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Miró de nuevo la ventana de la habitación, y se sorprendió deseando que Tess estuviera allí. ¿Qué le había dado aquella mujer, que no tenía ganas de marcharse? ¿Eran imaginaciones suyas, o entre ellos se había producido una especie de conexión, un extraño vínculo? ¿O se trataba simplemente de sexo?

Miró su reloj de pulsera. Le quedaba un largo viaje de regreso a Boston. Pisaría a fondo el acelerador para llegar a tiempo de cenar con Melissa y sus padres, que estaban de visita. Ésa era la única razón de que se hubiera tomado un preciado lunes libre, a pesar de que acababa de incorporarse a su nuevo empleo. Y allí estaba, a muchos kilómetros de Boston y de acordarse de Melissa.

¡Cristo! ¿Notaría Melissa en sus ojos que la había traicionado? ¿Cómo coño podía ser tan estúpido como para arriesgarse a tirar por la borda los últimos cuatro años por una noche de pasión? Y, si había sido un error, ¿por qué no se iba de una vez? ¿Por qué no podía librarse de la fragancia de Tess, del sabor de su piel, de los jadeos de su pasión…? ¿Por qué no podía borrarlo todo? ¿Por qué deseaba subir otra vez y empezar de nuevo? Ciertamente, no parecía muy arrepentido. ¿Qué demonios le pasaba?

Puso el coche en marcha y salió de la rampa de la casa dejando que su frustración hiciera rechinar las ruedas. Giró bruscamente hacia la calle y estuvo a punto de rozar a un coche aparcado en la acera de enfrente. El hombre sentado tras el volante alzó un momento la mirada. Llevaba gafas de sol y tenía un mapa desplegado sobre el volante, como si estuviera buscando una dirección. El barrio de Tess estaba lejos de las vías principales. Will se preguntó enseguida si aquel tipo estaría vigilando la casa. ¿Sería él quien le había regalado a Tess el costoso anillo de zafiros que llevaba en la mano equivocada?

Will miró por el retrovisor y echó un último vistazo al coche. Entonces se fijó en que tenía matrícula del distrito de Columbia, no del de Virginia. Tal vez porque le pareció un poco raro, o tal vez porque era el nuevo ayudante del fiscal del distrito, o quizá porque sentía curiosidad por saber la clase de hombre que creía tener derecho sobre Tess McGowan, fuera cual fuese la razón, Will guardó el número de la matrícula en su memoria, y puso rumbo a Boston.

Capítulo 19

La sala de conferencias quedó en silencio en cuanto Maggie atravesó la puerta. Ella continuó con paso firme hacia el fondo, contrariada al encontrar la habitación ordenada para una conferencia. Las sillas estaban colocadas en filas, mirando todas ellas al frente de la habitación, en vez de junto a largas mesas, como ella había sugerido. Prefería las reuniones de trabajo, en las que podía esparcir las fotografías forenses ante los participantes, que a su vez se sentían más a gusto hablando que escuchando en silencio. Sin embargo, la única mesa que había en la habitación estaba llena de refrescos, zumos, café y diversos tipos de dulces.

Sintió las miradas fijas de los asistentes mientras dejaba el maletín sobre una silla. Luego comenzó a revolver en su interior, fingiendo buscar algo que necesitaba antes de empezar. Pero en realidad estaba haciendo tiempo para que se le asentara el estómago. Hacía unas horas que había desayunado, y ya no le daban náuseas antes de dar una conferencia. Pero la falta de sueño y los whiskys que se había bebido a solas en su habitación la noche anterior, mucho después de que Turner y Delaney se despidieran de ella, le había dejado la boca seca y la cabeza aturdida. Aquél no era, ciertamente, buen modo de empezar un lunes.

– Buenos días -dijo finalmente, abotonándose la chaqueta del traje-. Soy la agente especial Margaret O'Dell, del FBI. Trabajo en Quantico como especialista en perfiles criminales de la Unidad de Apoyo a la lnvestigación, a la cual quizá muchos de ustedes llamen todavía Unidad Científica de Comportamiento Criminal. Este curso pretende…

– Espere un momento, señora -dijo de pronto un hombre de la segunda fila, removiéndose inquieto en una silla demasiado pequeña para acomodar su considerable corpulencia. Llevaba unos pantalones muy prietos, una camisa tiesa, de manga corta, que se tensaba sobre su prominente barriga, y unos zapatos arañados que se resistían a parecer nuevos a pesar del enlustrado reciente.

– ¿Sí?

– No se lo tome a mal, pero ¿qué ha pasado con el tipo que iba a dar este curso?

– ¿Disculpe?

– El programa… -paseó la mirada por la sala hasta que pareció encontrar el apoyo de algunos de sus colegas-. El programa no decía que el ponente fuera un especialista en perfiles del FBI, sino un trazador de asesinos en serie, un psicólogo forense con, qué sé yo, nueve o diez años de experiencia.

– ¿Decía el programa que dicha persona fuera un hombre?

Él pareció confundido. Alguien a su lado le pasó una copia del programa de la conferencia.

– Lamento decepcionarlo -dijo Maggie-, pero yo soy él.

La mayoría de los hombres se limitaron a mirarla fijamente. La única mujer entre los asistentes alzó los ojos al cielo cuando Maggie miró en su dirección. Maggie reconoció a dos hombres sentados al fondo. Había conocido fugazmente a los detectives Ford y Milhaven, de Kansas City, la noche anterior en el bar de Westport. Los dos le sonrieron con complicidad.

– Podía haberlo puesto en el programa -insistió el hombre, intentando justificarse-. Ni siquiera pone su nombre.

– ¿Tiene eso alguna importancia?

– Sí, para mí, sí la tiene. Yo he venido aquí a aprender cosas serias, no a escuchar a una burócrata.

La dosis nocturna de whisky parecía haber entumecido sus emociones. En lugar de enfurecerla, el machismo de aquel hombre sólo le produjo cansancio.

– Mire, agente…

– Espere un momento. ¿Qué le hace pensar que soy un agente? A lo mejor soy un detective -les lanzó a sus cámaradas una sonrisa satisfecha que reforzó la impresión inicial de Maggie.

– Déjeme adivinar -dijo ella y, acercándose al centro de la sala, se colocó delante de él y cruzó los brazos-. Es usted patrullero en un área metropolitana, pero no aquí, en Kansas City. Está acostumbrado a llevar uniforme, no ropa de vestir, ni siquiera de sport. Su mujer le hizo la maleta y eligió lo que lleva puesto en este momento, pero ha engordado usted desde la última vez que ella le compró la ropa. Ella, sin embargo, no eligió su calzado. Usted insistió en ponerse sus zapatos de diario.

Todo el mundo, incluido el agente, se removió en su silla para mirarle los zapatos. Maggie prefirió no mencionar las marcas sutiles pero permanentes que la gorra había dejado en el pelo cortado a cepillo de aquel hombre.

– No podía traer el arma a la conferencia, pero se siente perdido sin su placa. La lleva en el bolsillo de la chaqueta -señaló la chaqueta marrón que colgaba del respaldo de la silla, casi oculta tras su cuerpo-. Su mujer insistió asimismo en que se pusiera la chaqueta, pero, como decía antes, no está acostumbrado a llevarla. Un detective, por el contrario, estaría habituado a vestir chaqueta y corbata.

Todos aguardaban en suspenso, como si estuvieran presenciando un espectáculo de prestidigitación, de modo que el agente se giró de mala gana, tiró de la chaqueta y sacó su placa para enseñársela.

– Todo eso es muy fácil de adivinar -le dijo a Maggie-. ¿Qué puede esperarse de una sala llena de polis?

– Tiene razón. Tiene toda la razón -Maggie asintió mientras todas las miradas se volvían hacia su cara, aguardando, todavía incrédulas-. La mayoría de las cosas que he dicho pueden parecer obvias. Hay un determinado estereotipo que encaja con la profesión de policía. Al igual que hay un estereotipo para el asesino en serie. Si se puede señalar cuáles son sus características y cuáles de ellas, aunque parezcan obvias, pueden aplicarse de manera general, esa información, ese conocimiento, puede utilizarse como el fundamento inicial de un perfil psicológico.