– ¿Qué cosas?
– El flirteo. Como casi siempre es Turner quien se pone a ligar, no había visto al verdadero maestro en acción.
– No tengo ni idea de qué estás hablando -pero era evidente por su sonrisa que se sentía halagado por el cumplido.
– «¿Gracias, Rita?».
– Es que se llama así, Maggie. Para eso llevan esos alfileres con su nombre, para que todos disfrutemos de una comida amistosa.
– Ah, ya, sólo que ella no sabe nuestros nombres, ni va a sentarse a comer con nosotros. Menuda amistad.
– Eh, chicos -Turner se deslizó en la silla que quedaba libre-. Esta vez hay un montón de abogados.
– ¿Esas dos eran abogadas? -Delaney estiró el cuello para verlas mejor.
– Pues claro -agitó un pedacito de papel con sus números de teléfono y se lo guardó en el bolsillo-. Nunca se sabe cuándo va a necesitar uno un abogado.
– Sí, ya. Como que estabais hablando de asuntos legales.
Maggie ignoró su conversación y preguntó:
– ¿De qué va esta convención, por cierto?
Los dos hombres se quedaron parados y la miraron, extrañados.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó finalmente Turner.
– Eh, que yo doy siempre la misma conferencia. Da igual que esté en Kansas City, en Chicago o en Los Angeles.
– No te interesan mucho estas cosas, ¿eh?
– Desde luego, no me metí en el FBI para esto -de pronto, sus miradas la incomodaron, como si se le hubiera escapado algo que no debía decir-. Además, Cunningham prohibe que mi nombre aparezca en los programas, así que nadie viene expresamente a escucharme a mí y a mis sabios consejos.
Había interrumpido bruscamente la alegre conversación de sus compañeros, recordándoles por qué estaba allí. No era porque quisiera enseñar a hacer perfiles psicológicos a una panda de polis, sino porque sus superiores querían mantenerla fuera del servicio activo, alejada de Albert Stucky. Rita regresó, esta vez con la bandeja de las bebidas, y Maggie se sintió aliviada de nuevo. En cuanto la camarera depositó una botella de cerveza y un vaso frente a él, Turner la miró alzando las cejas.
– Rita, me has leído el pensamiento -él, al igual que Delaney, utilizó enseguida su nombre como si fueran viejos amigos.
La guapa camarera se sonrojó, y Maggie observó a Delaney en busca de signos de rivalidad. Pero él parecía contento por dejar el flirteo a su amigo soltero.
– Tu hamburguesa y tus patatas estarán dentro de diez minutos.
– ¡Oh, Dios mío! Rita, ¿quieres casarte conmigo?
– La verdad es que a quien tienes que darles las gracias es a tus amigos, que pidieron antes de que Cari apagara la parrilla -sonrió a Maggie y a Delaney-. Traeré el resto del pedido en cuanto esté listo -y entonces se alejó apresuradamente.
Maggie pensó que Rita sólo trabajaba de camarera temporalmente, y que ya sabía distinguir a los clientes que dejaban buenas propinas. Turner compensaba a los camareros con amabilidad y confianza, pero eran Maggie y Delaney quienes se acordaban de dejar una sustanciosa propina.
– Bueno, Turner -dijo Delaney-, ¿por qué hay tantos abogados en esta convención?
– Son sobre todo fiscales. Parece que han venido todos a ese curso de informática. Ya sabéis, ese asunto de la base de datos que está preparando el Departamento. Parece que por fin van a conectar informáticamente las oficinas de los fiscales de distrito. Por lo menos, las de las grandes ciudades. Y como están siempre taaaan ocupados y no pueden prescindir de los más experimentados, parece que han mandado sólo a los recién salidos del cascarón -se recostó en la silla y observó el local.
Maggie y Delaney sacudieron la cabeza, mirándose. Al echar hacia atrás la cabeza para beber un trago de whisky, ella creyó ver una figura familiar en el largo espejo que se extendía tras la barra. Dejó el vaso bruscamente y se levantó, empujando la mesa y la silla. Miró en la dirección desde la cual pensaba que el espejo había reflejado la imagen.
– ¿Qué pasa, Maggie?
Turner y Delaney la miraron fijamente mientras se estiraba para escudriñar a los parroquianos del bar. ¿Serían figuraciones suyas?
– ¿Maggie?
Miró el espejo de nuevo. La figura de la chaqueta de cuero negro había desaparecido.
– ¿Qué ocurre, Maggie?
– Nada -dijo ella rápidamente-. Estoy bien.
Claro que estaba bien. Buscó con los ojos la puerta del bar. No había ningún hombre con una larga chaqueta de cuero negro.
Se sentó, echando la silla hacia delante, y evitó la mirada de sus compañeros. Ellos parecían haberse acostumbrado a su comportamiento nervioso y errático. Pronto sería como el niño que gritaba «¡que viene el lobo!», y nadie lo creía. Quizá fuera eso precisamente lo que quería él.
Agarró su vaso y observó los remolinos del líquido ámbar. ¿Había sido sólo su imaginación? ¿Había visto realmente a Albert Stucky, o estaba perdiendo la cabeza?
Capítulo 16
La esperó en la puerta de atrás. Sabía que saldría por allí cuando al fin decidiera irse. El callejón estaba oscuro. Los altos edificios de ladrillo bloqueaban la luz de la luna. Unas cuantas bombillas peladas brillaban sobre algunas de las puertas traseras. Cubiertas de mugre y rodeadas de polillas, emitían una luz mortecina. Y aun así los ojos le dolían si las miraba fijamente. Se guardó las gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta y miró el reloj.
Sólo quedaban tres coches en el pequeño aparcamiento. Uno era el suyo, y sabía que ninguno de los otros dos era de ella. Sabía que, esa noche, no se iría a casa en coche. Había decidido ofrecerse a llevarla, pero ¿aceptaría ella?
Sabía cómo mostrarse encantador. Era simplemente una parte del juego, una pieza del disfraz. Si iba a asumir una nueva identidad, tendría que representar el papel que le correspondía. Y, entre ellos dos, las mujeres siempre lo habían preferido a él antes que a Albert.
Sí, él sabía lo que las mujeres querían oír, y no le importaba decírselo. En realidad, disfrutaba haciéndolo. Era parte del procedimiento, una pieza esencial del puzzle de la dominación absoluta. Había descubierto que hasta las mujeres fuertes e independientes estaban dispuestas a someterse a un hombre al que encontraran encantador. Qué necias y deliciosas criaturas. Tal vez pudiera contarle la triste historia de sus ojos debilitados. A las mujeres les encantaba hacer de enfermeras. Ellas también disfrutaban representando un papel.
El desafío lo excitaba, y ya notaba su miembro hinchándose bajo el pantalón. Esa noche, no tendría problemas. Si es que podía esperar. Debía tener paciencia… Paciencia y encanto. ¿Conseguiría mostrarse lo bastante encantador como para que ella lo invitara a su casa? Intentó imaginarse qué aspecto tendría su habitación.
Se ocultó entre las sombras al oír el chirrido de una puerta en mitad del callejón. Un hombre bajo y corpulento con un mandil sucio salió a tirar unas bolsas de basura al contenedor. Se detuvo un momento, encendió un cigarrillo y le dio unas caladas rápidas antes de tirarlo y volver a entrar.
Casi todos los demás bares habían cerrado ya. No le importaba que pudieran verlo. Si alguien le preguntaba qué hacía allí, diría cualquier cosa y lo creerían. La gente sólo oía lo que quería oír. A veces, era demasiado fácil. Aunque, si la intuición no le fallaba, ella sería un pequeño desafío. Era mucho mayor, mucho más astuta y experimentada que la linda chica de las pizzas. Tendría que hablar mucho para conseguir que confiara en él. Tendría que derrochar encanto, halagarla, hacerla reír. De nuevo, al pensar en cómo seducirla, sintió su erección y se preguntó hasta dónde podría llegar.
Tal vez podría empezar con un leve roce, con una simple caricia en la mejilla. Fingiría apartarle un mechón de su precioso pelo, o le diría que tenía una pestaña en el pómulo. Ella lo creería sensible, delicado y atento a sus necesidades. A las mujeres les encantaba ese rollo.