– Perdone, ¿qué me decía que mirara?
Él señaló de nuevo, y de inmediato Maggie advirtió que había signos de hemorragia en el tejido muscular. Se apoyó contra el mostrador que había tras ella y sintió que la cólera se agitaba de nuevo en su interior.
– Si hay tanta sangre en el tejido muscular, eso significa que…
– Sí, lo sé -lo detuvo ella-. Que todavía estaba viva cuando empezó a rajarla.
Él asintió y retornó a su tarea, atando con rapidez y destreza las arterias que iba cortando, y dejando la suficiente holgura para que el encargado de la funeraria las utilizara más tarde para inyectar los fluidos de embalsamamiento. Luego, el doctor Holmes extrajo cuidadosamente con ambas manos el corazón de la mujer y lo colocó sobre la báscula.
– El corazón parece en buen estado -dijo para la grabadora-. Peso: dos kilos trescientos gramos.
Mientras introducía el órgano en un recipiente lleno de formol, Maggie se obligó a mirar más detenidamente la incisión que Stucky había practicado. Ahora que podía mirar el interior de la cavidad, era fácil seguir su trazo. Su precisión seguía llenándola de asombro. Había extraído el útero y los ovarios de la mujer como si se tratara de una operación quirúrgica. Sobre el mostrador, en el otro extremo de la habitación, esperaba su obra, todavía guardada en el recipiente de plástico que el camionero había tenido la mala fortuna de recoger.
El doctor Holmes advirtió que estaba mirando el recipiente. Al volver del lavabo, lo recogió y lo puso sobre la mesa, junto a los demás instrumentos. Abrió la tapa y empezó a examinar su contenido. El interfono de la pared sonó de pronto, y Maggie se sobresaltó.
– Será el detective Rosen. Dijo que se pasaría por aquí si encontraba algo -el forense se dirigió a la puerta, quitándose los guantes.
– Espere, ¿está seguro? -ella apenas podía creer que fuera a abrir la puerta sin asegurarse primero-. Es muy tarde, ¿no?
– Sí, es tarde -dijo él, deteniéndose y mirando hacia atrás-. Pero, por si no lo había notado, creo que el detective Rosen se siente fuertemente atraído por usted.
– ¿Perdone?
– No, ya me parecía que no lo había notado -él sonrió y, sin pararse a explicar nada más, giró el cerrojo sin vacilar.
Maggie metió la mano en el interior de la bata y asió el revólver, pero el doctor Holmes ya estaba abriendo la puerta.
– Buenas noches, Sam.
– Hola, doctor -el detective Rosen buscó a Maggie con los ojos sin apenas reparar en el cadáver y levantó un par de bolsas de pruebas que parecían contener tierra-. Agente O'Dell, creo que hemos encontrado algo bastante interesante.
Tras el comentario del doctor Holmes, Maggie se preguntó si de verdad habría encontrado algo, o si sólo quería justificar de algún modo su presencia allí. Aquello era ridículo. Tal vez Greg tuviera razón también en eso. Ya no se fiaba de nadie.
Rosen le alargó una de las bolsas Ziploc por encima de la mesa. Esta vez, miró el cuerpo. No parecía impresionado. Maggie adivinó que había visto muchas autopsias, lo cual significaba que no siempre había trabajado en la oficina del sheriff del condado de Stafford.
Ella tomó la bolsa llena de tierra, la inspeccionó y, al reconocer su contenido, levantó la bolsa a la luz. Sí, había partículas plateadas y amarillas que brillaban bajo el fluorescente.
– ¿Dónde encontró esto?
– En el lateral del contenedor, junto a la valla. Hay unos barrotes metálicos, que podrían servir como escalones. Encontramos huellas de zapatos o botas con restos de barro. Seguramente fue así como logró subir y tirar el cuerpo. Esa parte da al otro lado del aparcamiento. Allí, nadie podía verlo.
Rosen parecía excitado por el descubrimiento, y ella se preguntó por qué.
– ¿Ha informado al agente Tully?
– No, aún no. Pero me da la sensación de que esto es un dato clave. Puede que nos conduzca al escondrijo de ese tipo.
Maggie esperó a que el detective se explicara. Pero él parecía distraído mirando al doctor Holmes, o quizá el amasijo sanguinolento del recipiente de comida que el forense estaba examinando.
– Detective Rosen -Maggie aguardó a que volviera a prestarle atención-. ¿Por qué cree que esto puede conducirnos a alguna parte?
– Bueno, pues, en primer lugar, porque es barro -dijo él como si acabara de desvelar un gran secreto. Al darse cuenta de que ella no entendía lo que quería decir, añadió-: Hace bastante tiempo que no llueve por aquí. Ha amagado varias veces, pero al final no ha caído ni una gota. Por lo menos, en esta zona. Siempre llueve más cerca de la costa.
Ella tamborileó con los dedos sobre el mostrador, esperando algo más que un parte meteorológico. Él advirtió su impaciencia, abrió rápidamente una de las bolsas y desmigajó un poco de barro entre los dedos, lo sacó y se lo enseñó.
– Se trata de una arcilla densa y pegajosa. Hasta huele un poco a moho. Por aquí no hay nada que se parezca a esto.
Maggie podía ponerle fin a aquello diciéndole sin más que no era la primera vez que veía aquel barro antes y que ya lo habían analizado. Sin embargo, lo dejó proseguir.
– Un par de agentes que llevan viviendo aquí toda la vida, dicen que no habían visto nunca algo así. Eche un vistazo. Es raro, tiene partículas rojizas de roca, y esas cositas amarillas y plateadas son muy extrañas… Puede que incluso sean artificiales.
Finalmente, ella confesó:
– Hemos encontrado un barro similar a éste en dos de las escenas del crimen, detective Rosen, pero…
– Sam.
– ¿Perdone?
– Llámeme Sam.
Maggie se apartó el pelo húmedo de la frente. ¿Tendría razón el doctor Holmes respecto al detective… a Sam? ¿Había ido sólo a flirtear con ella, a intentar impresionarla?
– Sam, ya hemos analizado ese barro. Puede que proceda de una zona industrial abandonada. Tenemos a varios investigadores intentando encontrar su posible procedencia.
– Pues yo creo que puedo ahorrarles algún tiempo.
Ella lo miró fijamente y, al ver su sonrisa satisfecha, se impacientó aún más. Rosen estaba haciéndoles perder el tiempo con sus adivinanzas.
– Creo que sé de dónde procede esto -dijo él, complacido consigo mismo, a pesar de la mirada incrédula de Maggie-. Hace un par de semanas, fui a pescar a un sitio a unos cien kilómetros de aquí, al otro lado del puente de peaje. Había quedado con un amigo, pero todavía no conozco muy bien esta zona. Acabé perdiéndome por una zona boscosa y aislada. Cuando volví a casa, vi que tenía las botas cubiertas de un barro pegajoso. Me costó casi dos horas limpiarlas. El barro se parecía mucho a éste. Me preguntaba qué cojones sería ese polvillo plateado.
Maggie se puso alerta. Notó que su pulso empezaba a acelerarse. La zona descrita por Rosen se asemejaba a los lugares donde Stucky buscaba sus madrigueras. El detective Rosen tenía razón. Aquello podía ser la clave de todo.
– Pues espero que tenga usted razón -dijo el doctor Holmes, alzando la mirada del recipiente de plástico-. Ese tipo es un auténtico hijo de perra. Creo que esta mujer se le confesó, intentando ablandarlo, esperando que tuviera una pizca de piedad.
– ¿De qué está hablando? -Maggie observó que el forense se enjugaba la frente, sin importarle de pronto que los guantes le mancharan de sangre la cara. El tranquilo y experimentado forense parecía conmocionado por su descubrimiento.
– ¿Qué ocurre? -repitió ella.
– Puede que no sea una coincidencia que decidiera extraerle el útero -se apartó de la mesa y sacudió la cabeza-. Esta mujer estaba embarazada.