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Aquí solía acabarse la narración de mi padre, narración que me ha recordado la famosa honda de que os he hablado, y que después de haber sido conservada tanto tiempo en mi familia y haberle prestado tan señalados servicios, echó el resto en lo del caballo marino. Pudo también servirme para enviar, como he referido, una bomba al campo de los españoles, salvando a dos amigos míos, ya casi ahorcados.

Pero ésta fue su última hazaña, pues se fue en gran parte con la misma bomba, y el pedazo que me quedó en la mano se conserva hoy en los archivos de nuestra familia al lado de gran número de preciosas antigüedades.

Poco tiempo después, salí de Gibraltar y volví a Inglaterra, donde corrí una de las más singulares aventuras de mi vida.

Había ido a Wapping a vigilar el embarque de varios objetos que enviaba a muchos amigos míos de Hamburgo. Terminada la operación, volví en el Tower Warf. Era mediodía y estaba yo muy fatigado, y para sustraerme al ardor del sol imaginé meterme en uno de los cañones de la torre, a fin de tomar algún reposo, y apenas acostado me dormí profundamente.

Ahora bien, era precisamente el día primero de junio, cumpleaños del rey Jorge III, y a la una en punto todos los cañones debían hacer salvas para solemnizar la fiesta real. Se habían cargado por la mañana, y como nadie podía sospechar mi presencia en un cañón, fui lanzado por encima de las casas a la otra parte del río y caí en el corral de una alquería entre Benmondsey y Deptford. Pero fui a caer de cabeza en un montón de heno, donde quedé sin despertarme, lo que se explica por el aturdimiento del trayecto y de la caída.

Cerca de tres meses después hubo de subir el precio del heno tan considerablemente, que el propietario creyó ventajoso vender su provisión de paja. El montón en que yo me hallaba era el mayor de todos, y representaba quinientos quintales, cuando menos. Por él, pues, se comenzó. El ruido de los hombres que arrimaron sus escalas para subir a la cima, me despertó por fin; y todavía sumergido en un semisueño, y sin saber dónde estaba, quise huir y fui precisamente a caer sobre el mismo propietario.

En esta caída no me hice el más ligero rasguño; pero el infeliz propietario no pudo decir otro tanto, pues quedó desnucado en el acto bajo el peso de mi cuerpo.

Para tranquilidad de mi conciencia, supe después que el tal propietario era un infame judío, que acumulaba sus frutos y cereales en su granero hasta el momento en que la carestía le permitía venderlo con un lucro exorbitante; de modo que su muerte no fue sino un justo castigo de sus crímenes y un servicio prestado al bien público.

Pero ¿cuál no fue mi asombro, cuando al volver enteramente en mi acuerdo, procuré enlazar mis ideas presentes con las que me ocupaban al dormirme tres meses antes? ¿Cuál no fue la sorpresa de mis amigos de Londres al verme reaparecer, después de las infructuosas pesquisas que habían hecho para encontrarme? Fácilmente podéis imaginarlo.

Ahora, señores, bebamos un trago y luego os contaré un par de aventuras más.

CAPITULO XIV

OCTAVA AVENTURA POR MAR

Sin duda habréis oído hablar del último viaje de exploración hecho al polo norte por el capitán Phipps, hoy lord Mulgrave. Yo acompañaba al capitán, no como oficial, sino como amigo y aficionado.

Luego que hubimos llegado a un alto grado de latitud norte, tomé mi anteojo, el cual os es ya conocido por la narración de mis aventuras en Gibraltar; porque, sea dicho de paso, creo que es conveniente, sobre todo de viaje, mirar de vez en cuando a ver lo que pasa alrededor.

A cosa de media milla por delante de nosotros flotaba un inmenso témpano, tan alto, por lo menos, como nuestro palo mayor, y sobre el cual vi dos osos blancos, que, a lo que pude juzgar, estaban empeñados en encarnizado combate.

Tomé mi escopeta y bajé al témpano; pero cuando hube subido a la cima, eché de ver que el camino que llevaba era por todo extremo difícil y peligroso. A cada paso tenía que saltar por encima de espantosos precipicios, y en otros puntos el hielo estaba tan lustroso y resbaladizo como un espejo; de modo que no hacía más que caer y levantarme.

Con todo, logré dar alcance a los osos, pero al mismo tiempo me convencí de que en vez de estar en pugna no estaban sino retozando, como buenos amigos.

Desde luego calculé el valor de sus pieles, pues no era ninguno de ellos menor que un bien cebado buey. Por desgracia, al echarme a la cara la escopeta, se me fue un pie y caí hacia atrás, perdiendo el conocimiento por la violencia del golpe por espacio de un cuarto de hora.

Figuraos el espanto que debió poseerme, cuando al volver en mi acuerdo observé que uno de los dos monstruos me había vuelto boca abajo y tenía ya entre sus dientes la pretina de mis calzones de piel. La parte superior de mi cuerpo descansaba sobre el pecho del animal y mis piernas colgaban por delante. Dios sabe adonde me hubiera llevado la horrible fiera; pero no perdí mi presencia de ánimo. Saqué mi cuchillo, cogí la pata derecha del oso y le corté tres dedos. Dejóme entonces y se puso a aullar horriblemente. Sin perder tiempo, tomé mi escopeta y, haciéndole fuego en el momento de volverse para embestirme, lo tumbé sobre el hielo de un balazo.

El sanguinario monstruo dormía ya el sueño eterno, pero la detonación de mi arma había despertado muchos millones de compañeros suyos, que reposaban sobre el hielo en un radio de un cuarto de legua y todos corrieron contra mí apresuradamente.

No había que perder tiempo; mi muerte era segura si no se me ocurría una idea luminosa e inmediata. En menos tiempo que el que emplea un hábil cazador para desollar una liebre, despojé de su piel al oso muerto, me envolví en ella y metí mi cabeza debajo de la suya.

Apenas había terminado esta operación, cuando todos los osos se reunieron en torno a mí. Confieso que sentía bajo mi funda terribles alternativas de frío y de calor.

Sin embargo, mi ardid produjo su efecto. Todos los osos vinieron, unos tras otros, a olfatearme, y al parecer me tomaron por uno de tantos: tenía yo, efectivamente, la apariencia de ellos; con algo más de corpulencia, la semejanza hubiera sido perfecta; aunque había entre ellos muchos osos jóvenes, que no representaban más respetos que yo.

Luego que nos hubieron olfateado bien a mí y al muerto, nos familiarizamos rápidamente; yo imitaba a las mil maravillas todos sus gestos y movimientos; aunque en lo de aullar y otros gorjeos por el estilo, debo confesar sin reparo que todos ellos eran más fuertes que yo.

Sin embargo, por más oso que pareciera, no dejaba de ser hombre, y con esto comencé a buscar el mejor medio de aprovecharme de la familiaridad que se había establecido entre nosotros.

Había oído decir en otro tiempo a un antiguo médico castrense, que una incisión hecha en la espina dorsal, causa instantáneamente la muerte; y resolví hacer el experimento en aquellas almas viles.

Volví a tomar mi cuchillo y herí con él en la nuca al mayor de los osos. Convenid en que el golpe era atrevido y que tenía yo razón para no estar tranquilo. Si la fiera sobrevivía a la herida, mi muerte era segura e inmediata; no quedaba de mí ni una uña.

Por fortuna, el experimento me salió a pedir de boca: el oso cayó muerto a mis pies sin hacer un movimiento.

Con esto, tomé la heroica resolución de despacharlos a todos por el mismo procedimiento, lo cual no fue difícil, porque aunque vieran caer a derecha e izquierda a sus hermanos, no desconfiaban de nada los inocentes, como quiera que no pensaban ni en la causa ni en el resultado de la caída sucesiva de los desdichados. Y esto fue lo que me salvó.

Cuando los vi a todos tendidos a mi alrededor, me sentí tan orgulloso como el mismo Sansón después de la muerte de los filisteos.