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Su formación sanitaria y forense le había permitido practicar numerosas autopsias y asistir a muchas otras. Tal vez fuera por el cansancio, o quizá simplemente por el estrés que le producía el caso, pero por alguna razón le costaba trabajo desvincularse del cuerpo que yacía sobre la mesa de acero, frente a ella. Notaba la cara caliente por culpa de la luz que pendía sobre ellos. La habitación sin ventanas amenazaba con asfixiarla, a pesar de que un ventilador empotrado hacía circular el aire enrarecido. Refrenó el deseo de apartarse de la frente húmeda los mechones de pelo. La tensión que agarrotaba su cuello se le había extendido a los hombros, y se difundía poco a poco hacia abajo, oprimiéndole los ríñones.

Desde que había reconocido a la mujer, no podía evitar sentirse responsable de su muerte. Si no le hubiera pedido ayuda para elegir una botella de vino, Hannah seguiría viva. Maggie sabía que aquellos pensamientos eran contraproducentes. Eran exactamente lo que Stucky quería que pensara y sintiera. Sin embargo, no lograba ahuyentarlos. No podía contener la angustia creciente que le mordía las entrañas, la cólera irrefrenable que le susurraba promesas de venganza. No podía controlar el deseo cada vez más intenso de meterle a Albert Stucky una bala entre los ojos. Aquella cólera, aquella sed de venganza, empezaba a asustarla más que cualquier cosa que Albert Stucky pudiera hacerle.

– No lleva mucho tiempo muerta -dijo el doctor Holmes, sacando a Maggie de sus pensamientos-. La temperatura interna indica que murió hace menos de veinticuatro horas.

Maggie ya lo sabía, pero comprendió que el forense no hablaba para ella, sino para la grabadora que había colocada sobre un estante, junto a él.

– No parece haber signos de livor mortis, de modo que sin duda fue asesinada en otro lugar y trasladada en un plazo máximo de dos o tres horas -de nuevo, el forense habló en tono plano, para la grabadora.

Maggie agradecía su naturalidad, su estilo coloquial. Había trabajado con otros forenses cuyos ceremoniosos susurros o fríos métodos clínicos le recordaban constantemente la brutalidad y la violencia que los había puesto ante aquella tarea. Maggie prefería contemplar una autopsia únicamente como una misión de búsqueda de pruebas, considerando que el alma o el espíritu habían abandonado hacía largo tiempo el cuerpo que yacía sobre la fría mesa metálica. Lo mejor para la víctima, llegados a ese punto, era la búsqueda de pruebas que pudieran ayudar a atrapar a quienquiera que había cometido semejante atrocidad. Sin embargo, esta vez, sabía que Hannah podía decirles muy poco que los pusiera sobre pista de Albert Stucky.

– Me han dicho que se ha quedado con el perro.

Maggie tardó un momento en darse cuenta de que el doctor Holmes le estaba hablando a ella y no a la grabadora. Al ver que no contestaba inmediatamente, él alzó la mirada y sonrió.

– Parecía un buen perro. Tiene que ser muy duro, si ha sobrevivido a esa puñalada.

– Sí, lo es.

¿Cómo podía haberse olvidado de Harvey? Ya estaba demostrando no ser una buena dueña para el perro. Greg tenía razón. En su vida no había sitio para nada, ni para nadie.

– Eso me recuerda algo. ¿Puedo usar el teléfono?

– Está en el rincón, en la pared.

Maggie tuvo que pararse a pensar cuál era su nuevo número. Antes de marcar, se quitó los guantes de látex y se limpió la frente con la manga de la bata. Hasta el teléfono olía a Lysol. Apretó los botones y escuchó el pitido de la línea, sintiéndose culpable por haberse olvidado por completo del perro. No podía culpar a Nick si se había enfadado y se había ido. Miró su reloj. Era las diez y cuarto.

– ¿Diga?

– Nick, soy Maggie.

– Eh, ¿estás bien?

Parecía preocupado, pero no enfadado. Tal vez no debía esperar que reaccionara igual que Greg.

– Sí, estoy bien. No eraTess.

– Me alegro. Estaba preocupado por si Will perdía los estribos, si era ella.

– Estoy en el depósito de cadáveres del condado, ayudando en la autopsia -hizo una pausa, esperando alguna señal de enojo-. Lo siento mucho, Nick.

– No importa, Maggie.

– Puede que tarde un par de horas más -hizo Otra pausa-. Sé que he echado a perder tus planes… tu cena.

– No es culpa tuya, Maggie. Es tu trabajo. Harvey y yo ya hemos cenado. Pero te hemos guardado un poco. Podrás calentarlo en el microondas cuando te apetezca.

Estaba siendo muy comprensivo. ¿Por qué era tan comprensivo? Ella no sabía cómo reaccionar.

– ¿Maggie? ¿Seguro que estás bien?

Había permanecido callada demasiado tiempo.

– Estoy muy cansada. Y lamento haberme perdido la cena.

– Yo también. ¿Quieres que me quede con Harvey hasta que vuelvas?

– No puedo pedirte eso, Nick. Ni siquiera sé a qué hora voy a llegar.

– Siempre llevo un saco de dormir viejo en el maletero. ¿Te importa que me quede aquí esta noche?

Por alguna razón, la idea de que Nick Morrelli durmiera en su enorme casa vacía le produjo una maravillosa sensación de consuelo.

– Puede que no sea buena idea -se apresuró a añadir él, malinterpretando su silencio.

– No, es buena idea. A Harvey le encantará -había vuelto a hacerlo: ocultar sus verdaderas emociones, teniendo cuidado de no revelar nada. Se había convertido en un hábito-. A mí también me gustaría mucho -dijo, sorprendiéndose a sí misma.

– Ten cuidado con el coche cuando vuelvas.

– Sí. Ah, Nick…

– ¿Sí?

– No olvides volver a activar el sistema de alarma después de sacar a Harvey. Y hay una Glock calibre 40 en el cajón de abajo del escritorio. Recuerda cerrar las ventanas. Si necesitas…

– Maggie, estaré bien. Tú piensa en ti y ten cuidado, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Nos veremos cuando vuelvas.

Ella colgó y se apoyó contra la pared, cerró los ojos y sintió que el cansancio y un escalofrío le calaban los huesos. Intentó refrenar el deseo de marcharse en ese preciso instante. De irse a casa y acurrucarse con Nick frente a un buen fuego. Todavía recordaba cómo se había sentido al quedarse dormida en sus brazos, a pesar de que sólo había ocurrido una vez y de que habían transcurrido más de cinco meses. Nick la había reconfortado y había intentado protegerla de sus pesadillas. Y, durante unas pocas horas, lo había conseguido. Pero no había nada que Nick Morrelli pudiera hacer para ayudarla a escapar de Stucky. Últimamente, Albert Stucky parecía estar en todo cuanto tocaba y en cualquier lugar a donde iba.

Volvió a mirar la mesa metálica en la que yacía, abierto, el cuerpo grisáceo de la mujer. El doctor Holmes estaba extrayendo los órganos, uno a uno, pesándolos y midiéndolos como un carnicero que preparara distintos cortes de carne. Maggie se sujetó el pelo tras las orejas, se puso un par de guantes nuevos y se acercó a él.

– No es fácil tener vida propia en este negocio, ¿eh? -él siguió cortando sin levantar la vista.

– Está claro que ésta no es vida para un perro. Nunca estoy en casa. Pobre Harvey.

– Bueno, aun así está mejor con usted. Por lo que tengo entendido, ese Sidney Endicott es un cerdo. No me extrañaría que hubiera asesinado a su mujer y se hubiera deshecho de su cuerpo para que nunca lo encontremos.

– ¿Eso es lo que cree Manx?

– No tengo ni la menor idea. Mire, eche un vistazo al tejido muscular aquí y aquí -el doctor Holmes señaló las incisiones que acababa de practicar.

Maggie sólo miró superficialmente la zona. Se preguntaba si el forense era consciente de que lo que había dicho sobre el señor Endicott había quedado registrado en la grabadora. Pero ¿y si tenía razón? Tal vez Stucky no se hubiera llevado a Rachel Endicott. Tal vez su marido tuviera algo que ver con su desaparición, aunque eso le parecía demasiado fácil. De pronto, se dio cuenta de que el doctor Holmes la estaba mirando fijamente por encima de las lentes bifocales, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz.