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Cualquier otro tal vez no hubiera sobrevivido, convertido en pasto de los caimanes. Pero, conociendo a Stucky, Maggie se lo imaginaba emergiendo de las ciénagas con un traje de tres piezas y un maletín de piel de cocodrilo. Sí, Albert Stucky era inteligente y hábil, y lo bastante taimado como para convencer a un caimán de que le cediera su piel para luego agradecérselo haciéndolo pedazos y dándoselo de comer a sus congéneres.

Maggie repasó los artículos más recientes. La semana anterior, el Philadelphia Journal había publicado un artículo sobre el tronco de una mujer encontrado en el río; su cabeza y pies habían aparecido en un contenedor de basuras. Era lo más parecido al modus operandi de Stucky que había visto en meses y, sin embargo, no parecía obra suya. Era demasiado tosco, de un ensañamiento desmesurado. Los crímenes de Stucky, a pesar de su inconcebible crueldad, nunca incluían el descuartizamiento de la víctima hasta el punto de destruir por completo su identidad. No, para lograr ese propósito, Stucky ponía en práctica sutiles argucias psicológicas y mentales. Ni siquiera cuando extraía un órgano pretendía con ello dar cuenta de la víctima, sino proseguir su macabro juego. Maggie se lo imaginaba observando y riendo mientras algún comensal desprevenido se encontraba la repugnante sorpresa que le había preparado, a menudo en un recipiente de comida para llevar, o abandonada en una mesa, en la terraza de un café. Para Stucky todo era un juego; un juego mórbido y retorcido.

Los artículos que más preocupaban a Maggie no eran los que hablaban de cuerpos descuartizados, sino aquéllos que se referían a mujeres desaparecidas. Mujeres como su vecina, Rachel Endicott. Mujeres inteligentes y prósperas, algunas con familia, todas ellas atractivas y, según decían los periódicos, poco sospechosas de abandonar sus vidas repentinamente sin dejar rastro. Maggie no dejaba de preguntarse si alguna de ellas habría pasado a formar parte de la colección de Stucky. Sin duda, a esas alturas, Stucky ya habría encontrado algún sitio apartado donde empezar de nuevo. Tenía dinero y medios. Lo único que necesitaba era tiempo.

Maggie sabía que Cunningham, su extinto equipo de investigación y el nuevo trazador de perfiles estaban esperando un cuerpo. Pero cuando empezaran a aparecer cadáveres, si es que eso sucedía, serían únicamente aquellos que Stucky abandonaba por simple diversión. No, lo que debían hacer era buscar a las mujeres que coleccionaba. Las mujeres a las que torturaba y que acababan en remotas tumbas, en lo profundo de los bosques, sólo cuando al fin Stucky terminaba de practicar con ellas sus macabros pasatiempos. Pasatiempos que podían prolongarse durante días e incluso semanas. Las mujeres que elegía nunca eran jóvenes, ni inexpertas. No, a Stucky le gustaban los desafíos. Elegía cuidadosamente a mujeres inteligentes y maduras. Mujeres que lucharían, que no se dejarían quebrantar fácilmente. Mujeres a las que pudiera torturar física y psicológicamente.

Maggie se frotó los ojos. Le apetecía otro whisky. Los dos anteriores y la cerveza comenzaban a producirle un zumbido en la cabeza y a emborronarle la vista. Aunque había preparado café para Gwen, odiaba aquel brebaje y procuraba evitarlo. Pero deseaba disponer de algo que la mantuviera alerta. Algo como un whisky, a pesar de que sabía que el alcohol se estaba convirtiendo en un peligroso anestésico.

Tomó otra carpeta y una página cayó al suelo. Ver la letra de Stucky aún le causaba escalofríos. Recogió la nota por una esquina, como si la maldad de Stucky la hubiera contaminado. Era la primera de las muchas notas que le había mandado en el transcurso del juego sangriento que había jugado con ella. Estaba escrita con letra cuidadosa.

¿Qué interés tiene doblegar a un caballo sin ímpetu? El desafio consiste en sustituir el brío por miedo, un miedo deshumanizado, animal, que haga que uno se sienta vivo. ¿Estás preparada para sentirte viva, Maggie O'Dell?

Aquel había sido su primer atisbo de los entresijos del intelecto de Albert Stucky, aquel hombre, hijo de un médico eminente, que había estudiado en las mejores escuelas y disfrutado de todos los privilegios que podía comprar el dinero. Sin embargo, había sido expulsado de Yale por intentar prenderle fuego a un colegio mayor femenino. Había, además, otros borrones en su pasado: un intento de violación, un asalto, algún pequeño robo. Cargos todos ellos sobreseídos o abandonados por falta de pruebas. Stucky había sido interrogado tras la muerte de su padre (que era, según se decía, un experto navegante) en un extraño accidente náutico. Luego, unos seis o siete años antes, Albert Stucky se asoció con otro empresario con el que creó una de las primeras páginas de operaciones bursátiles que funcionaron en Internet, y se convirtió en un respetable y multimillonario hombre de negocios.

A pesar de su exhaustiva investigación, Maggie nunca había logrado averiguar qué había disparado el instinto asesino de Stucky. ¿Cuál había sido el detonante, el precedente remoto? Normalmente, en el caso de los asesinos en serie, el desencadenante de los crímenes era un trauma: un acontecimiento, una muerte, un rechazo, un abuso que un día podía decidirles a matar. Maggie ignoraba de qué se trataba en el caso de Stucky. Quizá, sencillamente, fuera que a la maldad no cabía ponerle freno. Y la maldad de Stucky era especialmente aterradora.

La mayoría de los asesinos en serie mataban por placer, porque hallaban en el asesinato una especie de gratificación. Era una elección, no necesariamente una enfermedad de la mente. Pero a Albert Stucky no le bastaba con matar. Su placer procedía del quebrantamiento psicológico de sus víctimas, a las que convertía en despojos suplicantes y llorosos, apoderándose de sus cuerpos, de sus mentes y sus almas. Disfrutaba doblegando su espíritu, trocando su ímpetu en miedo. Después, recompensaba a sus víctimas con una muerte lenta y desgarradora. Paradójicamente, aquéllas a las que mataba de inmediato, aquéllas a las que degollaba y abandonaba en un contenedor tras extraerles como trofeo un órgano elegido, ésas eran afortunadas.

El timbre del teléfono la sobresaltó. Agarró la Smith amp; Wesson que había dejado a su lado. De nuevo, fue un simple reflejo. Era tarde y muy poca gente conocía su nuevo número. Se había negado a darlo al llamar a la pizzería. Incluso había insistido en que Greg la llamara al móvil. Tal vez a Gwen se le había olvidado algo. Sin levantarse del suelo, estiró la mano hacia el escritorio y bajó el teléfono.

– ¿Sí? -dijo con los músculos tensos. Se preguntaba cuándo había dejado de contestar con un «¿diga?».

– ¿Agente O'Dell?

Reconoció al instante el tono franco y desenvuelto del director adjunto Cunningham, pero no se relajó.

– Sí, señor.

– No me acordaba de si ya estaba usando su número nuevo.

– Me he mudado hoy.

Miró su reloj de pulsera. Era más de medianoche. Hablaban poco últimamente, desde que Cunningham la sacara del servicio activo y la asignara a labores de enseñanza. ¿Tendría acaso algún dato nuevo sobre Stucky? Se irguió, sintiendo de pronto un inesperado brote de esperanza.

– ¿Ocurre algo?

– Lo siento, agente O'Dell. Sé que es muy tarde.

Ella se lo imaginó en su mesa de Quantico, aunque era viernes y medianoche.

– No importa, señor. No me ha despertado.

– Pensaba que se iba a Kansas City mañana, y tenía que hablar con usted.

– Me voy el domingo -procuró refrenar la duda, la expectación, para que no afloraran a su voz. Si Cunningham quería que se quedara, Stewart podría sustituirla en la conferencia sobre seguridad-. ¿Hay algún cambio en mi agenda?

– No, en absoluto. Sólo quería asegurarme. Sin embargo, esta tarde he recibido una llamada que me ha causado cierta inquietud.

Maggie imaginó un cuerpo destrozado y abandonado para que lo encontrara cualquier persona desprevenida bajo la basura. Aguardó a que le diera los detalles.