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Sus dedos apretaron con desgana las teclas. ¿Cómo era posible que aquella mujer todavía la hiciera sentirse como una enfermera de doce años, vulnerable y ansiosa? Sí, a los doce años ella era más madura y competente de lo que su madre sería nunca.

El teléfono sonó seis, siete veces. Maggie iba a colgar cuando una voz baja y áspera masculló algo incomprensible.

– ¿Mamá? Soy Maggie -dijo a modo de saludo.

– ¡Pajarito mío!, ahora mismo iba a llamarte.

Maggie hizo una mueca al oír que su madre usaba el apodo que su padre le había dado. Su madre sólo la llamaba «pajarito» cuando estaba borracha. Maggie deseó poder colgar. Su madre no podía llamarla sin el número nuevo. Tal vez siquiera recordaría después aquella llamada.

– No me habrías encontrado, mamá. Acabo de mudarme.

– Pajarito, quiero que le digas a tu padre que deje de llamarme.

Maggie sintió que le flaqueaban las rodillas. Se apoyó contra la encimera.

– ¿De qué estás hablando, mamá?

– No deja de llamarme, me dices cosas y luego cuelga.

La encimera no le bastaba. Se acercó al taburete y sentó. Se sorprendió al notar una náusea repentina y un escafrío, y se enojó. Se llevó la mano al estómago, como si pudiera aplacar así su malestar.

– Mamá, papá murió. Lleva muerto más de veinte años -agarró un paño de cocina, lo primero que encontró. Dios santo, ¿sería aquello una nueva demencia provocada por el alcohol?

– Oh, ya lo sé, cariño -su madre soltó una risilla. Maggie apenas recordaba a su madre riendo. ¿Era todo aquello una broma pesada? Cerró los ojos y aguardó. No sabía si habría una explicación, pero ignoraba cómo continuar aquella charla.

– El reverendo Everett dice que es porque tu padre todavía tiene algo que decirme. Pero siempre cuelga, ¡demonios! Ay, no debería jurar -y se rió otra vez.

– Mamá, ¿quién es el reverendo Everett?

– El reverendo Joseph Everett. Te he hablado de él, pajarito.

– No, no me has hablado de él.

– Seguro que sí. Ah, Emily y Steven acaban de llegar. Tengo que dejarte.

– Mamá, espera. Mamá… -pero era demasiado tarde. Su madre ya había colgado.

Maggie se pasó los dedos por el pelo corto, conteniendo las ganas de gritar. Hacía sólo una semana… está bien, tal vez dos semanas, que no hablaba con ella. ¿Cómo era posible que su madre tuviera tan poco seso? Pensó en llamarla otra vez. No le había dado su número de teléfono. Pero su madre no estaba en condiciones de recordarlo. Tal vez Emily y Steven, o el reverendo Everett, quienesquiera que fuesen aquellas personas, pudieran ocuparse de ella. Maggie la había cuidado demasiado tiempo. Quizá fuera hora de que alguien la relevara.

El hecho de que su madre hubiera vuelto a beber no la sorprendía. Hacía años que lo había aceptado. Al menos, cuando bebía, no pensaba en suicidarse. Pero que creyera hablar con su difunto marido perturbaba a Maggie. Además, odiaba que le recordaran que la única persona que de verdad la había querido incondicionalmente llevaba muerta más de veinte años.

Maggie tiró de la cadena que llevaba al cuello y sacó el colgante de debajo de la camisa. Su padre le había regalado la cruz de plata por su primera comunión, asegurándole que la protegería del mal. Sin embargo, Maggie no dejaba de recordar que la cruz idéntica que él llevaba no lo salvó cuando entró en aquel edificio en llamas. A menudo se preguntaba si de veras creía que lo protegería.

Desde entonces, Maggie se había acercado lo suficiente al mal como para saber que ni siquiera una armadura de cruces de plata bastaría para protegerla. Aun así, llevaba el colgante como recuerdo de aquel hombre valiente que había sido su padre. La cruz oscilaba entre sus pechos y a veces le parecía tan fría y dura como la hoja de un cuchillo. Le servía para recordar que la línea entre el bien y el mal era muy delgada.

Durante los últimos nueve años había aprendido muchas cosas acerca del mal, de su capacidad para aniquilar dejando tras de sí carcasas vacías que antes fueron cuerpos cálidos y llenos de vida. Todo aquel aprendizaje estaba destinado a enseñarle a combatir el mal, a controlarlo y, al fin, a aniquilarlo. Pero, para lograr ese propósito, era necesario seguir el rastro de la maldad, vivir como vivían los malvados, pensar como pensaban ellos. ¿Era posible que en algún punto del camino el mal la hubiera invadido sin que ella se diera cuenta? ¿Sería por eso por lo que sentía tanto odio, tanta necesidad de venganza? ¿La razón de que se sintiera tan vacía?

Sonó el timbre y Maggie asió la Smith amp; Wesson casi sin darse cuenta. Guardó el revólver en el que se estaba convirtiendo su lugar de costumbre, la parte de atrás de la cinturilla de los vaqueros, y, distraídamente, se bajó la camiseta para taparlo.

No reconoció a la mujer morena y baja que esperaba en el pórtico. Escudriñó la calle, el espacio entre las casas, las sombras proyectadas por los árboles y los arbustos, antes de desactivar el sistema de alarma. No estaba segura de qué esperaba. ¿De veras creía que Albert Stucky podía haberla seguido hasta su nueva casa?

– ¿Sí? -preguntó, abriendo la puerta lo justo para colocarse en el hueco.

– ¡Hola! -dijo la mujer con fingida simpatía.

Vestida con jersey de punto blanco y negro y una falda a juego, parecía lista para salir a pasar la noche fuera. Su pelo negro, que llevaba a la altura del hombro, no se movía con la brisa. El maquillaje realzaba sus labios finos y ocultaba las arrugas de la risa. El collar de diamantes, los pendientes y el anillo de boda eran sencillos y elegantes, pero Maggie se dio cuenta de que eran asimismo muy caros. Bien, al menos aquella mujer no intentaba venderle nada. Sin embargo, Maggie aguardó mientras la mujer escudriñaba a su alrededor, intentando captar algún atisbo del interior de la casa.

– Soy Susan Lyndell. Vivo aquí al lado -señaló la casa con el exterior recubierto de madera, de la que sólo se veía una esquina del tejado delantero desde el pórtico de Maggie.

– Hola, señora Lyndell.

– Oh, por favor, llámeme Susan.

– Yo soy Maggie O'Dell.

Maggie abrió la puerta un poco más y le tendió la mano, pero se mantuvo sólidamente en el umbral. Seguramente, la mujer no esperaba que la invitara a entrar. Entonces notó que su nueva vecina miraba hacia su propia casa y hacia atrás, hacia la calle. Era una mirada ansiosa, llena de nerviosismo, como si temiera que alguien la viera.

– La vi el viernes -parecía incómoda. Era evidente que no había ido a dar la bienvenida a Maggie al vecindario. Tenía otra cosa en la cabeza.

– Sí, me mudé el viernes.

– La verdad es que no la vi haciendo la mudanza -dijo ella, apresurándose a señalar aquel detalle-. Me refería a que la vi donde Rachel. En casa de Rachel Endicott -la mujer se acercó un poco más y mantuvo la voz suave y calma, a pesar de que con las manos apretaba con fuerza el dobladillo de su jersey.

– Ah.

– Soy amiga de Rachel. Sé que la policía… -se detuvo y esta vez miró en ambas direcciones-. Sé que dicen que seguramente Rachel se haya ido por propia voluntad, pero yo no lo creo.

– ¿Se lo ha dicho al detective Manx?

– ¿El detective Manx?

– Es quien está a cargo de la investigación, señora Lyndell. Yo sólo me acerqué para ver si podía echar una mano, como cualquier vecina preocupada.

– Pero usted es del FBI, ¿no? Me pareció que alguien lo decía.

– Sí, pero no estaba allí de servicio. Si tiene alguna información, le sugiero que hable con el detective Manx.

Maggie no quería volver a molestar a Manx. Cunningham ya dudaba de su competencia, de su capacidad de juicio. Maggie no permitiría que un capullo como Manx empeorara las cosas. Sin embargo, Susan Lyndell no parecía satisfecha con su consejo. Se quedó allí parada, nerviosa, mirando a su alrededor, cada vez más alterada.

– Sé que ésta no es forma de presentarse, y lo lamento, pero si pudiera hablar con usted unos minutos… ¿Le importa que pase?