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Capítulo 57

El detective Rosen había llamado al departamento de policía de Newburgh Heights al saber que Hannah Messinger quizá hubiera sido secuestrada en la licorería del centro del pueblo. O'Dell se había apresurado a acompañar al doctor Holmes, y Rosen se había quedado en la parada de camiones recogiendo pruebas, de modo que Tully decidió acompañar a Manx y a sus hombres. Tras hablar con el detective Manx, y como no acababan de convencerlo sus maniobras de dilación en el caso McGowan, sabía que debía estar allí por si aparecía algún indicio.

Mientras esperaba a que uno de los agentes abriera el cierre de la puerta trasera de la licorería, se encontró preguntándose si el aviso había sorprendido al detective Manx en un club nocturno. Manx iba vestido con unos pantalones chinos, una chaqueta naranja y una corbata azul. Bueno, tal vez la chaqueta pudiera pasar por marrón. Era difícil de saber, a la luz de las farolas. Pero Tully estaba seguro de que la corbata tenía pequeños delfines estampados. Echó una mirada de reojo a Manx. Parecía tener su edad. El corte de pelo engominado enfatizaba sus rasgos cuadrados, pero Tully imaginaba que seguramente las mujeres encontraban en él un cierto tosco atractivo. Aunque, en realidad, él ya no sabía qué encontraban atractivo las mujeres.

Desde su lugar en el callejón, Tully reconoció la parte trasera de la pizzería Mamma Mia, en la esquina. Un contenedor nuevo y brillante había reemplazado a aquél en el que había sido hallado el cuerpo de Jessica Beckwith. Tal vez el dueño hubiera pretendido librarse de ese modo de una vez por todas de su recuerdo. ¿Qué pensaría la gente cuando supiera que otra mujer había sido raptada y asesinada sólo unas tiendas más allá?

Tully se subió la solapa de la chaqueta para protegerse del súbito frío nocturno. O quizá el frío procediera del recuerdo de aquella hermosa joven enterrada en una maraña de basura. Pensar en Jessica Beckwith le recordaba a Emma. ¿Cómo podía hacerle entender que sólo quería protegerla? Que no era una cuestión de tacañería. Aunque ella, naturalmente, no quería explicaciones. Ni siquiera iba a dirigirle la palabra ahora que le había prohibido ir al baile de promoción con Josh Reynolds.

– Hemos intentado localizar al dueño -dijo Manx, sacándolo de sus pensamientos-. Está de viaje. No puede volver hasta mañana por la noche. Su mujer dice que Messinger se encargaba de todo.

Tully agarró sus gafas y advirtió que el agente estaba destrozando la cerradura de la puerta. Finalmente, se oyó un chasquido, y el picaporte se soltó y cayó al suelo.

Manx dio con el interruptor de la luz y no sólo se iluminó la trastienda, sino el local entero, pasillo por pasillo. Tardaron poco en inspeccionar la pequeña tienda y comprender que nada parecía fuera de su sitio. La caja registradora estaba cerrada con llave. Incluso estaba puesto el cartel de «cerrado». No había ningún indicio de que hubieran entrado por la fuerza.

– Tuvo que llevársela cuando iba hacia su coche -dijo Manx, rascándose la cabeza.

Un policía salió a revisar el callejón, mientras el otro empezaba a inspeccionar el almacén.

– Rosen me lo ha contado. Me dijo lo de O'Dell.

Tully se detuvo y volvió la cabeza hacia Manx desde detrás del mostrador. Los rasgos de bulldog del detective se suavizaron. Incluso parecía haber en ellos una expresión compasiva, si ello era posible. Tully decidió que, definitivamente, la chaqueta era naranja. A la luz brillante de la tienda, no había duda.

– Ahora puede que entienda -dijo Tully- por qué insistía tanto en que investigara la desaparición de McGowan.

– En fin, supongo que también hay motivos para reconsiderar el caso Endicott -Manx vaciló, como si estuviera haciendo una concesión sumamente penosa para él-. Tengo copias del archivo del caso para ustedes en el coche.

– Detective -llamó el agente que estaba inspeccionando el almacén, apareciendo en la puerta, con la cara pálida y los ojos inmensos-. Hay una bodega debajo del almacén. Creo que será mejor que eche un vistazo.

Tully siguió a Manx y ambos comenzaron a bajar los estrechos escalones. Sólo una bombilla pelada iluminaba desde el techo sus pasos. Pero Tully no necesitaba ver nada para saber que habían encontrado el lugar del crimen. No más allá del tercer o el cuarto escalón, comenzó a sentir el olor de la sangre, y supo que su corazón no estaba preparado para lo que había más abajo.

Capítulo 58

Apenas podía creer que hubiera escapado. ¿Cómo había podido abrir la puerta tan fácilmente? Debería sentirse desilusionado, en vez de eufórico. Pero ni siquiera el cansancio podía privarlo de la excitación que le producía una buena cacería.

Las gafas de visión nocturna apenas significaban diferencia alguna. Sí, mejoraban su visión, pero no había nada que ver. ¿Dónde se habría metido aquella zorrita? No debería haberla dejado tanto tiempo sola, pero se había distraído con aquella morena tan guapa. Se había mostrado tan considerada con él… Igual que con la agente O'Dell. Lo había ayudado a elegir una botella de buen vino sin prisa alguna, sin importarle que fuera la hora de cerrar. En realidad, ya le había dado la vuelta al cartel de «abierto» y se disponía a cerrar la puerta cuando él entró apresuradamente. Sí, se había mostrado sumamente amable, insistiendo en que probara aquel vino italiano, blanco y seco, para su cena especial, sin darse cuenta entre tanto de que ella misma sería el plato fuerte de aquella cena.

Pero aquel pequeño rodeo le había costado su tiempo. Debería haberse llevado su premio y abandonado el cuerpo en la cava de la licorería. Al menos, así, no le habrían dolido los músculos. Le costaba trabajo enfocar los ojos. Las líneas rojas aparecían cada vez con mayor frecuencia, ¿o era que las gafas de infrarrojos fallaban? Le repugnaba la idea de depender de otros. Pero haría lo que fuera necesario para conseguir su meta, para culminar su juego.

Vagó por los bosques ennegrecidos, irritado porque sus pies tropezaban con las raíces de los árboles y resbalaban por el barro. Se había caído una vez, pero no volvería a hacerlo. Estaba seguro de que ella no se había alejado mucho del cobertizo. Nunca lo hacían. A veces, incluso volvían, temerosas de la oscuridad o intentando refugiarse del frío o de la lluvia. Zorras estúpidas, tan crédulas, tan ingenuas. Normalmente seguían el mismo camino, esperando que la senda gastada las condujera a la libertad. Sin pensar nunca que, por el contrario, las llevaría a una nueva trampa.

Sin embargo, tenía que reconocerlo: Tess McGowan se había escondido bastante bien. Aun así, no duraría mucho tiempo. Él conocía aquellos bosques como la palma de su mano. No podía escapar, a no ser que estuviera dispuesta a nadar. Era extraño, pensó mientras ajustaba el visor de las gafas de visión nocturna, que ninguna de ellas lo hubiera intentado. Pero, claro, no muchas habían tenido la ocasión. Tess tenía suerte de que se hubiera entretenido. Y más suerte aún por haber escapado del cobertizo. Debería enfadarse con ella, pero su talento lo excitaba. Le encantaban los desafíos. Más dulce aún sería doblegarla y poseerla… en cuerpo y alma.

Mientras subía por la pendiente, deseó no encontrarla con el cuello roto en el fondo de algún barranco. Sería una lástima. Esperaba que ella compensara la decepción que había supuesto Rachel, la cual no había estado en absoluto a la altura de sus expectativas. Se había mostrado atrevida mientras había creído que él no era más que un obrero al que podía provocar y mangonear. Parecía tener energía y vigor, y sin embargo había gimoteado como una niña indefensa cuando la estaba follando y había abandonado la lucha tan fácilmente que casi resultaba patético. Y, para colmo, había durado menos de media hora cuando la soltó en el bosque. Qué vergüenza.