– No recuerdo tu nombre -admitió finalmente Tess.
– Me llamo Will. William Finley -la miró, sonriendo débilmente-. Tengo veintiséis años y no estoy casado. Soy abogado. Acabo de mudarme a Boston, pero he venido a Newburgh Heights a visitar a un amigo. Se llama Bennet Cartland. Su padre tiene un bufete aquí. Un bufete muy prestigioso, a decir verdad. Puedes comprobarlo, si quieres -vaciló-. Bueno, seguramente eso no te interesa, ¿no? -al ver que ella le sonreía, añadió-: ¿Qué más? No padezco ninguna enfermedad, aunque tuve las paperas más o menos a los once años, pero mi amigo Billy Watts también, y tiene tres hijos. Ah, pero no te preocupes. Anoche tomé precauciones.
– Eh… Aquí hay una mancha húmeda -dijo ella suavemente.
Él la miró a los ojos, y su azoramiento pareció dar paso a un destello de deseo disparado tal vez por el recuerdo.
– Sólo tenía dos condones, así que la tercera vez yo… bueno, me salí antes de… bueno, ya sabes.
De pronto, ella recordó la intensidad del placer. Sintió a aquel chico dentro de sí. Aquella extraña oleada de deseo la sorprendió y la asustó. No podía deslizarse de nuevo en sus viejas costumbres. No debía hacerlo, después de tantos esfuerzos.
– Creo que será mejor que te vayas, Will.
Él abrió la boca para decir algo; tal vez, para hacerla cambiar de idea. Vaciló y se miró los pies. Ella se preguntaba si quería tocarla. ¿Tenía ganas de besarla para despedirse, o de convencerla para que lo dejara quedarse? Tal vez ella quisiera dejarse convencer. Pero Will Finley descolgó su cazadora del pomo de la puerta y se fue.
Tess se recostó en las almohadas y notó que olían a la loción de afeitar de Will. Era un olor suave, no como el denso olor a musgo de Daniel. Cielos, ¡veintiséis jodidos años! Casi diez menos que ella. ¿Cómo podía ser tan tonta? Sin embargo, al cerrar los ojos, los recuerdos de la noche anterior comenzaron a volver a ella en forma de claros y tensos gemidos, de jadeos y sensaciones. Podía sentir el cuerpo de Will frotándose contra el suyo, su lengua y sus manos acariciándola como a un delicado instrumento, sabiendo dónde y cuándo tocarla, arrastrándola a lugares que no frecuentaba desde hacía mucho tiempo.
Los recuerdos más turbadores eran los de su propia urgencia, su ansia, sus dedos y boca devorándolo. Se habían dado placer uno al otro sucesivamente, como si estuvieran hambrientos. La pasión, el ansia, el deseo, no eran nada nuevo. Tess había experimentado a menudo aquellas emociones en su sórdido pasado. Lo que era nuevo e insólito eran las suaves caricias de Will, esa genuina preocupación porque ella sintiera el mismo placer, las mismas sensaciones que experimentaba él. Lo que era nuevo y distinto era que la noche anterior no sólo había follado con Will Finley, sino que Will Finley le había hecho el amor. Quizá pudiera haber hallado algún consuelo en aquella idea. Pero, por el contrario, sintió que despertaba en ella un extraño desasosiego.
Se volvió de lado, giró la almohada y se abrazó a ella. No podía permitir que alguien como Will Finley la apartara de su camino. Ahora, no. Se había esforzado mucho para conseguir lo que tenía. A pesar de sus diferencias, Daniel le confería credibilidad en una comunidad en la que la credibilidad lo era todo. Daniel le convenía en todos los sentidos para llegar a ser una mujer de negocios respetable y próspera. Pero, entonces, ¿por qué tenía la sensación de haber dejado que algo valioso se le escapara entre los dedos al pedirle a Will Finley que se marchara?
Capítulo 18
Will cerró de golpe, haciendo temblar el cristal esmerilado de la puerta. Por un instante, mientras comprobaba que no había roto el cristal, la rabia cedió paso a la preocupación. La puerta parecía vieja, pero sólida. El cristal tenía un aspecto artesanal, tal vez incluso antiguo. Él no sabía nada de esas cosas, pero había notado que Tess McGowan sentía debilidad por las antigüedades. Su pequeña casa estaba decorada con una ecléctica mezcolanza que generaba un ambiente confortable y acogedor. Había sido extrañamente agradable despertarse envuelto en sábanas de color lavanda y rodeado por las diminutas violetas del papel de la pared.
La noche anterior, cuando ella lo invitó a entrar, al principio se había sorprendido. Nunca hubiera adivinado que aquella mujer salvaje y apasionada que había coqueteado con él sin ningún pudor en el billar mientras bebía un chupito de tequila tras otro, viviera rodeada de encajes antiguos, caoba labrada a mano y acuarelas que parecían originales. Pero, tras pasar sólo una noche con ella, sabía que la casa de Tess McGowan era el reflejo de una mujer apasionada e independiente y, al mismo tiempo, sensible y frágil.
Era precisamente esa fragilidad lo que le hacía tan difícil la partida. La vulnerabilidad de Tess lo había sorprendido la noche anterior (¿o era ya por la mañana?), al tomarla entre sus brazos. Ella se había acurrucado junto a su cuerpo como si encontrara un refugio largo tiempo buscado.
Will se pasó la manga por la cara, intentando despejarse.
¡Cielos! ¿Adonde iba con todo ese rollo? Fragilidad y refugio. Parecía una puta película romántica.
Se montó en su coche y enseguida miró hacia la que sabía era la ventana del dormitorio de Tess. Tal vez esperaba que ella estuviera allí, observándolo. Pero no distinguió a nadie tras el visillo.
Se puso furioso otra vez, sintiéndose utilizado. Aquello era ridículo. Era él quien la había elegido a ella. Sus amigos lo habían animado a echar una canita al aire antes de su inminente boda. Una boda que antes le parecía muy lejana, pero para la que ahora, de repente, faltaba sólo un mes.
Al principio, lo hizo sólo para impresionar a sus amigos. Ellos no esperaban que el bueno de Will, el eterno monaguillo, se pusiera a flirtear con una mujer, y mucho menos con una mujer como Tess. En fin, tal vez necesitara hacer amigos nuevos, amigos cuyo nivel de madurez no se hubiera quedado estancado en la universidad. Pero no podía culparlos a ellos de su error de la noche anterior, ni de haber llegado tan lejos. Y tampoco podía echarle la culpa a la bebida, porque, a diferencia de Tess, él había sabido perfectamente lo que hacía, de principio a fin.
Nunca había conocido a alguien como Tess McGowan. Incluso antes de que se despojara de su discreto chal negro y empezara a jugar al billar con el dueño del bar, Will había pensado que era la mujer más sexy que había visto nunca. No era especialmente guapa, ni llamativa, pero sí muy atractiva, con aquella melena ondulada que, suelta, le llegaba por debajo de los hombros. Y tenía un cuerpo precioso, no como el de esas modelos bulímicas, sino lleno de curvas, y unas piernas increíblemente bonitas. Dios, se excitaba sólo con pensar en ella. Con sólo pensar en deslizar las manos por la curva de sus caderas y la redondez de sus pechos.
Pero allá en el bar de Louie, mucho antes de que le permitiera tocarla, no habían sido sus curvas, si no más bien su forma de moverse, su modo de comportarse, lo que había llamado su atención. La suya y la de todos los demás. A ella parecía gustarle ser el centro de las miradas, disfrutaba montando un pequeño espectáculo, subiéndose la falda del vestido hasta los muslos para disparar con el taco, encaramada a la esquina de la mesa de billar. Cada vez que se inclinaba sobre el taco, el tirante del vestido se deslizaba por su hombro y la sedosa tela dejaba entrever sus voluptuosos pechos enfundados en encaje negro.
Will sacudió la cabeza y metió la llave en el contacto. Había sido una noche increíble, una de las noches más apasionadas, eróticas y excitantes de su vida. En vez de enfadarse, debía felicitarse porque Tess McGowan lo dejara marcharse sin ataduras. Era un cabrón con mucha suerte. Demonios, no había estado con otra mujer desde que salía con Melissa. Y cuatro años de sexo con Melissa no podían ni compararse de lejos con una sola noche con Tess.