– Ya se le pasará. Eres tú quien me preocupa.
– ¿Yo? -ella se giró para mirarlo.
– Sí. Tú también parecías cabreadísima conmigo.
– Ah, eso -dijo ella, apoyándose de nuevo en él-. Ya se me ha pasado.
– ¿De veras?
– Estaba pensando que, como no nos vamos a gastar todo el dinero que costaría ir al baile de graduación, podía comprarme un discman muy guay que he visto, ¿no?
– ¿Ah, sí? -Tully sonrió. Sí, definitivamente, nunca entendería a las mujeres.
– Pero no te mosquees. Tengo suficiente dinero ahorrado -ella se desprendió de sus brazos y se levantó. De pie ante él, con los brazos cruzados, esperando su respuesta, se parecía más a la niña que Tully recordaba-. ¿Podemos ir a comprarlo hoy?
¿Era aquél modo de educar a una adolescente, enseñarle a recibir cosas materiales a cambio de su buen comportamiento? En lugar de pararse a considerarlo, Tully dijo:
– Claro. Iremos esta tarde.
– ¡Vale!
Tully la vio regresar a su habitación prácticamente patinando mientras se levantaba y se acercaba a la mesa baja. Buscó una carpeta y la sacó de debajo de uno de los montones. La abrió y empezó a rebuscar entre su contenido: un informe policial, una copia de los análisis de ADN, una bolsa de plástico con una pizca de barro con partículas metálicas pegada a un documento de registro de pruebas, y un impreso de alta de la clínica veterinaria Riley.
La noche anterior, Manx le había dado el archivo de Rachel Endicott, la vecina desaparecida de O'Dell de la que ésta sospechaba que había sido secuestrada por Stucky. A la vista de las pruebas y del reciente informe de ADN del laboratorio, hasta el arrogante y tozudo detective Manx había tenido que admitir que la señora Endicott podía, en efecto, haber sido secuestrada.
Tras comprobar lo alterada que estaba O'Dell esa mañana, Tully se preguntaba si debía o no enseñarle el archivo. Porque, según el análisis de ADN, Albert Stucky no sólo había estado en casa de Rachel Endicott, sino que se había servido un sandwich y varios caramelos. Y Tully ya no tenía dudas de que también se había servido a la propia señora Endicott.
Capítulo 62
Maggie condujo sin rumbo fijo, esperando que se disipara su cólera. Al cabo de una hora, se detuvo en el aparcamiento de una cafetería, pensando que algo de comer le asentaría los nervios y el estómago. Estaba en la puerta del restaurante, con la mano en el pomo, cuando se dio la vuelta, tropezado con dos clientes, y regresó apresuradamente a su coche. No se atrevía a desayunar. ¿Cómo iba a arriesgar la vida de otra camarera?
De vuelta en la carretera, sus ojos escudriñaban constantemente a su alrededor, comprobando el retrovisor y cada coche que pasaba su lado. Salió de la autopista interestatal, condujo varios kilómetros por una carretera de dos carriles desierta y luego regresó a la autopista. Varios kilómetros después, salió a un área de descanso, dio una vuelta completa, aparcó, esperó, y regresó a la interestatal.
– Vamos, Stucky -dijo mirando el retrovisor-. ¿Dónde demonios te has metido? ¿Estás ahí? ¿Me estás siguiendo?
Sacó el teléfono móvil e intentó llamar a Nick, pero ya debía de haber regresado a Boston. Buscando ávidamente una distracción, la que fuese, marcó el número de teléfono de su madre. Tal vez pudiera bajar a Richmond. Así sin duda dejaría de pensar en Stucky. El contestador de su madre saltó a la cuarta llamada.
– Ahora mismo no puedo ponerme -dijo una voz alegre, y Maggie pensó enseguida que se había equivocado de número-. Por favor, llámame en otro momento, y recuerda que Dios cuida de quienes no pueden cuidar de sí mismos.
Maggie cerró bruscamente el teléfono. «Oh, Dios», pensó, deseando que aquella voz no fuera la de su madre y que, en efecto, se hubiera equivocado de número. Sin embargo, pese a su fingida alegría, había reconocido aquella voz rasposa de fumadora. Entonces recordó que Greg le había dicho que su madre estaba fuera de la ciudad. Naturalmente, estaba con el reverendo Everett, quienquiera que fuera aquel tipo. Estaban en Las Vegas. ¿Dónde, si no, iba a ir a buscar a Dios una maniaco-depresiva adicta al alcohol?
Notó que el depósito de gasolina estaba casi vacío y, saliendo de la interestatal, se detuvo en una gasolinera Amoco. Acababa de quitar el tapón del depósito cuando se dio cuenta de que los surtidores no admitían tarjetas de crédito. Miró hacia la tienda. En cuanto vio los rizos rubios de la dependienta, volvió a poner el tapón y se metió en el coche.
Le costó otros dos intentos y unos cuarenta kilómetros más encontrar una gasolinera cuyos surtidores admitieran tarjetas. Para entonces ya tenía los nervios de punta. Le dolía la cabeza y las náuseas hacían que sintiera el estómago vacío y revuelto. No tenía ningún sitio a donde ir. Huir no arreglaría nada. Y tampoco podía obligar a Stucky a ir tras ella. A menos que ya estuviera esperándola, claro. Finalmente, decidió arriesgarse y volver a casa.
Capítulo 63
Tess corría, a pesar de que le dolía el tobillo. Los pies doloridos le sangraban aunque había intentado vendárselos con los jirones de las mangas de su blusa. No sabía hacia dónde se dirigía. El cielo había vuelto a nublarse, hinchándose, gris, listo para estallar. Por dos veces había llegado a una cornisa que miraba al agua. Si hubiera sabido nadar, no le habría importado lo lejos que parecía estar la otra orilla. ¿Por qué no podía escapar de aquella prisión eterna de pinos, enredaderas y riscos?
Se había pasado la mañana comiendo fresas salvajes o, al menos, eso le habían parecido. Luego bebió en la ribera fangosa del río, sin importarle que las algas se deslizaran también en el hueco de sus manos.
Su reflejo la había asustado al principio. El pelo encrespado, la ropa hecha jirones, los arañazos y cortes la hacían parecer una mujer loca. Pero ¿no era justamente eso a lo que la habían reducido? En realidad, no podía pensar en Rachel sin sentir que algo brutal y primitivo le desgarraba las entrañas.
No sabía cuánto tiempo había pasado acobardada en un rincón del agujero. Había llorado balanceándose de un lado a otro, abrazada a sí misma, con la frente contra la pared de barro. A veces, se había sentido deslizarse en otra dimensión, y había oído a su tía gritarle desde lo alto de la fosa. Habría jurado que veía asomada su cara, mirándola con el ceño fruncido mientras, agitando un dedo, la maldecía. Ignoraba si había transcurrido una sola noche, dos o tres. El tiempo había perdido todo significado.
Recordaba, en cambio, qué era lo que la había sacado de su estupor. Había sentido una presencia, algo o alguien haciendo ruido al borde del agujero. Esperaba levantar la vista y ver a su raptor encaramado al borde, listo para abalanzarse sobre ella. Pero no le había importado. Quería que aquello se acabara. Sin embargo, no era aquel loco, ni un depredador. Era un ciervo asomándose al foso. Un hermoso ejemplar joven que la miraba con curiosidad. Y Tess se había encontrado preguntándose de pronto cómo podía existir algo tan bello e inocente en aquella isla del diablo.
Entonces fue cuando se recompuso, cuando decidió de nuevo que no moriría, no allí, no en aquel agujero. Había tapado lo mejor que pudo a su compañera con ramas de pino. Las tiernas pinochas habían cubierto como un manto su piel gris y escariada. Luego, había trepado hasta la superficie.
Sin embargo, no había sentido alivio al dejar aquella tumba de tierra, que, irónicamente, se había convertido en una especie de refugio. Ahora, después de correr y caminar kilómetros y kilómetros, se sentía mucho más lejos de la seguridad de lo que se había sentido en el interior de la húmeda fosa.
De pronto, vio algo blanco en un risco, entre los árboles. Subió con renovada energía, sujetándose a las raíces de los árboles e ignorando las heridas que tenía en las manos y que no había notado antes. Pisó al fin terreno llano, boqueando en busca de aire. A pesar del esfuerzo, desde allí podía ver mucho mejor. Escondida entre los enormes pinos había una casa grande, revestida de madera blanca.