Tully detuvo el coche lo más cerca de las barricadas que pudo. Cunningham salió de un salto antes de que aparcara. Tully casi olvidó apagar las luces. Notó que le sudaban las manos al sacar la llave de contacto. Tenía las piernas agarrotadas y, al apresurarse para alcanzar a su jefe, la rodilla le recordó de pronto una vieja lesión. Tully era diez centímetros más alto que el director adjunto, y sus pasos eran largos; sin embargo, le costaba trabajo ponerse a su ritmo. Suponía a Cunningham al menos diez años mayor que él, pero el hombre tenía un cuerpo atlético y fibroso. Tully lo había visto levantar en el gimnasio el doble de peso que los reclutas de la academia.
– ¿Dónde está? -le preguntó Cunningham sin perder tiempo al detective de policía que parecía estar al mando.
– Sigue en el contenedor. No hemos tocado nada, salvo la caja de pizza.
El detective tenía el cuello tan grueso como un defensa de fútbol americano y las costuras de su chaqueta deportiva parecían a punto de estallar. Se comportaba como si aquello fuera un control de tráfico cualquiera. Tully se preguntó de qué gran ciudad procedía, porque indudablemente no había desarrollado aquella desenvoltura trabajando en Newburgh Heights. El director adjunto y él parecían conocerse y no se pararon a hacer las presentaciones.
– ¿Dónde está la caja de pizza? -preguntó Cunningham.
– El agente McClusky se la dio al doctor. Al chico que la encontró se le cayó, y está todo hecho un revoltijo.
De pronto, el olor a pizza rancia y los sonidos de la radios de los coche patrulla hicieron que a Tully le doliera la cabeza. Durante el trayecto, había empezado a segregar adrenalina. Ahora, la realidad resultaba un tanto sobrecogedora. Se pasó nerviosamente los dedos por el pelo. De acuerdo, esto no podía ser muy distinto de las fotografías. Podía hacerlo, e ignoró de nuevo una náusea mientras seguía a su jefe hacia el contenedor junto al que montaban guardia tres agentes uniformados. Hasta los agentes se mantenían a varios metros de distancia para evitar el hedor.
Lo primero que vio Tully fue el pelo largo y rubio de la joven. Inmediatamente pensó en Emma. Podía mirar fácilmente por encima del borde del contenedor, pero aguardó a que Cunningham apartara una caja.
Aunque cubierta de basura, Tully notó enseguida que la mujer era joven, no mucho mayor que su hija. Y, además, era muy guapa. Trozos de lechuga y tomates podridos se pegaban a sus pechos desnudos. El resto de su cuerpo estaba enterrado entre los desperdicios, pero Tully vislumbró el muslo, y entonces comprendió que sólo llevaba puesta una gorra de béisbol. Vio además que tenía la garganta seccionada de oreja a oreja y una herida abierta en el costado, casi en el cóccix. Pero eso era todo. No había miembros desgajados, ni mutilaciones macabras. Tully no sabía muy bien qué había esperado.
– Parece que está de una pieza -dijo Cunningham como si le leyera el pensamiento. Se apartó del contenedor y volvió a dirigirse al detective-. ¿Qué había en la caja?
– No estoy seguro. A mí me pareció un amasijo de sangre. El doctor podrá decírselo. Está allí, en la furgoneta.
Señaló una furgoneta plateada y polvorienta con el distinvo del condado de Stafford en un lateral. Las puertas estaban abiertas y un hombre de aspecto distinguido y pelo cano, vestido con un traje bien planchado, permanecía sentado en la parte trasera, con un portafolios en las manos.
– Doctor, estos caballeros del FBI necesitan ver ese envío special.
El detective se dio la vuelta. Se disponía a irse cuando un camión de la televisión se detuvo en un aparcamiento cercano.
– Discúlpenme, caballeros. Parece que los visitantes del zoo han llegado.
Cunningham subió a la furgoneta y Tully lo siguió, a pesar de que había poco espacio para los tres. ¿O era él el único al que le costaba respirar? Ya podía oler el contenido de la caja que permanecía en el centro del suelo. Se sentó en uno de los bancos antes de que empezara a revolvérsele el estómago.
– Hola, Frank -el director adjunto Cunningham también conocía al médico forense-. Este es el agente especial R. J. Tully. Agente Tully, el doctor Frank Holmes jefe de la unidad de medicina forense del condado de Stafford.
– No sé si se trata de tu hombre, Kyle, pero cuando el detective Rosen me llamó, parecía creer que esto iba a interesarte.
– Rosen trabajaba en Boston cuando Stucky secuestró a la concejala Brenda Carson.
– Sí, lo recuerdo. Eso fue hace dos o tres años, ¿no?
– Todavía no hace dos.
– Por suerte, yo estaba de vacaciones. Pescando en Canadá -el médico ladeó la cabeza como si intentara recordar algún acontecimiento de aquella temporada de pesca. A Tully, toda aquella naturalidad le resultaba un poco inquietante. Permanecía muy callado, confiando en que nadie oyera el latido de su corazón. El médico prosiguió-. Pero, si no recuerdo mal, el cuerpo de Carson apareció enterrado en un hoyo de escasa profundidad, en un bosque. A las afueras de Richmond, ¿no? Desde luego, no en un contenedor de basuras.
– Ese tipo es muy complicado, Frank. A las que colecciona casi nunca las encontramos. Éstas… éstas son sólo sus desechos. Son para él un simple entretenimiento…, para exhibirse -Cunningham se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Sus tobillos oscilaban como si estuviera listo para ponerse en acción en cualquier momento. Todo en Cunningham evidenciaba su inagotable energía, su vehemencia. Sin embargo, su rostro y su voz seguían en calma, casi relajados.
Tully miró fijamente la caja de pizza en el suelo del furgón. A pesar del olor a masa y pepperoni, reconoció el acre hedor de la sangre. Nunca más volvería a comer pizza.
– En este pequeño y tranquilo barrio, nunca pasa nada -dijo el doctor Holmes mientras seguía anotando datos en los impresos que llevaba sujetos al portafolios-. Y, de pronto, dos homicidios en un solo día.
– ¿Dos? -la tranquilidad del doctor parecía ir adelgazando la paciencia de Cunningham. Éste miró la caja, y Tully comprendió que no la tocaría a menos que el doctor Holmes lo invitara a hacerlo. Tully había descubierto hacía tiempo que, a pesar de su autoridad, Cunningham mostraba gran respeto por quienes trabajaban con él, así como por las normas, la política y el protocolo-. No me han informado de ningún otro homicidio, Frank -dijo al ver que el médico tardaba en explicarse.
– Bueno, todavía no estoy seguro de que el otro sea un homicidio. No encontramos el cuerpo -por fin, el doctor Holmes dejó a un lado el portafolios-. Había una agente en la escena del crimen. ¿No era de tu equipo?
– ¿Cómo dices?
– Ayer por la tarde. No muy lejos de aquí, en un barrio muy bonito y tranquilo de Newburgh Heights. Dijo que era psicóloga forense y que acababa de mudarse al barrio de la víctima. Una joven de gran valía.
Tully observó la cara de Cunningham, su expresión pasaba de la calma a la agitación.
– Sí, algo me han dicho. Se me había olvidado que ahora vive en Newburgh Heights. Lamento que se entrometiera.
– Oh, no hace falta que te disculpes, Kyle. Al contrario, fue de gran ayuda. Creo que el arrogante bastardo que supuestamente tenía que examinar la escena del crimen aprendió una cosa o dos.
Tully sorprendió al Cunningham con una sonrisa en la comisura de los labios antes de que se diera cuenta de que lo estaba observando. Entonces se volvió hacia él y explicó:
– La agente O'Dell, su predecesora, acaba de comprarse una casa en esta zona.
– ¿La agente Margaret O'Dell? -Tully sostuvo la mirada a su jefe hasta que notó que Cunningham hacía la misma conexión que él acababa de hacer. Los dos miraron fijamente al doctor Holmes mientras éste acercaba la caja de pizza. Fuera lo que fuera lo que contenía, ninguno de ellos necesitaba ver aquel amasijo sanguinolento para saber que, con toda seguridad, aquello era obra de Albert Stucky. Y Tully comprendió que no era coincidencia que hubiera elegido empezar otra vez junto al nuevo hogar de la agente O'Dell.