– Ya lo tenemos -el forense se levantó y le indicó al agente Hillguard que se acercara. Entre los dos tiraron de los picos de la manta y sacaron al perro de debajo de cama-. Podemos usar mi furgoneta para llevarlo a la clínica Riley.
Maggie se sentó en cuclillas, notando de pronto que estaba empapada en sudor.
– Mierda -Manx parecía de nuevo enfurecido-. Eso significa que seguramente la sangre de la puerta y de la bañera es del puto perro y que no tenemos nada.
– Yo no contaría con eso -dijo Maggie-. Aquí ha pasado algo violento, y puede que la dueña del perro se haya llevado la peor parte -observó cómo el forense y el agente cubrían al perro tembloroso y aseguraban su improvisada camilla. Se alegró de que estuvieran ocupados. Así no notarían que apenas se tenía en pie-. Supongo que este pequeño -señaló al labrador- intentó impedir lo que estaba ocurriendo, sea lo que sea. Es posible que el agresor se haya llevado un par de buenos mordiscos y que parte de la sangre sea suya. Sobre todo esta, la de la cama. Los técnicos del laboratorio seguramente podrán obtener una muestra, aunque la haya limpiado.
– ¿Le importaría dejar que prosiga con mi investigación? -Manx le lanzó una mirada desdeñosa.
Maggie se apartó el pelo húmedo de la frente. Cielos, ¿no podía darle aquel hombre un respiro? Entonces se dio cuenta de que tenía sangre en las manos y se había manchado la frente y el pelo. Cuando volvió a fijar los ojos en el forense, éste estaba mirando a Manx con irritación mientras sacudía la cabeza, como si él también estuviera harto de las salidas de tono del detective.
– Sí, por supuesto, la investigación es toda suya -dijo Maggie finalmente, y agarró un pico de la manta para ayudar a transportar al perro malherido-. Estoy segura de que el barrio entero dormirá tranquilo esta noche sabiendo que el caso está en sus manos.
Manx pareció sorprendido ante su sarcasmo y se puso colorado al notar que ninguno de los dos hombres salía en su defensa. Maggie sorprendió al médico sonriendo. No se giró para comprobar si Manx también lo había notado.
– Mantenga su placa del FBI y su bonito trasero alejado de mi investigación -gritó Manx a su espalda, decidido a decir la última palabra-. ¿Está claro, O'Dell?
Ella no se molestó en mirarlo ni en responder. Aquel tipo era un hijo de puta desagradecido. Ni siquiera habría encontrado al perro de no ser por ella. Maggie se preguntaba si se molestaría en recoger muestras de sangre, sencillamente porque ella se lo había sugerido.
Mantuvo tenso su pico de la manta y siguió al forense y al agente Hillguard. Al llegar al descansillo, se volvió para mirar a Manx, que estaba en la puerta del dormitorio.
– Ah, detective Manx -dijo alzando la voz-. Una cosa más. Puede que quiera hacer examinar el barro de los escalones. A no ser, claro, que lo haya traído usted, contaminando así la escena del crimen.
Manx alzó instintivamente el pie derecho para mirarse la suela, antes de darse cuenta de lo que hacía. El forense se echó a reír a carcajadas. El agente Hillguard se lo pensó mejor, conformándose con una leve sonrisa. Manx se puso colorado otra vez. Maggie se dio la vuelta tranquilamente y concentró toda su atención en tranquilizar a su paciente mientras lo bajaban por las escaleras.
Capítulo 6
Tess McGowan guardó una copia del contrato, procurando ignorar el barniz deslustrado y el asa resquebrajada de su maletín de cuero. Un par de ventas más y tal vez podría comprarse un maletín nuevo para sustituir a aquél, adquirido en una tienda de saldos.
Garabateó una nota en el calendario de su mesa: Joyce y Bill Saunders: una docena de galletas de chocolate de tallo largo. Los niños de los Saunders se pondrían como locos, y Joyce era una adicta al chocolate. Luego anotó: Maggie O'Dell: un ramo de flores. Enseguida tachó la anotación. No, era demasiado simple, y a Tess le gustaba personalizar los obsequios que enviaba a sus clientes. Las recomendaciones que conseguía gracias a aquellos obsequios, los cuales se habían convertido en su marca personal, compensaban de sobra el gasto. Pero ¿qué podía enviarle a O'Dell? Un ramo de flores no le parecía apropiado, a pesar de que imaginaba que hasta a las agentes del FBI les gustaban las flores, y O'Dell parecía entusiasmada con su enorme jardín. No, para la agente O'Dell parecía más adecuado un dóberman asesino. Tess sonrió y anotó un tiesto de azaleas.
Satisfecha, apagó el ordenador y se quitó la chaqueta. En los demás despachos reinaba el silencio desde hacía horas. Ella era la única lo bastante chiflada como para trabajar hasta tan tarde. Pero no le importaba. Daniel estaría en la oficina hasta las ocho o las nueve y aún tardaría en acordarse de ella varias horas más. Pero Tess no quería detenerse a pensar en su falta de delicadeza. A fin de cuentas, ella saldría huyendo si empezaba a llamarla constantemente, amenazando su independencia o presionándola para que se comprometieran. No, las cosas estaban bien tal y como estaban: sin complicaciones y con una inversión afectiva casi insignificante. Era la relación perfecta para una mujer incapaz de soportar el compromiso.
Pasó junto al cuarto de las fotocopiadoras, pero se detuvo al oír el arrastrar de unos pies. Miró la puerta del fondo del pasillo para asegurarse de que nada obstruía su camino en caso de que tuviera que huir. Se apoyó contra la pared y miró cautelosamente al otro lado de la esquina, al interior de la habitación en la que zumbaba la fotocopiadora encendida.
– Chica, pensaba que te habías ido a casa hacía horas -la voz de Delores Heston sobresaltó a Tess. La mujer se irguió tras la fotocopiadora y metió una bandeja de papel por la bocaza de la máquina. Al fin miró a Tess y de pronto pareció preocupada-. ¡Cielo santo! Lo siento, Tess. No quería asustarte. ¿Estás bien?
Tess sentía el pálpito de su corazón en los oídos. De pronto se avergonzó de asustarse tan fácilmente. Aquella paranoia era un vestigio de su vida anterior. Sonrió a Delores y, apoyándose en el quicio de la puerta, aguardó a que su pulso recuperara su ritmo normal.
– Estoy bien. Pensaba que se había ido todo el mundo. ¿Qué haces aquí todavía? ¿No ibas a cenar con los Greeley?
Delores apretó unos botones y la máquina pareció cobrar vida con un suave zumbido casi reconfortante. Luego miró a Tess con los brazos enjarras.
– Cambiaron la cita, así que estoy adelantando un poco de papeleo. Y, por favor, no se lo digas aVerna. Se pondrá furiosa si descubre que he estado enredando con su criaturita -como a propósito, la máquina empezó a pitar-. ¡Santo Dios! ¿Y ahora qué he hecho? -Delores se giró y comenzó a apretar los botones.
Tess se echó a reír. Lo cierto era que Delores era la propietaria de la máquina, así como de cada silla y hasta de los clips del papel. Había fundado Heston Inmobiliaria casi diez años antes y había logrado hacerse un nombre en Newburgh Heights y sus alrededores. Lo cual era todo un logro para una mujer negra que había crecido en la pobreza. Tess admiraba a su jefa, quien, a las seis de la tarde, tras un arduo día de trabajo, seguía teniendo un aspecto impecable con su traje violeta oscuro hecho a mano. Llevaba el cabello sedoso y negro recogido en un moño compacto, sin un solo pelo fuera de su sitio. El único signo de que había acabado su jornada laboral eran sus pies descalzos, enfundados en medias.
El traje de Tess, en cambio, estaba arrugado debido a las largas horas que había pasado sentada. La humedad le había ensortijado el pelo abundante y ondulado, y algunos mechones escapaban de la pinza que usaba para recogérselo hacia atrás. Era quizá la única mujer en el mundo que, teniendo el pelo rubio, se lo teñía de un marrón indistinto para revestirse de credibilidad y evitar acercamientos sexuales. Hasta las gafas que llevaba colgadas de un cordón alrededor del cuello eran un simple aditamento. Tess usaba lentillas, pero ¿acaso no parecían siempre más inteligentes las mujeres jóvenes y atractivas si llevaban gafas?