Se agarró a las trepadoras y se impulsó hasta la cima del promontorio. Desde allí arriba se veía hasta muy lejos. Pero no advirtió nada. Las gafas de infrarrojos no detectaban ninguna masa de calor. ¿Dónde demonios se había metido?
Metió los dedos bajo las gafas para frotarse los ojos. Tal vez necesitara dormir más que castigar a Tess McGowan con una buena follada. El acostumbrado letargo empezaba a apoderarse de su cuerpo. No quería sufrir otra decepción, si la encontraba y no era capaz de… follársela. Ni siquiera quería pensar en ello.
No, empezaría otra vez por la mañana, cuando hubiera recobrado energías y pudiera disfrutar de una buena cacería. Sí, empezaría temprano. Se echó la cuerda al hombro, recogió la ballesta y emprendió el camino de vuelta. Tal vez abriera esa encantadora botella de vino italiano cuyas delicias Hannah le había prometido.
Capítulo 59
Maggie estaba aturdida. Le costaba gran trabajo mantener los ojos abiertos. No se dio cuenta hasta que paró frente a la casa de que estaba funcionando con el piloto automático. No recordaba haber salido de la interestatal, ni haber zigzagueado por la Autopista 6, con sus curvas cerradas y sus hondas y abruptas cunetas. Era un milagro que hubiera encontrado el camino de vuelta entre la oscuridad y la neblina que enturbiaba su mente.
Nick le había dejado encendida la luz del pórtico. Su Jeep seguía donde lo había aparcado esa tarde. Maggie detuvo el coche junto a él y, al ver sus laterales polvorientos y sus enormes y rugosos neumáticos, se apoderó repentinamente de ella una oleada de alivio. Ahora se alegraba de que el detective Rosen la hubiera convencido de esperar hasta la mañana siguiente. ¿Cómo había podido pensar en salir a la caza de Stucky por negros y desconocidos bosques en plena noche? Sin embargo, una hora antes aquélla le había parecido una idea sensata. Quería escenificar un ataque por sorpresa, olvidando momentáneamente que el último lo había ganado Stucky. ¿Por qué Albert Stucky lograba desbaratar su sensatez con tanta facilidad, de un plumazo, o, mejor dicho, de una pasada de su cuchillo?
Sabía que el doctor Holmes tenía razón, aunque era probable que nunca pudieran confirmarlo. Sabía que posiblemente la dependienta de la licorería le había suplicado a Stucky que la dejara vivir. Maggie imaginaba sus súplicas: surgían sin previo aviso en su cabeza, y no parecía poder acallarlas.
Hannah suplicaba y, al darse cuenta de que Stucky no le hacía caso, le rogaba por la vida de su bebé nonato. Él se habría reído de ella. Para él, aquello no tenía importancia alguna. Pero ella habría seguido llorando y suplicando. ¿Era por eso por lo que había empezado a cortar mientras todavía estaba viva? ¿Había intentado mostrarle el feto no nacido? Habría sido un nuevo reto a sumar a su repertorio de horrores. Parecía inconcebible y grotesco, pero Maggie sabía que para Stucky no lo era.
Intentó ahuyentar aquellas imágenes. Abrió la puerta y procuró no hacer ruido. Desde hacía mucho tiempo, sólo la esperaba una casa oscura y vacía cuando volvía. Nada ni nadie más. Incluso antes de que Greg y ella hubieran empezado a evitarse el uno al otro, sus agendas chocaban con frecuencia. En los años anteriores, se habían convertido apenas en compañeros de piso que se dejaban notas el uno al otro. O, al menos, se las habían dejado al principio. Poco a poco, los únicos signos de que en aquella casa vivían dos personas fueron los cartones de leche vacíos en la nevera y los calcetines y la ropa interior irreconocible en el cuarto de la lavadora.
El sistema de alarma pitó una sola vez antes de que Maggie apretara el código correcto. Al instante, sintió el hocico de Harvey husmeándola desde atrás. Extendió una mano en la oscuridad y sintió su lengua.
El vestíbulo permanecía a oscuras, pero el cuarto de estar estaba bañado en luz de luna. Nick no había echado las persianas, y Maggie se alegró de ello. Le gustaba aquel fulgor azulado que le daba a la habitación un aire mágico. Vio a Nick tumbado en el suelo, su cuerpo largo cubierto sólo a medias por el saco de dormir. Tenía el pecho desnudo, y la visión de su piel, de sus brazos musculosos, de su tripa dura, le produjo a Maggie un cosquilleo en el estómago justo cuando pensaba que estaba demasiado cansada para sentir algo más.
Dejó en el suelo el maletín forense, se quitó la chaqueta y había empezado a despojarse de la sobaquera cuando oyó que el saco de dormir se removía.
Harvey había vuelto al lado de Nick y había apoyado la cabeza sobre el abultamiento de sus piernas.
– No te acomodes ahí -le dijo ella a Harvey.
– Demasiado tarde -dijo Nick, pasándose una mano por la cara e incorporándose, apoyado en un codo.
– Le decía a Harvey -ella sonrió.
– Ah, bueno.
Él se pasó los dedos por el pelo corto, levantándoselo en algunas partes. De pronto, Maggie sintió el irresistible deseo de alisárselo, de pasar los dedos por su cabello y por su recia y cuadrada mandíbula.
– ¿Cómo estás?
Incluso a la luz azulada de la luna, ella advirtió su mirada de preocupación.
– No sé, Nick. Puede que no muy bien -se apoyó contra la pared y se frotó los ojos. No quería recordar los ojos de la dependienta muerta. No quería ver el feto marchito todavía colgando de la pared del útero de su madre.
– Eh -dijo Nick suavemente-, ¿por qué no te vienes con Harvey y conmigo? -retiró la parte de arriba del saco de dormir, invitándola a meterse dentro. Al hacerlo, dejó también al descubierto los calzoncillos de pantalón corto, muy ceñidos, y sus prietos muslos.
De nuevo, el aleteo del deseo sorprendió a Maggie. Sintió que se sonrojaba, y su propia respuesta la azoró aún más, porque sabía que Nick sólo pretendía que se acurrucara a su lado. Él, no obstante, pareció leerle el pensamiento.
– Te prometo que te dejaré controlar todo lo que quieras -tenía una expresión seria, y Maggie comprendió que había interpretado perfectamente sus sentimientos. ¿Tan transparente era?
Sólo quería sentir algo que no fueran sus nervios deshilachados, el cansancio, las emociones que habían dejado su alma en carne viva. Ya no recordaba lo que era sentirse segura y a gusto. Esa tarde, en la cocina, la presencia de Nick le había recordado que pocas veces en los últimos años había sentido agitarse la pasión y el deseo dentro de sí. Irónicamente, las únicas veces que recordaba eran las que había pasado con Nick en Nebraska.
Sin decir una palabra, se quitó los zapatos y comenzó a desabrocharse los vaqueros. Al encontrarse con los ojos de Nick, advirtió en ellos un atisbo de sorpresa mezclado con ansia. Él parecía no saber qué podía esperar. Pero ella misma tampoco lo sabía.
Maggie se dejó la camisa puesta. Tenía las bragas ya húmedas cuando se tumbó junto a él. Harvey se levantó, giró sobre sí mismo tres veces y se dejó caer apoyando el lomo contra Nick. Los dos se echaron a reír, y Maggie sintió, aliviada, que la tensión se disipaba.
Se quedaron tumbados cara a cara, apoyados ambos en el codo. Él le sostenía la mirada, pero mantuvo las manos quietas. Parecía ansioso por saber qué iba a hacer ella. Maggie le tocó la cara con las puntas de los dedos, acariciándole la mejilla, el mentón rasposo, deteniéndose en sus labios. Nick le besó la punta de los dedos. Su boca era cálida, húmeda, incitante.
Ella siguió bajando hasta la cicatriz, aquel leve pliegue blanco en su barbilla. Luego, bajó hasta su garganta, y advirtió que él tragaba saliva como si intentara contener sus emociones. Ella siguió mirándolo a los ojos mientras con los dedos le acariciaba los músculos del pecho y trazaba una senda sobre su vientre plano y duro. La respiración de Nick ya se había hecho irregular cuando los dedos de Maggie alcanzaron el abultamiento de sus shorts. En cuanto lo tocó, él contuvo el aliento como si no pudiera seguir refrenándose.