– Hola, Josh.
Tully bajó la mirada para cerciorarse de que una impostora no había tomado de pronto el lugar de su obstinada hija. Porque la voz de la chica sonaba mucho más dulce.
– ¿Qué película vas a ver?
– As de corazones -dijo ella con desgana, aunque la había elegido ella.
– Yo también. Mi madre quiere verla -añadió él con excesiva rapidez.
Tully sintió lástima por el chico, que se había metido las manos en los bolsillos. Aquella actitud que Emma llamaba «enrollada» le costaba visibles esfuerzos. ¿O era Tully el único que notaba su azoramiento, el movimiento nervioso de sus pies? Tras un tenso silencio, al ver que seguían ignorando su presencia, Tully dijo:
– Hola, Josh. Soy R. J. Tully, el padre de Emma.
– Hola, señor Tully.
– Te daría la mano, pero las tengo ocupadas.
Por el rabillo del ojo, vio que Emma alzaba los ojos al cielo. ¿Cómo era posible que aquello la avergonzara? Sólo intentaba mostrarse amable. En ese momento, su busca empezó a pitar. Josh se ofreció a sujetar los refrescos antes de que a Emma se le ocurriera hacerlo. Tully acalló el pitido, no sin antes recibir unas cuantas miradas de irritación. El rostro de Emma adquirió un bello tono sonrojado. De un sólo vistazo, Tully reconoció el número. ¿Por qué precisamente esa noche?
– Tengo que hacer una llamada.
– ¿Es usted médico o algo así, señor Tully?
– No, Josh. Soy agente del FBI.
– ¿Bromea? Qué guay.
La cara del chico se iluminó, y Tully vio que Emma también lo notaba. En vez de dirigirse directamente a la cabina, hizo un poco de tiempo.
– Trabajo en Quantico, en la Unidad de Apoyo a la Investigación. Soy lo que llaman un trazador de perfiles criminales.
– ¡Guau! Qué guay -repitió Josh.
Sin siquiera mirarla, Tully notó que la expresión de Emma cambiaba al observar la reacción de Josh.
– Así que ¿persigue a asesinos en serie, como en las películas?
– Me temo que en las películas parece mucho más emocionante de lo que es.
– ¡Vaya! Apuesto a que ha visto cosas que ponen los pelos de punta, ¿eh?
– Por desgracia, sí. Bueno, tengo que ir a llamar por teléfono. Josh, ¿te importa hacerle compañía a Emma un momento?
– Oh, claro que no. No se preocupe, señor Tully.
No volvió a mirar a Emma hasta que estuvo en la cabina. De pronto, su beligerante hija era toda sonrisas, esta vez sinceras. Vio a los dos adolescentes hablar y reír mientras marcaba el número. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sintió feliz y se alegró de que Emma estuviera con él. Por unos minutos, casi olvidó que el mundo podía ser cruel y violento. Entonces oyó la voz del director adjunto Cunningham.
– Soy Tully, señor. ¿Me ha llamado?
– Parece que tenemos un caso con las características de Stucky.
Tully sintió de pronto una náusea. Llevaba varios meses temiendo aquella llamada y aguardándola con ansiedad al mismo tiempo.
– ¿Dónde, señor?
– Justo delante de nuestras narices. A veinticinco o treinta minutos de aquí. ¿Puede recogerme dentro de una hora? Podemos ir juntos.
Sin necesidad de preguntarlo, Tully supo que Cunningham quería que fuera a buscarlo a Quantico. Se preguntaba si aquel hombre iba alguna vez a su casa.
– Claro, allí estaré.
– Nos veremos dentro de una hora.
Había llegado el momento. Después de años sentado tras una mesa en Cleveland, elaborando perfiles de asesinos sólo de oídas, aquélla era su oportunidad de ponerse a prueba y unirse al grupo de los auténticos trazadores. Pero, entonces, ¿por qué sentía aquella náusea?
Tully regresó junto a su hija y el amigo de ésta temiendo la desilusión de la niña.
– Lo siento, Emma. Tengo que irme -al instante, los ojos de su hija se ensombrecieron y la sonrisa se borró de su cara-. Josh, ¿has dicho que habías venido con tu madre?
– Sí, está comprando palomitas -señaló a una atractiva pelirroja que aguardaba en la cola. Al ver que Josh la señalaba, la pelirroja sonrió y se encogió de hombros, indicando la fila inmóvil que la precedía.
– Chicos, ¿os importa que le pregunte a tu madre si Emma se puede quedar con vosotros a ver la película? -Tully se preparó para la expresión de pánico de su hija.
– No, qué va, sería guay -dijo Josh sin vacilar, y Emma pareció animarse al instante.
– Claro, papá -dijo.
Tully se preguntó si Emma era consciente de cuan enrollada fingía ser en ese momento.
Al presentarse a Jennifer Reynolds, ésta también pareció encantada de poder ayudarlo. Tully se ofreció a compensarla invitándolos a todos a ver otra película cualquier otra noche. Luego se azoró al reparar en su anillo de casada. Pero Jennifer Reynolds aceptó su ofrecimiento sin vacilar y con una mirada coqueta que ni siquiera un hombre recién divorciado y falto de práctica tenía que esforzarse en descifrar. A pesar de su perplejidad, Tully no pudo evitar excitarse un poco.
Regresó sonriendo al coche, saludando a la gente del aparcamiento y haciendo tintinear las llaves en la mano. La noche todavía era cálida y la luna prometía brillar a pesar de los jirones de las nubes. Se deslizó tras el volante y comprobó su reflejo en el retrovisor, como si hubiera olvidado la expresión de su rostro cuando era feliz. Qué sensación tan extraña, la felicidad y la excitación, y todo la misma noche. Dos cosas que no había sentido en años, aunque sabía que ambas serían fugaces. Salió del aparcamiento del cine sintiendo que podía enfrentarse a todo y a todos. Incluso, tal vez, a Albert Stucky.
Capítulo 11
Tully giró en el cruce siguiendo las indicaciones de Cunningham. Al instante vio los faros en el callejón de un pequeño centro comercial. Los coches patrulla bloqueaban la calle. Tully se detuvo junto a uno, mostró su placa y condujo el coche entre aquel laberinto. Intentó seguir el ejemplo de Josh, el nuevo amigo de su hija, y se fingió enrollado. Lo cierto era que tenía un vacío en el estómago y el sudor le corría por la espalda.
Tully había visto suficientes escenas de crímenes, miembros amputados, paredes ensangrentadas, cuerpos mutilados y macabras y repugnantes marcas distintivas de asesinos en serie que iban desde una sola rosa de tallo largo a un cuerpo decapitado. Pero, hasta ese momento, todas esas escenas formaban parte de fotografías, de escáneres digitales y de ilustraciones que le enviaban a la oficina del FBI en Cleveland. Se había convertido en uno de los mejores expertos del Medio Oeste en el desarrollo de perfiles psicológicos de criminales a partir de los indicios fragmentarios que le mandaba la policía. Era su pericia lo que había impulsado al director adjunto Kyle Cunningham a ofrecerle un puesto en Quantico, en la Unidad de Apoyo a la Investigación. De una sola llamada y sin conocerlo siquiera, Cunningham le había ofrecido la oportunidad de dedicarse al trabajo de campo, empezando por la caza de uno de los más infames fugitivos del FBI: Albert Stucky.
Tully sabía que Cunningham se había visto obligado a desmantelar el equipo de investigación tras varios meses sin ningún logro que justificara el tiempo y el dinero invertidos en él. También sabía que debía su golpe de suerte a que la agente a la que había reemplazado había sido asignada temporalmente a labores de enseñanza. Sin necesidad de indagar mucho, descubrió que esa agente era Maggie O'Dell, a quien nunca había visto pero cuya reputación conocía. Era una de las trazadoras más jóvenes y hábiles del país.
Corría el rumor de que O'Dell se había quemado y necesitaba un descanso. Esos mismos rumores sugerían que había perdido su instinto, que era combativa e imprudente, que se había vuelto paranoica y estaba obsesionada por atrapar a Albert Stucky. Naturalmente, también se rumoreaba que el director adjunto Cunningham había apartado a Margaret O'Dell para protegerla de Stucky. Unos ochos meses antes, ambos habían llevado a cabo un peligroso juego del gato y el ratón que, al final, había conducido a la captura de Stucky, pero sólo después de que torturara y estuviera a punto de matar a O'Dell. Ahora, tras meses de estudio, de búsqueda y de espera, Tully iba a encontrarse al fin con el hombre al que apodaban El Coleccionista, aunque sólo fuera a través de sus actos.