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No pudimos ver los pollos que había dentro; pero les oímos piar. Habiendo roto a duras penas uno de estos huevos monstruosos, vimos salir de él un pajarillo implume del tamaño de veinte buitres juntos de los que por aquí se estilan.

Pero no bien hubimos cometido el atropello, cuando el alción padre se lanzó sobre nosotros, cogió a nuestro capitán con una de sus garras y lo remontó a la altura de una buena legua. Después de haberlo azotado bien con sus alas, lo dejó caer en el mar.

Pero los holandeses nadan como peces, y el capitán se reunió pronto con nosotros y todos juntos nos retiramos a bordo.

No volvimos por el mismo camino, y esto nos permitió hacer nuevas observaciones. En la caza que matamos había dos búfalos de una especie particular, pues tenían un solo cuerno implantado entre los dos ojos. Más tarde sentimos haberlos matado, pues supimos que los indígenas los domesticaban y se servían de ellos a guisa de caballos de silla o de arrastre. Se nos aseguró que su carne era excelente; pero absolutamente inútil para un pueblo que tenía de sobra queso y leche.

Dos días antes de llegar a la otra orilla, donde quedó anclado nuestro buque, vimos tres individuos colgados de las piernas a grandes árboles. Pregunté por qué crimen se les había impuesto aquel terrible castigo, y supe que habían ido al extranjero y que a su vuelta habían referido a sus amigos una multitud de mentiras describiendo lugares que no habían visto y aventuras que no habían corrido. Hallé justísimo el castigo, porque el primer deber de un viajero es no faltar nunca a la verdad.

Ya a bordo, levamos anclas y abandonamos aquel singular país. Todos los árboles de la costa, de lo cuales eran enormes algunos, se inclinaron dos veces para saludarnos.

Cuando hubimos navegado tres días, Dios sabe por dónde, pues carecíamos de brújula todavía, entramos en un mar que parecía completamente negro. Probamos lo que tomábamos por agua sucia, y reconocimos con admiración que no era sino vino; y hubimos de hacer grandes esfuerzos para impedir que nuestros marineros se achisparan.

Pero nuestra alegría no fue de larga duración, porque algunas horas después nos hallamos rodeados de ballenas y otros cetáceos gigantescos: había uno de longitud tan prodigiosa, que ni con un anteojo de larga vista pudimos ver el extremo de su cola. Por desgracia, no vimos al monstruo sino cuando estaba muy cerca de nosotros, y se tragó nuestro buque junto con su arboladura.

Después de haber pasado algún tiempo en su enorme boca, la volvió a abrir para tragarse una inmensa masa de agua: nuestro barco entonces, levantado por esta corriente, fue arrastrado al vientre del monstruo, donde nos hallábamos como si hubiéramos estado al ancla o en medio de una calma chicha. El aire, hay que confesarlo, era bastante cálido y pesado. Vimos en aquella especie de ensenada anclas, cables, botes, barcas y buen número de buques, cargados unos, vacíos otros, que habían corrido la misma suerte que nosotros.

Nos veíamos obligados a vivir a la luz de las antorchas; ya no había para nosotros ni sol, ni luna, ni planetas. Ordinariamente nos hallábamos dos veces al día a flote y otras dos en seco. Cuando el monstruo bebía, estábamos a flote; cuando desaguaba, naturalmente, nos quedábamos en seco. Según los más exactos cálculos que hicimos, la cantidad de agua que tragaba de una vez hubiera bastado para llenar el lecho del lago de Ginebra, cuya circunferencia es de treinta millas.

El segundo día de nuestro cautiverio en aquel reino tenebroso, me aventuré con el capitán y algunos oficiales a hacer una pequeña excursión durante la bajamar, como nosotros decíamos. Nos habíamos provisto de antorchas y encontramos sucesivamente cerca de diez mil hombres de todas nacionalidades, que se hallaban en nuestra misma situación, y se disponían a deliberar sobre los medios de recobrar su libertad. Algunos de ellos habían pasado ya muchos años en el vientre del monstruo. Pero cuando el presidente nos instruía de la cuestión que iba a tratarse, nuestro maldito pez tuvo sed y se puso a beber: el agua se precipitó con tanta violencia, que apenas tuvimos tiempo para llegar a nuestros barcos: algunos de los concurrentes, menos listos que los otros, se vieron obligados a salvarse a nado.

Cuando el cetáceo devolvió el agua, nos reunimos otra vez, y habiéndome nombrado presidente, propuse empalmar por sus extremos los dos palos mayores que se hallaron, y cuando el monstruo abriera la boca empinarlos de manera que le impidieran cerrarla.

La moción fue aceptada por unanimidad, y cien hombres escogidos entre los más vigorosos fueron encargados de ponerla en ejecución.

Apenas estuvieron dispuestos los dos palos, según mis instrucciones, cuando se presentó una ocasión favorable: el monstruo se puso a bostezar. Empinamos sin demora los empalmados palos, de manera que el extremo inferior se apoyara en la lengua y el superior penetrara en la bóveda de su paladar, y ya con esto le fue imposible juntar las mandíbulas.

Cuando estuvimos a flote, armamos los botes, que nos remolcaron y nos sacaron a la luz del día, de que habíamos estado privados por espacio de quince.

Luego que estuvimos fuera todos, formábamos una flota de treinta y cinco buques de todas nacionalidades, y para preservar de un cautiverio semejante a los demás navegantes de aquellos mares, dejamos plantados los dos palos en la monstruosa boca del cetáceo.

Ya en salvamento, nuestro primer deseo fue saber en qué parte del mundo nos encontrábamos; pero hubo de pasar mucho tiempo antes de llegar a este conocimiento.

Por fin, gracias a mis observaciones anteriores, pude reconocer que nos hallábamos en el mar Caspio; y como este mar está rodeado de tierra por todas partes, sin comunicarse con ningún otro mar ni masa de agua, no podíamos comprender cómo diablos estábamos allí. Un habitante de la isla de queso que llevaba yo conmigo, nos explicó el fenómeno racionalmente. En su sentir, el monstruo en cuyo seno habíamos estado tanto tiempo, había pasado a este mar por una vía subterránea.

En conclusión, allí estábamos, y muy contentos de estar allí. Pusimos proas a tierra, y a velas desplegadas enderezamos al seguro.

Yo fui el primero que saltó a tierra.

Pero no bien hube puesto en ella el pie, cuando me vi asaltado por un enorme oso.

– Sin duda viene a darme la bienvenida -dije para mí-.

Y tomándole las manos entre las mías, se las estreché con tanta cordialidad, que se puso a aullar desesperadamente; pero yo, sin compadecerme de sus lamentaciones, lo mantuve en esta posición hasta que se murió de hambre. Gracias a esta hazaña, hube de inspirar tal respeto a todos los osos, que desde entonces ninguno de ellos se ha atrevido nunca a venir a las manos conmigo.

Desde allí, me trasladé a San Petersburgo, donde un antiguo amigo me hizo un regalo que le agradecí en extremo, pues me dio un perro de caza, descendiente de la famosa perra que parió en persecución de la liebre, que parió también perseguida por la perra.

Por desgracia, un torpe cazador mató este perro tirando a una bandada de perdices. Con la piel del perro, me hice el jubón que llevo puesto, preciosa prenda que, cuando voy de caza, me conduce infaliblemente donde la hay. Cuando estoy bastante cerca para tirar, salta uno de sus botones al sitio en que está la pieza, y como mi escopeta siempre está preparada, no malogro nunca el tiro.

Quédanme aún tres botones, como veis; pero cuando llegue el tiempo de caza, haré que le pongan dos hileras. Venid a buscarme entonces, y veréis cómo tengo con qué divertiros.

Por hoy me tomo la libertad de retirarme, deseando que paséis muy buena noche.

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