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«Aprovecho esta ocasión para asegurar a Vuestra Majestad el profundo respeto con que tengo el honor de ser, etc., etc.

»BARÓN DE MÜNCHHAUSEN.»

Como eran ya las tres y cinco minutos, entregué la carta sin cerrar a mi andarín, el cual se desató los pies y se disparó inmediatamente hacia la capital de Austria.

Hecho esto, el Gran Turco y yo seguimos destripando la botella, mientras llegaba la de María Teresa.

Dieron las tres y cuarto… las tres y media… las cuatro menos cuarto… ¡Y el andarín sin volver!…

Confieso que comenzaba ya a sentirme mal, tanto más cuanto que el Gran Turco dirigía de vez en cuando los ojos al cordón de la campanilla para llamar al verdugo.

Tan mal me sentía ya, que el mismo Gran Turco me dio permiso para que bajara al jardín a tomar el aire, aunque acompañado de dos mudos que no me perdían de vista.

Eran las tres y cincuenta y cinco minutos.

Mi angustia era mortal, como podéis suponer.

Sin perder tiempo envié a llamar a mi escucha y a mi tirador, los cuales no se hicieron esperar.

El escucha se tendió en tierra y aplicó el oído para observar si venía o no mi andarín; y con gran despecho mío anunció que el pícaro del corredor se hallaba muy lejos de allí durmiendo a pierna suelta.

Apenas oyó esto mi tirador, cuando corrió a un elevado terrazo y poniéndose de puntillas para ver mejor, exclamó:

– ¡Por vida mía! Bien veo al perezoso: está tendido al pie de una encina, en los alrededores de Belgrado, con la botella al lado. Pero voy a hacerle cosquillas para que se despierte.

Y diciendo esto, se echó la carabina a la cara y envió la carga al follaje del árbol. Una granizada de bellotas, hojas y ramas cayó sobre el perezoso durmiente.

Despertóse éste, en efecto, y temiendo haber dormido demasiado, siguió su carrera con tal precipitación y rapidez que llegó al gabinete del sultán con la botella de tokay y una carta autógrafa de María Teresa, a las tres y cincuenta y nueve minutos y medio.

Tomando con ansiedad la botella, el Gran Señor probó su contenido con voluptuosa fruición.

– Münchhausen -me dijo-, no llevarás a mal que conserve esta botella para mí solo. Tú tienes en Viena más crédito que yo, y puedes fácilmente obtener otra cuando la desees.

Con esto encerró la botella en su armario, se guardó la llave en el bolsillo y llamó a su tesorero. ¡Oh dicha!

– Es preciso -repuso-, que pague yo ahora mi deuda, puesto que he perdido la apuesta. Escucha -dijo a su tesorero-, deja a mi amigo Münchhausen tomar de mi tesoro tanto oro, perlas y piedras preciosas como el hombre más fuerte pueda llevar encima.

El tesorero se inclinó tan profundamente que tocó al suelo con los cuernos de la media luna que adornaba su turbante, en señal de acatamiento a la orden de su amo y señor, el cual me estrechó cordialmente la mano y nos despidió a los dos.

Ya supondréis que no tardé un instante en hacer ejecutar la orden que el sultán había dado en mi favor. Al propósito envié a llamar a mi hombre fuerte, el cual acudió sin demora con su cuerda de cáñamo, y los dos fuimos al imperial tesoro.

Os aseguro que, cuando salí de él con mi hercúleo criado, no quedaba allí gran cosa.

Sin perder momento corrí con mi precioso botín al puerto, donde fleté el barco de más porte que pude hallar, y con la misma prisa hice zarpar, a fin de poner a buen recaudo mi tesoro antes de que sobreviniera algún contratiempo.

Y no sin previsión lo hice, pues no dejó de suceder lo que temía.

En efecto, viendo el tesorero el despojo hecho por mí, aunque autorizado por el Gran Señor, sin cerrar.siquiera la puerta, pues había ya poco o nada que guardar, fue apresuradamente a dar cuenta al sultán de la manera como yo había abusado de su liberalidad.

El sultán se quedó estupefacto, y luego hasta se arrepintió de su precipitación.

Para corregirla recobrando lo perdido, ordenó a su gran almirante perseguirme con toda su armada y hacerme comprender que no debía entenderse así la apuesta.

Dos millas apenas llevaba yo de delantera, y cuando vi la flota de guerra turca venirse sobre mí a velas desplegadas, confieso que volví a sentir mal segura mi cabeza. Pero allí estaba mi soplador.

– No tenga vuestra excelencia ningún cuidado por tan poco -me dijo-.

Y se situó en la popa del barco de manera que una ventana de su nariz se dirigía a la flota turca, y la otra a nuestras velas. Después se puso a soplar con tal y tanta fuerza, que fue rechazada la flota al puerto con grandes averías, mientras mi barco alcanzó en pocas horas las costas de Italia.

Por lo demás, no saqué el mayor provecho de mi tesoro, como quiera que, a pesar de las afirmaciones contrarias del bibliotecario Jagemann de Weimar, la mendicidad es tan grande en Italia y la policía tan abandonada, que tuve que distribuir en limosnas la mayor parte de mi hacienda.

Los salteadores de caminos, no en menor número que los mendigos, se encargaron de distribuirse el resto de mi tesoro en las cercanías de Roma, jurisdicción de Loreto.

Estos picaros no tuvieron ningún escrúpulo en desvalijarme así, sabiendo como sabían que la milésima parte de lo que me robaron, bastaba para comprar en Roma una indulgencia plenaria para toda la cuadrilla, sus hijos y sus nietos.

Pero he aquí, señores, la hora en que tengo la costumbre de acostarme. Así pues, buenas noches.

CAPITULO XII

SÉPTIMA AVENTURA POR MAR
NARRACIONES AUTÉNTICAS DE UN CAMARADA QUE TOMÓ LA PALABRA EN AUSENCIA DEL BARÓN

Después de haber referido la aventura que precede, se retiró el barón de Münchhausen dejando a la sociedad de buen humor. Al salir, prometió dar en la primera ocasión noticia de las aventuras de su padre, con otras anécdotas a cuál más maravillosas.

Cada cual hacía sus comentarios sobre las narraciones del barón. Una de las personas de la tertulia, que lo había acompañado a Turquía, refirió que había no lejos de Constantinopla una enorme pieza de artillería de que hace mención en sus Memorias el barón Tott.

He aquí, poco más o menos, lo que dijo, si no me es infiel la memoria:

Habían colocado los turcos un cañón en la ciudadela, no lejos de la ciudad, a la orilla del célebre río Simois. Era un formidable cañón de bronce, cuya ánima calzaba proyectiles de mil cien libras de peso, por lo menos. Tenía yo gran deseo de disparar este monstruoso cañón, para juzgar sus efectos. Todo el ejército temblaba a la idea de un acto tan audaz, pues se tenía por cierto que la conmoción derrumbaría la ciudadela y la ciudad entera.

Sin embargo, obtuve el permiso que había solicitado. Se necesitaron nada menos que trescientas treinta libras de pólvora para cargar la pieza, y la bala que se le echó pesaba, como he indicado más arriba, mil cien libras.

Al acercar el artillero la mecha al oído del monstruo, los curiosos que me rodeaban se retiraron a respetuosa distancia y me vi negro para persuadir al bajá, que asistía al experimento, de que no había nada que temer. El mismo artillero, que a una señal mía debía aplicar la mecha, estaba extremadamente pálido y temblón. Yo me puse en un reducto y di la señal, y al mismo tiempo sentí un sacudimiento igual al que produce un terremoto. A unas trescientas toesas estalló el proyectil en tres fragmentos, que volaron por encima del estrecho, impulsaron las aguas a la orilla y cubrieron de espuma el canal en toda su longitud.

Tales son, señores, si mi memoria me sirve bien, los pormenores que da el barón de Tott sobre el mayor cañón que ha habido en el mundo.

Cuando visité yo este país con el barón de Münchhausen, la historia del barón Tott era aún citada como un ejemplo inaudito de valor y serenidad.