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El general Elliot, para recompensarme de tan señalado servicio, me ofreció un despacho de oficial, que no quise aceptar, contentándome con los cumplimientos que me hizo aquella misma noche después de comer a su mesa, en presencia de todo su estado mayor.

Siendo yo muy aficionado a los ingleses, que son en verdad muy bravos, se me metió en la cabeza no abandonar aquella plaza sin haber prestado otro buen servicio a sus defensores, y tres semanas más tarde se me presentó una ocasión oportuna.

En efecto, me disfracé de sacerdote católico, salí de la fortaleza a cosa de la una de la madrugada y logré penetrar en el campo enemigo por en medio de sus líneas. Después penetré en la tienda en que el conde de Artois había reunido a los jefes de cuerpo y gran número de oficiales para comunicarles el plan de ataque de la fortaleza, a la cual quería dar el asalto el día siguiente. Mi disfraz me protegió tan bien, que nadie pensó en rechazarme y pude así oír tranquilamente todo cuanto se dijo.

Terminado el consejo, se retiraron todos a acostarse, y pude observar que todo el ejército, hasta los centinelas, estaban entregados al más profundo sueño.

Sin perder tiempo puse mano a la obra, y desmonté todos los cañones, que eran más de trescientos, desde las piezas de 48 hasta las de 24, y fui arrojándolas al mar y a distancia de unas tres millas.

Como no tenía nadie que me ayudara, puedo asegurar que es el trabajo más penoso que en toda mi vida he hecho, salvo el que se os ha dado a conocer en mi ausencia; quiero aludir al enorme cañón turco descrito por el barón Tott y con el cual crucé a nado el canal.

Terminado este trabajo, reuní todas las cureñas y cajas y demás enseres de artillería en medio del campo, y temiendo que el ruido de las ruedas despertara a los sitiadores, los fui llevando yo bonitamente bajo el brazo. Todo esto hizo un montón tan elevado, lo menos, como el mismo peñón de Gibraltar.

Entonces tomé un fragmento de una pieza de hierro de a 48 y tuve al punto fuego chocándolo contra un muro, resto de una construcción árabe y que estaba enterrada a veinte pies, lo menos, de profundidad: encendí una mecha y di fuego al montón. Olvidábaseme decir que había puesto encima del montón todas las municiones de guerra.

Como había tenido cuidado de colocar abajo las materias más combustibles, las llamas se lanzaron enseguida arriba con pasmosa voracidad; y para desviar de mí toda sospecha, yo fui el primero que dio la alarma.

Como podéis suponer, todo el campamento enemigo se llenó de asombro; y se supuso que el ejército sitiado había hecho una salida y degollado los centinelas, habiendo podido así destruir tan fácilmente la artillería.

M. Drinckwater, en la memoria que hizo de este tan memorable sitio, habla de una gran pérdida sufrida por el enemigo a consecuencia de un incendio; pero no supo a qué atribuir su causa. Esto, por lo demás, no le era tampoco posible, porque aunque yo solo hubiera salvado a Gibraltar aquella noche, no le hice a nadie la confidencia, ni aun siquiera al general Elliot.

El conde de Artois, sobrecogido de terror, huyó con todos los suyos, y sin detenerse en el camino, llegó de un tirón a París. El espanto que les había causado este desastre fue tal, que no pudieron comer en tres meses, y vivieron simplemente de aire a la manera de los camaleones.

Unos dos meses después de haber prestado tan señalado servicio a los sitiados, me hallaba yo un día almorzando con el general Elliot, cuando de repente penetró una bomba en la estancia y cayó sobre la mesa. No había tenido yo el tiempo necesario para enviar los morteros del enemigo a donde envié sus cañones.

El general hizo lo que cualquiera hubiera hecho en semejante caso, y fue salir inmediatamente de la estancia. Yo cogí la bomba antes de que estallara y la llevé a la cima del peñón.

Desde aquel observatorio, descubrí en la costa brava, no lejos del campo enemigo, una gran reunión de gente; pero no podía distinguir a simple vista lo que hacían. Tomé mi telescopio y reconocí que el enemigo se disponía a ahorcar como espías a un general y un coronel de los nuestros que se habían introducido en el campamento para servir mejor la causa de Inglaterra.

La distancia era demasiado grande para que fuera posible lanzar a mano la bomba. Por fortuna recordé que tenía en el bolsillo la honda de que se sirvió David tan ventajosamente contra el gigante Goliat, y poniendo en ella la bomba la proyecté en medio del gentío. Al caer en tierra, estalló y mató a todos los circunstantes excepto los dos oficiales ingleses que, por dicha de ellos, estaban ya colgados: un casco de la bomba dio contra el pie de la horca y la hizo caer al suelo.

En cuanto nuestros dos amigos pisaron tierra firme, procuraron explicarse tan singular acontecimiento; y viendo a los soldados, verdugos y curiosos ocupados en morirse, se desembarazaron recíprocamente del incómodo corbatín que les apretaba el cuello, saltaron a una barca española y se hicieron conducir a nuestros buques de guerra.

Algunos minutos después, cuando me disponía yo a contar al general Elliot lo sucedido, llegaron ellos muy oportunamente, y después de un cordial cambio de cumplimientos y explicaciones, celebramos tan memorable jornada con la mayor alegría.

Todos, al parecer, deseáis saber cómo poseo yo un tesoro tan precioso como la honda de que acabo de hablaros. Pues bien, voy a satisfacer vuestro deseo. Yo desciendo, como acaso no ignoráis, de la mujer de Urías, la cual tuvo, como sabéis muy bien, relaciones muy íntimas con el rey David.

Pero andando el tiempo sucedió lo que sucede con frecuencia, que Su Majestad se enfrió singularmente con la condesa (porque hubo de recibir ella este título tres meses después de la muerte de su esposo). Un día se trabaron de palabras sobre una cuestión de la más alta importancia, que era saber en qué parte del mundo fue construida el arca de Noé y en qué otra hubo de parar después del diluvio. Mi abuelo tenía la pretensión de pasar por un gran anticuario, y la condesa era presidenta de una sociedad histórica; él tenía la debilidad, común a la mayor parte de los grandes, y de los pequeños también, de no sufrir contradicción; y ella el defecto común a su sexo de querer tener razón en todo. De aquí se siguió la separación.

Había ella oído hablar con frecuencia de esta honda como del objeto más precioso, y creyó conveniente llevársela consigo con pretexto de poseer un recuerdo de él. Pero antes de que mi abuela hubiese pasado la frontera se echó de ver la desaparición de la honda y se enviaron seis hombres de la guardia real con el objeto de detenerla.

Perseguida la condesa, ésta se sirvió tan bien de la honda, que derribó a uno de los soldados que, más celoso que los otros, se había adelantado al frente de sus compañeros, precisamente en el mismo lugar en que Goliat fue herido por David.

Viendo los guardias del rey caer muerto a su camarada, deliberaron, y resolvieron con la mayor prudencia que lo mejor de todo era volver atrás a dar cuenta al rey de lo que pasaba.

La condesa, por su parte, juzgó prudente, a su vez, continuar su viaje hacia Egipto, en cuya corte contaba con numerosos amigos.

Habría debido deciros antes que de los muchos hijos que había tenido de Su Majestad, se había llevado consigo a su destierro a su predilecto. Habiendo dado a este hijo la fertilidad de Egipto muchos hermanos, la condesa le dejó, por una disposición particular de su testamento, la famosa honda; y de él ha venido a mí en línea recta.

El ascendiente mío que poseía esta honda y vivía hace unos doscientos cincuenta años, hizo, en un viaje a Inglaterra, conocimiento con un poeta que era nada menos que plagiario y un incorregible cazador matutero: llamábase Shakespeare. Este poeta, en cuyas tierras, por derecho de reciprocidad, sin duda, cazan hoy con el mismo permiso ingleses y alemanes, tomó prestada muchas veces esta honda a mi padre, y mató tanta caza en tierras de sir Thomas Lucy, que por poco no corre la misma suerte que mis dos amigos de Gibraltar. El pobre hombre fue reducido a prisión, y mi abuelo hizo que lo pusieran en libertad por un particular procedimiento.