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Su pulso se aceleró. Parpadeó, confiando en que el espejismo no se difuminara. Una súbita oleada de alivio se apoderó de ella al ver que un jirón de humo salía de la chimenea. Incluso le llegaba el olor de la leña del fuego. Oyó un sonajero de viento y un momento después lo vio colgando del techo del porche. Junto a la casa, florecían narcisos y tulipanes.

Se sintió como Caperucita Roja al encontrar entre los árboles del bosque el camino hacia la acogedora casa de su abuela.

Entonces se dio cuenta de que la analogía tal vez fuera real. Una alarma pareció dispararse en su cabeza. El pánico se difundió de nuevo por sus venas.

Se dio la vuelta para echar a correr, y se topó de bruces con él. La agarró por las muñecas y la miró desde su altura, sonriendo conio un lobo.

– Te estaba buscando, Tess -dijo con calma mientras ella se debatía, intentando desasirse-. Me alegro de que hayas encontrado el camino.

Capítulo 64

Washington D. C.

Lunes, 6 de abril

Maggie apenas podía creer que Cunningham hubiera insistido en que mantuviera su cita del lunes con el doctor Kernan. Ya resultaba desesperante tener que aguardar los permisos oficiales de las autoridades de Maryland. ¿Cómo podían estar seguros de que Stucky no lo averiguaría? Si se filtraba alguna información, no tendrían que preocuparse de que Stucky les tendiera otra trampa. No, esta vez se habría ido cuando llegaran, y pasarían cinco o seis meses antes de que volvieran a saber de él.

Había hecho el viaje enojada y nerviosa. Una hora de trayecto hacia Washington D. C., en plena hora punta. Y ahora tenía que esperar un poco más. De nuevo, Kernan llegaba tarde.

Entró arrastrando los pies. Olía a humo de puro y parecía que acababa de levantarse de la cama. Su traje, marrón y barato, estaba arrugado. Llevaba los zapatos sucios y con un cordón desatado que arrastraba tras él. Se había aplastado el pelo ralo y blanco con algún gel de olor desagradable. O tal vez fuera el aceite de friegas Ben-Gay lo que saturaba las fosas nasales de Maggie. Aquel hombre parecía el arquetipo del enfermo mental sin techo.

De nuevo, Kernan entró sin saludarla y crujió en la silla, echándose hacia delante y hacia atrás, hasta que se encontró cómodo. Esta vez, Maggie estaba demasiado inquieta y enfadada como para mostrarse intimidada. No le importaba qué extrañas visiones de su psique pudiera desenterrar el psicoanalista. Nada de lo que Kernan pudiera hacer o decir mitigaría o sanaría el caótico vendaval que hacía tic-tac dentro de su pecho como una bomba de relojería lista para explotar sin previo aviso.

Maggie movía compulsivamente el pie y tamborileaba con los dedos sobre el brazo de la silla. Observó a Kernan rebuscar entre sus papeles. Dios, estaba harta del desorden de los otros. Primero, Tully; y ahora, Kernan. ¿Cómo se las apañaba aquella gente?

Suspiró, y él la miró con el ceño fruncido por encima de las gruesas gafas y chasqueó los labios diciendo «sí, sí», como si la reprendiera. Ella continuó mirándolo fijamente, dejando que notara su desprecio, su rabia, su impaciencia, sin que le importara un bledo lo que pensara.

– ¿Tenemos prisa, agente especial Margaret O'Dell? -preguntó él mientras hojeaba una revista.

Ella miró sus manos y atisbo la portada de la revista. Era un ejemplar de Vogue.

– Sí, tengo prisa, doctor Kernan. Hay una investigación importante que quisiera retomar.

– De modo que ¿cree haberlo encontrado?

Ella alzó la mirada, sorprendida, intentando comprobar qué sabía. Pero el doctor Kernan parecía enfrascado en las páginas de la revista. ¿Era posible que Cunningham se lo hubiera dicho? ¿Cómo, si no, podía saberlo?

– Puede que sí -dijo ella, teniendo cuidado de no revelar nada más.

– Pero todo el mundo la hace esperar, ¿no es eso? Su compañero, su superior, yo… Y todos sabemos que Margaret O'Dell odia esperar.

Ella no tenía tiempo para estúpidos juegos mentales.

– ¿Le importaría que empezáramos de una vez?

Él alzó la mirada de nuevo por encima de las gafas. Esta vez, parecía sorprendido.

– ¿Y cómo quiere que empecemos? ¿Le gustaría que le diera una absolución plenaria, tal vez? ¿Una especie de permiso para salir corriendo tras él?

Dejó a un lado la revista, se recostó en la silla, juntó las manos sobre el pecho y la miró fijamente, como si esperara una respuesta, una explicación. Ella se negó a darle lo que quería. Simplemente, le sostuvo la mirada.

– Le gustaría que nos quitáramos de su camino -continuó él-. ¿Es eso, agente especial Margaret O'Dell? -Kernan hizo una pausa. Ella frunció los labios, negándole una respuesta, de modo que él prosiguió-. Quiere ir tras él sola otra vez, porque es usted la única que puede atraparlo. Ah, no, perdóneme. Es usted la única que puede pararlo. Tal vez piense que, si lo detiene esta vez, las faltas de usted le serán perdonadas.

– Si estuviera buscando absolución para mis pecados, doctor Kernan, estaría en una iglesia, no aquí sentada, en su despacho.

Él sonrió. Una sonrisa de labios finos. Maggie se dio cuenta de que era la primera vez que lo veía sonreír.

– ¿Buscará absolución después de meterle a Albert Stucky una bala entre los ojos?

Ella parpadeó, recordando cómo había perdido los estribos durante su última sesión. Aquello le recordó que todavía se sentía desquiciada, sólo que ahora la cólera le daba la falsa sensación de que el borde del precipicio estaba lejos. Si seguía encolerizada, tal vez no vería su filo. ¿Se sentiría siquiera deslizarse, o caería brusca y repentinamente cuando eso ocurriera?

– Puede que haya pasado demasiado tiempo dando vueltas en torno a la maldad como para que me importe muy poco lo que tenga que hacer para destruirla -ya no le importaba lo que decía. Kernan no podía utilizarlo para hacerle daño. Nadie podía hacerle más daño del que Stucky le había hecho-. Puede -continuó, dejándose llevar por la ira-, puede que, para detener a Albert Stucky, tenga que ser tan malvada como él.

Kernan la miró fijamente, pero de modo distinto. Estaba considerando las palabras de Maggie. ¿Estaría buscando una respuesta ingeniosa? ¿Probaría con ella su alambicada psicología? Ella ya no era una estudiante ingenua. Sabía jugar con las reglas de Kernan. A fin de cuentas, había jugado con alguien diez veces más retorcido que su antiguo profesor. Al lado de los de Albert Stucky, los juegos del doctor James Kernan le parecían cosa de niños.

Maggie lo miró sin parpadear, sin moverse siquiera. ¿Había dejado al viejo sin habla?

Finalmente, él se echó hacia delante, apoyó los codos en la mesa desordenada y formó con los dedos deformados una tienda de campaña.

– Entonces, ¿qué es lo que la preocupa, Margaret O'Dell?

Ella ignoraba a qué se refería, pero procuró que no se le notara la perplejidad en la cara.

– Está preocupada -dijo él lentamente, como si abordara un tema delicado. Aquel tacto era tan extraño en él que de inmediato despertó las sospechas de Maggie. ¿Sería otro de los famosos trucos de Kernan, o estaba realmente preocupado por ella? Maggie esperaba que fuera un truco. Eso podía soportarlo. La preocupación, tal vez no-. La angustia -dijo él- ser capaz de la misma clase de maldad que Albert Stucky.

– ¿Y no lo somos todos, doctor Kernan? -hizo una pausa para ver cómo reaccionaba él-. ¿No es a eso a lo que se refería Jung al decir que todos tenemos un lado oscuro? -lo observó detenidamente, esperando a ver cómo le sentaba que una de sus alumnas le llevara la contraria-. Las personas malvadas hacen lo que las buenas sólo se atreven a imaginar. ¿No es así, doctor Kernan?

Él se removió en la silla. Maggie pensó que debería haber contado cuántas veces parpadeaba. Le dieron ganas de sonreír, porque al fin parecía haberlo puesto en la cuerda floja. Sin embargo, aquel triunfo no le produjo ninguna alegría.