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Su instinto le decía que mandara a Susan Lyndell a su casa, que insistiera en que llamara a la policía y hablara con Manx. Sin embargo, por alguna razón, dejó que la mujer entrara en el vestíbulo, pero no más allá.

– Tengo que tomar un avión esta misma tarde -dijo, dejando que la impaciencia aflorara a su voz-. Como verá, aún no he tenido tiempo de desembalar, y menos aún de hacer las maletas para irme de viaje.

– Sí, lo comprendo. Es muy posible que sólo me esté comportando como una paranoica.

– ¿No cree que la señora Endicott se haya ido a pasar unos días fuera de la ciudad? ¿Tal vez para escapar de algo?

Susan Lyndell la miró a los ojos fijamente.

– Sé que había algo… algo en la casa que sugiere que no fue eso lo que ocurrió.

– Señora Lyndell, no sé qué habrá oído…

– Está bien -la interrumpió con un gesto de su pequeña mano de largos y finos dedos, que a Maggie le recordaba el ala de un pájaro-. Sé que no puede divulgar lo que haya visto -volvió a agitarse, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, como si los zapatos de tacón alto fueran la causa de su malestar-. Mire, no hace falta ser muy lista para darse cuenta de que no es normal que vinieran tres coches patrulla y el forense del condado a rescatar a un perro herido. Aunque pertenezca a la esposa de Sidney Endicott.

Maggie no reconoció el nombre, ni le importaba. Cuanto menos supiera de los Endicott, más fácil le resultaría mantenerse apartada del caso. Cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Susan Lyndell pareció interpretar aquel gesto como una señal de que había captado toda su atención.

– Creo que Rachel iba a verse con alguien. Y que esa persona pudo llevársela contra su voluntad.

– ¿Por qué lo dice?

– Rachel conoció a un hombre la semana pasada.

– ¿Qué quiere decir con que conoció a un hombre?

– No quiero darle una impresión equivocada. Rachel no tenía costumbre de hacer esas cosas -dijo rápidamente, como si necesitara justificar los actos de su amiga-. Sencillamente, ocurrió. Ya sabe lo que pasa -esperó algún signo de comprensión por parte de Maggie. Al no ver ninguno, prosiguió atropelladamente-. Rachel me dijo que era… Bueno, me dijo que era un tipo salvaje y excitante. Era una atracción puramente física. Estoy segura de que ni siquiera se le había pasado por la cabeza dejar a Sidney -añadió como si necesitara convencerse a sí misma.

– ¿La señora Endicott tenía una aventura extramatrimonial?

– Oh, cielos, no, pero creo que se sintió tentada. Por lo que yo sé, no fue más que un coqueteo un tanto subido de tono.

– ¿Cómo sabe todas esas cosas?

Susan evitó los ojos de Maggie y fingió mirar por la ventana.

– Rachel y yo éramos amigas.

Maggie prefirió no hacerle notar que de pronto había empezado a hablar en pasado.

– ¿Cómo lo conoció? -preguntó.

– Ese hombre llevaba una semana, más o menos, trabajando por esta zona. En las líneas de teléfonos. Tenía algo que ver con un cable que van a tender. Yo no sé mucho de eso. En esta zona siempre parece que están poniendo cosas nuevas.

– ¿Por qué cree que ese hombre pudo llevarse a Rachel contra su voluntad?

– Porque parecía que él se lo estaba tomando demasiado en serio. Quería que llegaran a más. Ya sabe cómo son esos tipos. En realidad, sólo quieren una cosa. Y no sé por qué, pero siempre piensan que nosotras, las esposas ricas y solitarias, estamos más dispuestas a dejarles… -se interrumpió, dándose cuenta de que había revelado más de lo necesario. Al instante apartó la mirada, un tanto sonrojada, y Maggie comprendió que Susan Lyndell ya no hablaba de su amiga, sino de sí misma-. Bueno, digamos -continuó-, que me daba la impresión de que ese hombre quería algo más de Rachel de lo que ella estaba dispuesta a darle.

Maggie recordó el dormitorio. ¿Había invitado Rachel Endicott a un empleado de teléfonos a su habitación para luego cambiar de idea?

– Entonces, ¿cree usted que ella lo invitó y que luego la situación se le fue de las manos?

– ¿No había nada en la casa que sugiera que fue así?

Maggie vaciló. ¿Eran realmente amigas Susan Lyndell y Rachel Endicott, o estaba buscando Susan únicamente un cotilleo jugoso que compartir con los demás vecinos?

Finalmente, dijo:

– Sí, hay algo que da la impresión de que Rachel no salió de la casa por propia voluntad. Eso es lo único que puedo decirle.

Susan palideció bajo el maquillaje cuidadosamente aplicado y se apoyó contra la pared como si le flaquearan las piernas. Esta vez, su reacción parecía sincera.

– Creo que debería usted hablar con la policía -le dijo Maggie de nuevo.

– No -se apresuró a decir ella, y al instante se puso colorada-. Quiero decir que yo… ni siquiera sé si se vio con él. No quiero meter a Rachel en un lío con Sid.

– Entonces, debería decirles al menos lo de ese empleado de teléfonos, para que puedan interrogarlo. ¿Ha vuelto a verlo por aquí?

– La verdad es que nunca lo he visto. Sólo vi su furgoneta. Una vez. Era de la Compañía Telefónica de Bell Nororiental. No querría que perdiera su trabajo por una simple corazonada mía.

– Entonces, ¿por qué me cuenta todo esto, señora Lyndell? ¿Qué espera que haga?

– Sólo pensaba que… bueno… -se apoyó de nuevo contra la pared, y pareció confundida al darse cuenta de que no sabía qué esperaba. Sin embargo, hizo un débil esfuerzo por continuar-. Usted es del FBI. Pensaba que tal vez podría averiguar algo o comprobar… ya sabe, con discreción, sin… En fin, creo que no lo sé.

Maggie dejó que el silencio se posara entre ellas mientras observaba a la mujer nerviosa y avergonzada.

– Rachel no es la única que ha flirteado con un obrero, ¿verdad, señora Lyndell? ¿Teme usted que lo averigüe su marido? ¿Es eso?

No hizo falta que ella respondiera. Su mirada angustiada le bastó a Maggie para comprender que no se equivocaba. Y se preguntó si la señora Lyndell llamaría siquiera al detective Manx, a pesar de que prometió hacerlo al irse a toda prisa, mirando a un lado y a otro, preocupada.

Capítulo 14

Tess McGowan sonrió al camarero que aguardaba pacientemente con el vino. Daniel no había dejado de hablar por el móvil mientras el joven, muy alto, descorchaba la botella y servía la cantidad preceptiva para probar el vino. Al principio, al ver que Daniel seguía hablando por teléfono, le había ofrecido la copa a Tess. Pero ella sacudió rápidamente la cabeza y, sin decir palabra, señaló a Daniel con la mirada para que el joven, cuya cara infantil y delicada todavía se sonrojaba, no se azorara.

Ahora, ambos esperaban. Tess odiaba las interrupciones. Ya era un fastidio que estuvieran cenando a las tantas un domingo por culpa de los negocios de Daniel. ¿Por qué no podía tomarse al menos los domingos libres? Tess tocó la rosa de tallo largo que le había llevado, y se descubrió deseando que, sólo por una vez, pudiera ser más original. ¿Por qué no unas violetas, o un ramo de margaritas?

Por fin, Daniel llamó a la persona del otro lado de la línea «capullo incompetente», con mucha calma, pero con firmeza. Afortunadamente para Tess y el camarero, aquélla fue su forma de despedirse.

Cerró con brusquedad el teléfono móvil y se lo guardó en el bolsillo de la pechera. Sin alzar la mirada, tomó la copa, bebió un sorbo y escupió el vino si paladearlo siquiera.

– Esto es agua de alcantarilla. Yo he pedido un borgoña del 84. ¿Qué coño es esta mierda?

Tess sintió que sus nervios se tensaban. Otra vez, no. ¿Porqué nunca podían salir sin que Daniel montara una escena? Miró al pobre camarero, que le estaba dando la vuelta a la botella para leer ansiosamente la etiqueta.

– Es un borgoña del 84, señor.

Daniel le quitó la botella de las manos y le echó un vistazo. Al instante empezó a rezongar en voz baja y se la devolvió.