Maggie se disipó al instante-. Me ha dicho que esta tarde se coló usted en la escena de un crimen. ¿Es cierto?
Maggie levantó la mano para frotarse los ojos otra vez, sólo para darse cuenta de que aún estaba sujetando la pistola. La dejó a un lado y se echó hacia atrás. Se sentía derrotada. Maldito fuera aquel capullo de Manx.
– ¿Agente O'Dell? ¿Es cierto?
– Me he mudado hoy a este barrio. Vi unos coches de policía al final de la calle. Pensé que tal vez podría echarles una mano.
– ¿E irrumpió en la escena de un crimen sin que nadie la invitara?
– Yo no irrumpí en ningún sitio. Sólo ofrecí mi ayuda.
– Eso no es lo que me ha dicho el detective Manx.
– No, ya me lo imagino.
– Quiero que se mantenga apartada del trabajo de campo, agente O'Dell.
– Pero podía…
– Eso significa que no puede utilizar sus credenciales para colarse en la escena de un crimen. Aunque sea en su calle. ¿Entendido?
Ella se pasó los dedos por el pelo revuelto. ¿Cómo se atrevía ese Manx? Ni siquiera hubiera descubierto al perro de no haber sido por ella.
– ¿Está claro, agente O'Dell?
– Sí. Sí, perfectamente claro -dijo, esperando casi una reprimenda adicional por su tono de sarcasmo.
– Que tenga buen viaje -dijo él con su brusquedad habitual, y colgó.
Maggie dejó el teléfono sobre el escritorio y empezó a rebuscar entre los archivos. La tensión de su cuello, de su espalda y de sus hombros era cada vez mayor. Se levantó, estirándose, y notó que la rabia aún martilleaba en su pecho. ¡Maldito Manx! ¡Maldito Cunningham! ¿Cuánto tiempo creía que podría mantenerla alejada del servicio activo? ¿Cuánto tiempo pensaba seguir castigándola por su debilidad? ¿Y cómo esperaba capturar a Stucky sin su ayuda?
Maggie comprobó el sistema de alarma por tercera vez, revisando dos veces la luz roja de encendido a pesar de que, cada vez, una voz mecánica le decía que el «sistema de alarma había sido activado». Al infierno con el zumbido de su cabeza. Se sirvió otro whisky, intentando convencerse de que uno más sin duda aliviaría su tensión.
El suelo de la habitación estaba cubierto de papeles y fotografías. Le pareció muy apropiado inaugurar su nuevo hogar con un montón de sangre y horror. Se retiró al solario, asió el revólver y, sacando una manta de una caja que había en un rincón, se la echó sobre los hombros. Apagó todas las luces, salvo la del escritorio. Luego se acurrucó en la tumbona, mirando hacia los ventanales.
Acunaba y bebía el whisky mientras contemplaba la luna deslizarse entre las nubes, haciendo bailar las sombras del jardín. En la otra mano sujetaba el revólver que descansaba sobre su regazo, oculto bajo la manta. A pesar del aturdimiento que notaba tras los globos oculares, estaría preparada. Tal vez el director adjunto Cunningham no pudiera impedir que Albert Stucky fuera por ella, pero ella sí podría. Y, esta vez, sería Stucky quien se llevara una sorpresa.
Capítulo 10
Reston, Virginia
Sábado noche
28 de marzo
R. J. Tully sacó otro billete de diez dólares y lo deslizó bajo el ventanuco de la taquilla. ¿Desde cuándo costaba el cine ocho dólares cincuenta? Intentó recordar la última vez que había ido al cine una noche de sábado. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que había ido al cine, y punto. Seguramente Caroline y él habían ido alguna vez en sus trece años de matrimonio. Aunque habría sido al principio, antes de que ella empezara a preferir a sus compañeros de trabajo antes que a su marido.
Miró a su alrededor y vio a Emma paseándose lánguidamente un poco alejada de él, a un lado, detrás de al menos tres personas más de las que había en la cola. A veces se preguntaba quién demonios era aquella persona, aquella muchacha de catorce años alta y guapa, con el pelo sedoso y rubio y un cuerpo que empezaba a desarrollarse y cuyas formas enfatizaba con pantalones ceñidos y una camiseta de punto muy estrecha. Cada día se parecía más a su madre. Cielos, cuánto echaba de menos aquellos días en que esa misma niña lo tomaba de la mano y saltaba en sus brazos, dispuesta a seguirlo a cualquier parte. Pero eso, al igual que su madre, también había cambiado.
La esperó junto a la entrada, preguntándose si sería capaz de permanecer sentada a su lado dos horas seguidas. Notó que escudriñaba el gentío reunido en el vestíbulo, y se sintió desanimado. Emma no quería que sus nuevos amigos la vieran con su padre en el cine un sábado por la noche. ¿Tanto se avergonzaba de él? Tully no recordaba que sus padres hubieran despertado en él semejantes sentimientos. No era de extrañar que pasara tantas horas en el trabajo. Por el momento, estudiar a asesinos en serie parecía mucho más fácil de comprender que a una chica de catorce años.
– ¿Quieres palomitas? -le ofreció.
– Las palomitas tienen mogollón de grasa.
– No creo que tengas que preocuparte por eso, cielito.
– ¡Papá, por favor!
Él se detuvo bruscamente y miró hacia abajo para ver si la había pisado.
– No me llames así -susurró ella.
Él sonrió, lo cual pareció avergonzarla aún más.
– Está bien, nada de palomitas. ¿Te apetece una Pepsi?
– Una Pepsi light -dijo ella.
Emma esperó junto a él en la fila del bar, pero siguió observando el vestíbulo lleno de gente. Hacía casi dos meses que vivía con él. Lo cierto era que ahora la veía menos que cuando vivían en Cleveland y sólo la visitaba los fines de semana. Por lo menos antes hacían cosas juntos, intentando recuperar el tiempo perdido.
Cuando se mudaron a Virginia, él había intentado que cenaran juntos cada noche, pero, pese a todo, era el primero en romper aquella promesa. Su nuevo trabajo en Quantico engullía más tiempo del que pensaba. Así pues, además de que Emma y él habían tenido que acostumbrarse a una casa, un trabajo, una ciudad y un colegio nuevos, ella había tenido que habituarse también a la falta de su madre.
Tully apenas podía creer que Caroline hubiera aceptado el acuerdo. Tal vez cuando se cansara de jugar a la consejera delegada de día y a la vampiresa de noche, querría recuperar a su hija a tiempo completo.
Notó que Emma se atusaba nerviosamente los mechones de pelo rebeldes. Sus ojos seguían recorriendo el gentío que abarrotaba el cine. Él se preguntaba si no habría sido un error luchar por su custodia. Sabía que Emma echaba de menos a su madre, aunque Caroline tuviera aún menos tiempo para ella que él. Maldición. ¿Por qué tenía que ser tan dura la paternidad?
Estuvo a punto de pedir palomitas con mantequilla, pero se refrenó y pidió unas normales, confiando en que Emma cambiara de idea y picoteara algunas.
– Y dos Pepsis light medianas.
La miró para ver si se mostraba impresionada al comprobar la influencia que ejercía sobre él, pero notó que su blanca tez palidecía y que su fastidio se transformaba en pánico.
– ¡Ay, Dios mío! ¡Es Josh Reynolds! -se había acercado tanto a él que Tully tuvo que retroceder un paso para recoger los refrescos y las palomitas-. ¡Ay, Dios! Espero que no me haya visto.
– ¿Quién es Josh Reynolds?
– Uno de los chicos más enrollados de la clase de primero.
– Vamos a decirle hola.
– ¡Papá! Ay Dios, puede que no me haya visto.
Ella permanecía de cara a Tully, dándole la espalda al chico moreno que se abría paso hacia ellos. Sin duda su objetivo era Emma. ¿Y cómo no? Su hija era preciosa. Tully se preguntó si la timidez de su hija era cierta, o sólo parte del juego. Sinceramente, no tenía ni idea. Nunca había entendido a las mujeres, así que ¿cómo iba a entender a las adolescentes?
– ¿Emma? ¿Emma Tully?
El chico se estaba acercando. Tully observó asombrado que su hija sacaba del pánico que parecía haberla acometido unos segundos antes una sonrisa nerviosa, pero radiante. Ella se giró justo en el momento en que Josh Reynolds se abría paso por la fila.